Revista Proceso 1923, a 7 de septiembre de 2013;
La Junta Militar no se conformó con la muerte del presidente Salvador Allende. Intentó borrar todo indicio que lo recordara. Saqueó su vivienda y ordenó para sus restos unos funerales secretos y una tumba sin nombre. Al mismo tiempo desató el terror y sumió a su país en una pesadilla… El periodista Julio Scherer García, fundador de Proceso, reconstruye pasajes que dan cuenta de las horas aciagas del golpe militar. Estos episodios aparecen en sus libros Pinochet, vivir matando (Nuevo Siglo-Aguilar) y El perdón imposible. No sólo Pinochet (Fondo de Cultura Económica), de los cuales se reproducen los siguientes fragmentos.
A media mañana del 11 de septiembre de 1973, el presidente Salvador Allende habló por última vez a sus hijas, a sus colaboradores más cercanos, a sus íntimos:
Les agradezco a todos la lealtad y la cooperación que siempre me han prestado, pero quiero decirles que no debe haber víctimas inútiles. La mayoría de ustedes son jóvenes, tienen mujer e hijos pequeños. Tienen un deber con ellos y con el pueblo de Chile. No es éste el último combate. Habrá muchas jornadas futuras en que serán necesarios. A las compañeras no les pido, sino les ordeno que abandonen La Moneda. A los compañeros que no tienen tareas que cumplir, o no tienen, o no saben usar armas, les pido que salgan ahora, que tienen todavía posibilidades de hacerlo. Algunos deberán contar lo que ha ocurrido.
Beatriz Allende, secretaria de su padre, quiere
permanecer junto a él. “Nos tomarán como rehenes para presionarte”, suplica. La
respuesta es inmediata, brutal: “En tal caso dejaré que las fusilen y los
traidores cargarán también con la cobardía de asesinar a mujeres indefensas”.
Nadie quiere abandonar La Moneda. Miria Contreras,
también secretaria del presidente, se oculta. Después del bombardeo aéreo se
suicidará Augusto Olivares, director de Televisión Nacional: una bala le
deshace el cerebro. Joan Enrique Garcés, el asesor del doctor Allende, espera.
Pero el doctor Allende lo mira, una línea a los ojos y dice, alto: “Usted debe
salir… alguien tiene que contar lo que aquí ha pasado y sólo usted puede
hacerlo”.El consejero se resiste. En un último recurso, el presidente invoca el consenso de los presentes, unos veinte asesores. La respuesta es unánime, acordes las voces.
Allende y Garcés se abrazan. Hay un extraño parecido entre ambos: el bigote ancho y poblado, la sensualidad del labio inferior, la frente aireada, el cabello oscuro.
Garcés toma el portafolios de los acuerdos presidenciales. Lleva en su interior la convocatoria a un plebiscito nacional y emprende la salida del salón Toesca. Avanza, revueltos los sentimientos. Inesperada, escucha la voz que tan bien conoce:
–El maletín, Juan Enrique, déjelo aquí. Lo van a registrar.
Garcés asiente.
Vuelve el consejero sobre sus pasos. No ha avanzado diez metros, y otra vez lo detiene el presidente:
–¿Va usted armado?
–Sí, tengo mi pistola de protección.
–Mejor la deja usted aquí.
Afuera, los civiles eran cacheados de pies a cabeza, voraces los dedos de los militares. La portación de armas era castigada sin apelación. Ahí mismo, sobre el asfalto.
u u u
Temprano, en la mañana del día 11, Allende se comunicó con su esposa, Hortensia Bussi, y con la esposa de José Tohá, Victoria Morales. Se llamaban hermanas, se decían familia. A la Tencha y a la Moy, así conocidas, el presidente les había pedido calma y que por motivo alguno salieran a la calle. “Lo escuché tranquilo”, recuerda la Moy.
Ese martes las señoras se mantuvieron cerca del teléfono, en comunicación incesante. La esperanza y la zozobra disputaban su mundo privado. Pensaban que podría repetirse la revuelta del 29 de junio, sólo estrepitosa, pero sentían que los sucesos serían diferentes en esta ocasión. Se tenía noticia de que los bombarderos del general Leigh volaban ya sobre Santiago.
Rechazada la capitulación que la Junta Militar exigía al presidente Allende, principió la guerra de un solo lado. La furia cobró su propio impulso. En Tomás Moro, un estruendo aturdió a la Tencha. Al bombazo siguió una descarga de metralla. La casa trepidaba. De las paredes se desprendieron los cuadros y cayeron pedazos de los vitrales que daban al jardín y a la piscina. Impotente, sola, se tendió bajo la mesa del comedor, la cabeza inmóvil sobre los brazos cruzados.
Arreciaba el fuego. La destrucción hacía inevitable la visión de la muerte. La Tencha buscó a su chofer y huyó de la locura. Encontró refugio con Felipe Herrera, amigo de toda la vida.
Cuenta la Moy:
“Felipe Herrera vivía a unas quince cuadras, pero yo no tenía manera de acompañar a la Tencha. El toque de queda nos aislaba. Después de las cuatro de la tarde el terror vaciaba las calles. Los soldados tiraban a matar.
“Ya tarde me llamó la Tencha, dramáticamente serena. Hablaba sin sobresaltos, apenas disminuida la voz. Al día siguiente viajaría a Valparaíso para sepultar al presidente. Los generales habían decidido por ella. El funeral sería breve, sin manifestaciones políticas. Así se le había advertido. Inhumaría a un hombre de infeliz memoria para la nación. Sólo eso.
“Temprano, el miércoles nos comunicamos de nuevo. La Tencha preguntaba por Isabel y la Tati, pero nadie sabía de sus hijas. Tampoco de Laura Allende, la hermana de Salvador, advertida por el cáncer de su fin cercano. Le propuse a la viuda, mi hermana de todos los días, acompañarla a Valparaíso, pero me dijo que no. ‘Mira, tú con tus amigos militares tienes que encontrar la manera de entrar a Tomás Moro. Estoy con lo puesto, sin una muda’.
“Necesitaba su ropa, sus medicinas, débil de salud desde niña. Quería la pulsera de oro con las medallas conmemorativas que su marido le había ido regalando: ministro, senador, diputado, presidente. También me pidió los ciento cincuenta dólares que guardaba en el secreter de su pieza de vestir y su bolsa, abandonada.
“Comprendí su comentario amargo: ‘Tus amigos militares’. José había sido dos años y medio ministro de la Defensa. Los conocíamos, los habíamos tratado.”
“El mismo miércoles hablé con el general Nicanor Díaz Estrada, jefe del Estado Mayor de la Defensa. No habría problemas. La visita sería inmediata, no faltaba más. A su certeza siguió un tiempo perdido. El jueves me informó Díaz Estrada que ya había localizado al general Oscar Bonilla, ministro del Interior. Pasó otro día. El viernes, todo resuelto, hombres del ministerio pasarían a mi casa.
“En tres automóviles viejos llegaron los militares. Vestían para la guerra: las botas cafés a media pierna y las suelas con estoperoles sonoros. También me llamaron la atención los uniformes, diseñados para el combate en la jungla: sobre un fondo color lodo, combinaban los verdes con los amarillos, los ocres y los cafés. Pasadas las cuatro de la tarde, desierta la ciudad, en unos minutos llegamos a Tomás Moro.
“–Señora –me dijo un oficial, custodio de la casa–, yo a usted no la puedo dejar pasar.
“–Lo siento. Vengo con una orden escrita del general Díaz Estrada y usted me va a dejar pasar.
“–Así será, pero usted no entra.
“Intervino uno de los hombres de Díaz Estrada:
“–La señora entra.
“–La señora no debe entrar.
“–Órdenes son órdenes.
“–Le digo que la señora no debe entrar.
“–¡Abra la puerta!
“De los rosales en flor que flanqueaban el camino de herradura que conducía a la entrada y salida de la residencia, no quedaban ni vestigios. Vi basura por todos lados, arbustos desencajados, raíces al descubierto, ramas secas con hojas verdes, montículos, agujeros. Sentí un hedor.
“En el acceso a la residencia, hermosas piezas de talavera habían terminado en añicos. Una colección de barros precolombinos, los guacos, también habían perecido. Salvador los mostraba con orgullo, ‘vivo el ritmo musical en las manos sedosas de los artistas’, como le oí decir alguna vez.
“Sobre la mesa del comedor se encontraba la bolsa de piel de cocodrilo que tanto me había encargado la Tencha, regalo de la esposa del presidente de Argentina, general Alejandro Lanusse. Tomé la bolsa. La supe vacía.
“De un cuadro de Roberto Matta, por ahí tirado, más o menos de uno veinte por noventa centímetros, poco quedaba, rasgado el lienzo. Admiraba la obra y la conocía bien. Bajo un fondo negro se adivinaban las formas borrosas de unos tanques. Puntos rojos, allá lejos, despertaban en mí sentimientos contradictorios.
“Por la escalera rumbo a las habitaciones de la Tencha habían rodado brazos, piernas, bustos y máscaras de armaduras antiguas, de tamaño natural. Ascendía a trancos. Algunos peldaños de la escalera habían sido arrancados de cuajo.
“La esposa del presidente tenía para sí dos recámaras, un baño y un cuarto de vestir. Entré al cuarto. Del secreter habían quebrado las patas y destruido las gavetas. El guardarropa mostraba la inutilidad de los ganchos desnudos. Algunas prendas se habían librado del saqueo. Para nada. Sobre la alfombra no había una falda que combinara con una blusa ni dos zapatos iguales. De las valijas que recorrieron buena parte del mundo en manos de la Tencha, no existía ni huella. Busqué las medicinas. Había frascos sin tapa, pastillas en el suelo, ampolletas quebradas. De la recámara principal me queda el organismo descompuesto, la náusea.
“Una bomba había abierto un boquete en el techo, atravesado la cama y explotado en el salón principal de la planta baja.”
Prosigue la Moy:
“En la Navidad de 1972, a menos de un año del golpe, el Grupo de Amigos Personales (GAP) hizo a Salvador Allende un regalo deslumbrante: jugador empedernido, habían hecho llegar a su casa un ajedrez gigantesco. Las piezas de madera, proporcionadas a un hombre de unos ochenta centímetros de estatura, habían sido talladas con paciencia y arte: los caballos eran caballos, los alfiles, alfiles, y la reina y el rey, monarcas. De las figuras seleccionadas por Allende para mostrarlas y presumirlas, no quedaron la almena de una torre ni el cuello corto y estilizado de un peón.
“Por la biblioteca, el espacio íntimo de la residencia, caminé entre libros destrozados y las páginas arrancadas a miles de volúmenes. Pisaba mullido como en un bosque en otoño. Del salón contiguo habían desaparecido las fotografías de Salvador, la Tencha, Isabel, La Tati, los amigos, los amores de la familia. Lisas las paredes, mostraban los manchones del tiempo.
“No hallé rastro de las colecciones de marfil, las lacas y las flores duras, obsequio de los gobiernos de China, la Unión Soviética y Corea. Busqué el Cristo con incrustaciones de nácar que la madre de Salvador había heredado a su hijo. Lo encontré en un sitio alto, fuera de su lugar los dos años y medio de Allende en el poder. Respondí al impulso de llevármelo para la Tencha. ‘Señora, por favor’, fue la respuesta burlona del oficial que me seguía y miraba.
“Continué por un pasillo y llegué a la habitación del presidente. Sobre la cama, suelto el cinturón, semidesnudo, puestas las botas de guerra con sus puntas de acero, babeante, un soldado roncaba su cruda. Al lado, a medio llenar, se le había ido de las manos una botella de Chivas Regal.”
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Bajo el toque de queda, Salvador Allende fue sepultado el doce de septiembre de 1973 en el cementerio del pueblo de Santa Inés, ciento cuarenta kilómetros al norte de Santiago. Custodiado el féretro por soldados, a la viuda no se le permitió levantar la tapa del ataúd y contemplar con ojos inéditos al presidente rígido. Un oficial detuvo su mano. “Después”, le dijo.
La Junta Militar negó a Carmen Paz, a Isabel y a Beatriz el salvoconducto para que pudieran acompañar a su madre esa mañana atroz. Junto a Hortensia Bussi estuvieron su cuñada, la exdiputada Laura Allende; el comandante Sánchez, edecán del presidente, y dos sobrinos políticos. Laura Allende moriría poco después en La Habana. Avanzado el cáncer, Pinochet denegó la asistencia médica que ella solicitaba y que por ese tiempo la mantenía en pie.
Temprano el 12 de septiembre [recuerda la Tencha], fui notificada de que debía acudir al Hospital Militar, donde pensé que encontraría a Salvador herido de gravedad. Hasta ese momento no sabía de su muerte, pero al llegar al hospital recibí la orden de presentarme en el aeropuerto Los Cerrillos. Dentro de un avión Catalina, en el que viajaría, estaba el féretro, cerrado.
“El entierro fue secreto, vigilada por los militares como criminal. Sobre la tierra removida apenas pude dejar unas flores.
Veinte años después de su ascensión a la presidencia y a 17 años menos una semana de su muerte, los restos de Salvador Allende serían exhumados de Santa Inés e inhumados en el Cementerio General de Santiago. Así lo habían decidido Hortensia Bussi y sus hijas. No había motivo para someterse a la paranoia de Pinochet, enfrentado a un adversario que no acababa de matar. En el cementerio remoto el dictador mantenía sin identificación el sitio donde se encontraba el cadáver aborrecido.
A través del ministro del Interior, Enrique Krauss, Aylwin se apresuró a restar importancia a la ceremonia que preparaba la señora Allende, enlazadas la memoria y la continuidad de la vida. Dijo el vocero presidencial: “Se trata de un funeral sugerido por la familia, respecto del cual el gobierno otorga patrocinio oficial, pero no un funeral de Estado”.
Pinochet se había anticipado a Aylwin y Krauss: El acto cívico era, en rigor, un acto de provocación. Las fuerzas armadas no rendirían homenaje al expresidente.
Hortensia Bussi fue escueta: “Nos sentimos muy bien interpretados con el homenaje popular”. No reclamaba honores ni quería “causar molestias”.
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