Las
torres gemelas/Fernando Savater es escritor.
- No conviene olvidar que ya una vez los terroristas acabaron con dos célebres torres gemelas y que si se les permite lo harán también con los dos pilares de nuestra democracia, las inseparables libertad y seguridad.
El
País | 27 de marzo de 2016..
Una
revista americana de psicología ha publicado La necesidad de drama, estudio
sobre el afán de proponer catástrofes y apocalipsis mayores o menores para
reclamar auxilio y exhortar a la movilización. Desde el pedigüeño que finge
ceguera o cojera a la puerta de una iglesia hasta los que auguran el fin del
mundo por el calentamiento global o el holocausto nuclear. Idea divertida y
oportuna. A mi juicio, uno de los dramas ya imprescindibles para cierta
concepción del mundo con afanes regeneradores es el de la disminución de la
libertad en nombre de medidas cada vez más exigentes para preservar la
seguridad. Según ese planteamiento alarmista, los Estados democráticos utilizan
el miedo colectivo a los atentados terroristas para controlar cada vez más a
los ciudadanos, limitar o incluso cercenar sus derechos y vigilarlos de manera
minuciosa e ilegal.
Lo
curioso es que estos temores han cambiado de signo ideológico.Tradicionalmente,
la izquierda prefería la seguridad colectiva frente a la sacralización de la
libertad individual que reclamaba la derecha liberal, pero hoy es la que más
protesta contra la omnipresencia y omnipotencia del Estado en nuestras vidas,
un poco en la línea de la tradición anarquista de Proudhon, cuando advertía que
ser gobernados significa ser vigilados, espiados, manipulados, extorsionados,
etcétera. En cambio, la derecha conservadora pide mayores controles, más
presencia policial en calles y lugares neurálgicos, vigilancia de los
documentos legales y la llegada de extranjeros, etcétera. Parecen en cierta
medida haberse invertido los papeles, porque los avances progresistas de los
dos últimos siglos provienen siempre de imposiciones generales que garantizan
la enseñanza obligatoria para todos, la sanidad universal (que en EE UU aún es
vista como una medida contra la libertad personal), las pensiones
contributivas, la no discriminación laboral por género o raza, etcétera. Otras
restricciones protegen obligatoriamente la integridad física, como el cinturón
de seguridad en los coches, el límite de velocidad en carretera, las pruebas de
alcoholemia, la prohibición de fumar o la obligación de vacunarse.
La
seguridad y la libertad son los dos pilares esenciales de la oferta que debe
garantizar el Estado a los ciudadanos: las torres gemelas de nuestras
comunidades democráticas, a la vez preocupadas por la complejidad de los
conflictos sociales y por la defensa del derecho a decidir de cada persona
adulta. La masificación creciente de nuestras sociedades y el empleo de
instrumentos técnicos muy útiles pero también potencialmente peligrosos lleva
irremediablemente a un aumento de controles para evitar la colisión de
intereses: el código de circulación y los semáforos surgieron cuando la
creciente circulación de automóviles comenzó a crear conflictos que no se daban
cuando solo circulaban peatones y coches de caballos.
Otras
veces las medidas de vigilancia se deben a la aparición de nuevas formas de
criminalidad. Soy lo suficientemente viejo para recordar cuando se tomaban
aviones con la misma facilidad que hoy nos subimos al autobús y en ellos me
fumaba mis habanos sin restricción alguna, hasta que la plaga de los secuestros
aéreos y las preocupaciones higiénicas cambiaron las cosas. Es indudable que
las medidas de seguridad en los aeropuertos han contribuido notablemente a
hacer mas antipáticos los viajes aéreos, pero conozco pocas personas que
renunciarían a ellas si a cambio crece la posibilidad de compartir vuelo con un
terrorista dispuesto a destruir el aparato.
Los
dos pilares de las garantías estatales, la libertad y la seguridad, están
íntimamente relacionados. Como bien saben por experiencia propia quienes viven
en ciertos países, no hay mayor pérdida de libertad que la inseguridad
generalizada, que nos impide llevar el tipo de vida que quisiéramos; del mismo
modo, donde la libertad personal no está protegida por leyes imparciales y acordadas
por todos, la inseguridad de cada uno es máxima, al verse sometido al capricho
tiránico de las autoridades. En nuestras privilegiadas democracias europeas,
las medidas de vigilancia y los controles que limitan las libertades pueden
suscitar protestas, pero solo entre quienes dan la seguridad por
suficientemente garantizada sin ellas. Basta que haya una quiebra grave de ésta
para que todo el mundo reproche a las autoridades responsables su descuido o su
inacción. Los que más protestan contra las cámaras de seguridad en lugares
públicos no tardarán en reclamarlas si se sabe que hay un pedófilo de
tendencias asesinas rondando por el parque donde juegan sus hijos pequeños. Lo
que nos molesta no son las medidas de vigilancia en sí mismas, sino el hecho de
que se nos apliquen a nosotros, que evidentemente no tenemos intenciones
antisociales. En cambio, nos resulta escandaloso que los verdaderos
delincuentes puedan deambular a su gusto y cometer sus fechorías sin que los
guardianes tomen las debidas precauciones para impedirlo… Las quejas contra los
dispositivos de seguridad son de dos tipos: antes de que ocurra nada malo, se
los tacha de exagerados y superfluos; cuando pasa lo terrible, se los llama
ineficaces o tardíos.
No
sé si estoy hecho de una pasta especial, pero a mí los controles en los
aeropuertos o los registros a la entrada de ciertos edificios públicos no me
parecen “humillantes”, sino solo francamente incómodos. Pero también es
incómodo no poder encender luces durante la noche en países amenazados por
bombardeos o tener que ir al refugio antiaéreo cuando suena la sirena de
alarma. La pregunta pertinente es si esas restricciones son necesarias y sirven
para algo o no. Cuando la amenaza es real, no toca protestar porque hemos
perdido algunas de las licencias de que gozábamos en épocas más pacíficas.
Muchos
expresan su mayor preocupación porque hoy el amplio espacio de Internet cada
vez sufra mayor escrutinio por parte de agencias gubernamentales. Hace no mucho
un escritor español se mostraba acosado en su intimidad: “¡Seguramente saben
hasta cuál es el número de zapatos que calzo!”. Bueno, supongamos que es así:
¿y qué? No creo que ese dato, que por otra parte confío espontáneamente cada
vez que voy a la zapatería, me esclavice más que los muchos que se me exigen
cotidianamente para llenar formularios, firmar contratos, etcétera. Si tal
espionaje logra prevenir atentados y detener a criminales, no me quejaré. Me
siento mucho más amenazado por ellos, los incontrolables y agresivos, que por
las fuerzas de seguridad oficiales a las que pago con mis impuestos y puedo
mejor o peor reglamentar con medidas legales aprobadas por nuestros
representantes electos democráticamente.
El
terrorismo ha disparado en nuestras sociedades una situación de zozobra y
recelo muy parecida a una guerra civil de baja intensidad. No es imposible,
todo lo contrario, que este clima favorezca abusos autoritarios; pero la
relajación de la seguridad colectiva y su violación cada vez más frecuente
pueden acabar dando aliento a fuerzas demagógicas que se aprovechen de la
paranoia que el Gobierno no logra contrarrestar. No conviene olvidar que ya una
vez los terroristas acabaron con dos célebres torres gemelas y que si se les
permite lo harán también con los dos pilares de nuestra democracia, las
inseparables libertad y seguridad.
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