La
extinción del antisemitismo/ Guy Sorman
ABC
|22 de febrero de 2016..
Bernie
Sanders, candidato a la Casa Blanca, es judío, y ¿a quién le importa? Nadie lo
ha mencionado durante la campaña, a los votantes les es indiferente. No habría
ocurrido lo mismo hace una generación; hay que recordar que, de hecho, hasta la
década de 1960, los candidatos judíos se enfrentaban en las universidades
estadounidenses, a numerus clausus. En Francia, Laurent Fabius, el nuevo
presidente del Consejo Constitucional, la más alta instancia jurídica, es de
origen judío, pero el hecho ha pasado desapercibido. Y la nueva ministra de
Cultura es judía. ¿Habría sido posible imaginar algo así en el país del caso
Dreyfus y el mariscal Pétain, el colaborador más entusiasta del nazismo? En
España, los descendientes de los judíos expulsados en 1492, si así lo solicitan,
pueden recuperar su nacionalidad de origen. Se me objetará, sobre todo en
Francia, donde la comunidad judía es originaria en su mayor parte del norte de
África, que algunos judíos son víctimas de actos criminales. Estos actos, muy
raros, son cometidos por jóvenes árabes que reconstruyen en sus barrios de
París o Marsella el conflicto palestino-israelí. Pero no podemos confundir
antisionismo y antisemitismo.
El
antisionismo se basa en una situación real; los palestinos no son un mito, y
sus reivindicaciones tampoco, aunque sean difíciles de satisfacer. El
antisemitismo era completamente mítico: el judío no era una persona real, sino
una construcción, mística y política. El exterminio de las comunidades judías,
que comienza en Francia y Alemania en torno al año 1000, y en la estela de las
Cruzadas, empieza casi siempre con una acusación de crimen ritual: un niño
cristiano había sido degollado para utilizar su sangre en la elaboración del
pan de la Pascua judía. Los últimos pogromos en Rusia, a principios del siglo
XX, comienzan también con este mito. Durante mil años, en Occidente, el judío
fue el chivo expiatorio de referencia que explicaba las malas cosechas, las
crisis económicas, la quiebra de los bancos. Durante mil años, los judíos,
supuestamente todos ricos, mientras que prácticamente todos vivían en la
miseria, fueron expulsados, masacrados, despojados de todo lo que no poseían. Y
el antisemitismo ordinario se basa en la acusación de «deicidio», hasta que el
Concilio Vaticano II elimina esta referencia del oficio de Pascua. Este
carácter mítico del antisemitismo está demostrado por la falta de relación
entre el número de judíos y la virulencia del antisemitismo: cuando estalla el
caso Dreyfus en Francia no llegan a 60.000 y ocupan un lugar mediocre en la
sociedad. El mismo Dreyfus no es más que un modesto coronel. Cuando Hitler
llega al poder en 1933, en Alemania no hay más de 100.000 judíos. En Polonia,
donde aún hoy subsiste una modesta corriente antisemita con radio y periódicos,
los judíos han desaparecido: el judío no es necesario para el antisemitismo.
Una
nueva objeción que se oye en Francia, retomada por la prensa neoyorquina al
acecho, es que cada año supuestamente emigran 7.000 judíos franceses, prueba de
que en Francia la vida de un judío es insostenible. Pero esta cifra,
aproximadamente el 1 por ciento de la población judía, es engañosa, porque
mezcla los exiliados económicos –que no son solo judíos– con los que, por
razones religiosas, desean continuar su vida en Israel.
Rindámonos
a la evidencia: el judío ya no es el chivo expiatorio y apenas se diferencia de
la población no judía. ¿Es porque los judíos se han integrado? Esto no es una
explicación, porque los judíos siempre han dado muestras de un patriotismo
asombroso dondequiera que estuvieran exiliados: en 1914, mis antepasados,
judíos austriacos, luchaban en el Ejército austriaco y mis ancestros rusos en
el Ejército del zar. Aún no tenía antepasados franceses, pero nadie duda que,
como Dreyfus, se habrían apresurado a acudir al frente. No son los judíos los
que han cambiado, sino la sociedad occidental. El descubrimiento de la Shoah
(el Holocausto) en 1945, desde luego, demostró para siempre que el
antisemitismo era diabólico, pero no es la única explicación del final del
antisemitismo. Por otra parte, persistió en Polonia, en la Rusia estalinista y
en Francia, en el periodo inmediato a la posguerra; fui testigo de ello, pues
algunos de mis profesores del instituto eran antisemitas. Yo, más bien,
remontaría el fin del antisemitismo al proceso Eichmann, en 1961, que demuestra
la mediocridad de esta ideología. Esta «banalidad del mal», según la filósofa
Hannah Arendt, hace que, después de este proceso, ningún burócrata («soy un
burócrata que obedecía órdenes», se defiende Eichmann), ni ningún intelectual
pueda llamarse antisemita. En Europa, el antisemitismo, que entre los
intelectuales cristianos de la derecha y los anticapitalistas de la izquierda
era una postura elegante, se convierte después de Eichmann en algo grotesco. A
esto le siguió el ya citado Vaticano II en 1962, cuya influencia sigue siendo
fundamental: la Iglesia se convirtió sinceramente en filosemita.
A
aquellos que en Francia, Bélgica y Holanda me consideran demasiado optimista,
debido a los atentados que mezclan antisemitismo a la vieja usanza y
antisionismo contemporáneo, les replico que en 1940 la Policía francesa deportó
a mi familia, pero ahora la protege. Para concluir en un tono menos optimista,
es obligado admitir que, al parecer, las naciones no pueden prescindir de un
chivo expiatorio. ¿No ha sustituido el árabe al judío en este trágico papel? Es
factible, y nos invita a luchar contra la islamofobia sin esperar una Shoah o
un caso Dreyfus. No me olvido del «radicalismo islámico», pero eso es otro
asunto completamente distinto.
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