50
años del asesinato de John F. Kennedy. La clave está en la Ciudad de México/Lucía Luna
Revista Proceso # 1933, a 16 de noviembre de 2013
El
quincuagésimo aniversario del asesinato del presidente John F. Kennedy –uno de los casos irresueltos
más enigmáticos en Estados Unidos– detonó una avalancha de publicaciones, entre
ellas el libro A Cruel and Shocking Act. The Secret History of the Kennedy
Assassination, traducido como JFK: Caso abierto. La historia secreta del
asesinato de Kennedy, puesto en circulación en inglés y español a finales de
octubre. Su autor, el periodista Philip Shenon, recabó datos durante cinco años
luego de que un integrante de la Comisión Warren se lo pidió. En sus
conclusiones, el autor sostiene que el de Kennedy es “un caso abierto”. La
clave, apunta, está en la Ciudad de México.
El
10 de abril de 1964, William T. Coleman Jr. y David Slawson –los dos abogados
de la Comisión Warren encargados de investigar si había una conspiración
interna o externa en el asesinato del presidente de Estados Unidos John F.
Kennedy– realizaron un recorrido por la Ciudad de México. Vieron las fachadas
de las embajadas y los consulados de Cuba y de la Unión Soviética, la terminal
de autobuses por la que presuntamente entró y salió de la ciudad Lee Harvey
Oswald en septiembre de 1963, así como el modesto Hotel del Comercio, donde se
hospedó y el restaurante adyacente, donde comío.
Después,
ambos abogados fueron conducidos a las oficinas de Luis Echeverría, “un
poderoso funcionario mexicano que estaba a punto de ser nombrado secretario de
Gobernación” y que a la postre sería presidente del país.
Echeverría,
quien durante años estuvo cerca de Winston Scott, jefe de la estación de la
Agencia Central de Inteligencia (CIA, por sus siglas en inglés) en México,
inició la conversación con Slawson y Coleman compartiendo su “fuerte convicción
de que no existió una conspiración extranjera (en el asesinato de Kennedy), por
lo menos no una ligada a México”.
Coleman
y Slawson insistieron. Le pidieron permiso a su interlocutor para entrevistar a
testigos mexicanos, en especial a Silvia Durán, una mujer de izquierda que
trabajaba en el consulado cubano y al parecer tuvo relación con Oswald después
de que acudió a tramitar una visa.
Echeverría
habló de la posibilidad de que platicaran con Durán –a quien ya había
interrogado la Dirección Federal de Seguridad– sólo unos minutos; pero les
advirtió que el encuentro sería informal y lejos de la embajada de Estados
Unidos. La razón: El gobierno de México “no podía permitir que los
investigadores de la comisión dieran la impresión de que el gobierno estadunidense
realizaba una investigación oficial en territorio mexicano”.
Coleman
bromeó: “Nos gustaría salir a comer con Silvia Durán”. Echeverría hizo un
comentario de mal gusto. Dijo que “no nos divertiríamos tanto como creíamos,
debido a que Durán no era una guapa cubana, sino una mexicana como cualquiera”.
El encuentro nunca se produjo.
El
relato sobre ese episodio se incluye en el libro JFK: Caso abierto. La historia
secreta del asesinato de Kennedy, aparecido el 27 de octubre simultáneamente
con su versión original en inglés (A Cruel and Shocking Act. The Secret History
of the Kennedy Assassination), escrito por el periodista de The New York Times
Philip Shenon, por la editorial Random House Mondadori en su sello Debate.
Se
trata de una de las muchas publicaciones surgidas con motivo del 50 aniversario
del asesinato del mandatario estadunidense el 22 de noviembre de 1963.
Shenon,
quien escribió otro libro (The Commission) sobre la comisión que se formó para
investigar los atentados del 11 de septiembre de 2001, dice que inició este
nuevo texto con reservas, porque “el asesinato de Kennedy es el acontecimiento
de la historia moderna sobre el que se ha vertido más tinta”. Más de 2 mil
títulos, calcula él.
“Como
reportero –dice–, normalmente arranco una investigación con la confianza de
que, cuando haya terminado, habré obtenido la mayoría de las respuestas que
estaba buscando. En este proyecto no me sentía tan confiado.”
Una
comisión acotada
Todo
partió de una llamada telefónica a la redacción del diario neoyorquino en la
primavera de 2008. Quien lo buscaba era un prominente hombre de leyes, que
había comenzado su carrera casi 50 años atrás como uno de los jóvenes abogados
de la Comisión Warren, que se creó para investigar el asesinato de Kennedy.
“Ya
no somos jóvenes, pero muchos de los que formamos parte de la comisión todavía
estamos aquí y ésta podría ser nuestra última oportunidad de explicar lo que en
realidad ocurrió”, lo apremió el abogado, dice.
Así
empezó un trabajo, que se prolongó cinco años. Culminó en un volumen de 743
páginas. Incluidas las profusas notas y una extensa bibliografía, no muy lejos
de las 888 del informe de la propia Comisión Warren, que fue calificado como
“insuficiente” y declaradamente “encubridor”.
Según
Shenon, él tampoco descubrió la verdad ni encontró todas las respuestas, pero
está convencido de que su libro aporta nuevas evidencias sobre el asesinato de
Kennedy, y que una línea clave –nunca agotada– fue la estancia de Oswald en la
Ciudad de México dos meses antes del crimen.
Ninguna
de las pistas y versiones conspiratorias que surgieron casi de inmediato se
agotaron. En buena parte porque, como lo demostraron confesiones posteriores y
documentos gradualmente desclasificados, tanto la CIA como el Buró Federal de
Investigación (FBI, por sus siglas en inglés) escamotearon información a la
comisión; evidencias y documentos probatorios fueron destruidos por decisiones
colectivas o individuales; testigos rindieron falso testimonio aun bajo
juramento; políticos, grupos de interés y medios de comunicación ejercieron
presión para que se privilegiaran ciertas líneas y, al final, simplemente
porque faltó tiempo.
La
Comisión Presidencial sobre el Asesinato del Presidente Kennedy (nombre
oficial) fue creada una semana después del crimen por el nuevo ocupante de la
Casa Blanca, Lyndon B. Johnson, precisamente para contrarrestar las versiones
de conspiración que circulaban por todo el país y que incluso lo involucraban. Después
de todo, Kennedy había sido abatido en las calles de Dallas y Johnson era
texano.
¿Querrían
acaso los poderosos petroleros de Texas que el vicepresidente llegara a la
presidencia para afianzar sus intereses? O, como varios otros estados
segregacionistas del sur, ¿estaban los texanos igualmente furiosos por la
política de derechos civiles de la administración Kennedy?
Tal
vez sólo era una venganza de la mafia o de sindicalistas corruptos a los que
Robert Kennedy, hermano del presidente y fiscal general en funciones, había
perseguido sin clemencia. Como fuera, Johnson tenía que enfrentar las sospechas
internas si quería permanecer en la Oficina Oval y ganar las elecciones
presidenciales del año siguiente.
En
realidad, como buen texano, en un principio Johnson no había previsto crear una
comisión federal; confiaba más en las autoridades de su estado natal que en los
“entrometidos” de Washington. Además, el Departamento de Justicia descubrió con
sorpresa que –en ese tiempo– el asesinato de un presidente no era un delito del
orden federal. Por lo tanto, si Oswald hubiese sobrevivido, habría sido juzgado
conforme a la ley de homicidios de Texas, como lo fue su asesino: Jack Ruby.
Sin
embargo, la atmósfera estaba cada vez más viciada y las presiones políticas
aumentaban, por lo que decidió crear una comisión bipartidista y plural,
encabezada por un presidente “cuyas aptitudes judiciales y ecuanimidad sean
irrefutables”.
Aunque
apenas lo conocía, eligió como tal a Earl Warren, el presidente de la Suprema
Corte. Era un republicano apreciado tanto por sus correligionarios como por la
mayoría de los demócratas, la prensa y el mundo de las leyes en general.
En
un principio Warren no aceptó porque, argumentó, cada vez que un ministro
aceptaba una asignación gubernamental externa, su reputación quedaba dañada;
como lo fue en su caso. Pero Johnson lo puso ante hechos consumados. Ya habían
sido notificados los otros comisionados, entre ellos dos senadores: el
demócrata Richard Russell, de Georgia, y el republicano John Sherman Cooper, de
Kentucky; dos miembros de la Cámara de Representantes: el demócrata Hale Boggs,
de Louisiana, y el republicano Gerald Ford, de Michigan, y dos figuras de alto
nivel –propuestas por Robert Kennedy–: el entonces director de la CIA, Allen
Dulles, y el presidente del Banco Mundial en esa época, John J. McCloy.
Los
demás integrantes de la comisión eran: J. Lee Rankin, consejero general; Norman
Redlich, jefe de asistentes; un equipo de abogados con miembros de los bufetes
legales más prestigiados del país, a los que se denominaba senior, y jóvenes
egresados de las mejores escuelas de leyes, a los que se llamaba junior.
Ellos
formaban pares por líneas de investigación. Sobra decir en quiénes recayó la
mayor carga de trabajo. Uno de ellos, quien pidió permanecer en el anonimato,
fue quien se comunicó con Shenon para que contara la historia.
Más
allá del cúmulo de nombres, cargos, instituciones, números y fechas, el libro
detalla los trabajos de la Comisión Warren –como se le conoció–, incluidos un
sinnúmero de prejuicios, torpezas, antipatías, envidias, miedos, ambiciones
políticas e intereses personales; es decir, un conjunto de mezquindades humanas
muy ajeno a una gran conspiración, que al final desembocó en una investigación
fallida.
Conjeturas
y apresuramientos
Earl
Warren, quien reverenciaba a los Kennedy, hizo todo por no importunarlos y
salvaguardar su imagen, al grado de diferir el testimonio de Jacqueline, la
viuda de John, testigo de primera mano, o reclamar evidencias clave –como la
ropa, fotografías y resultados de la autopsia– que se habían entregado a
Robert, el hermano del mandatario asesinado y fiscal general.
El
reporte original de la autopsia de John, debe mencionarse, fue realizado a toda
prisa por James Humes, un patólogo sin experiencia forense del hospital naval
de Bethesda en Texas. Al final el documento fue quemado porque tenía manchas de
sangre del presidente y el médico no quería que “cayera en manos de cazadores
de trofeos”.
En
cuanto a Warren, presionado por Johnson y obsesionado por terminar la
investigación antes de que se iniciara el proceso electoral de 1964 –para “no
enturbiarlo”–, dio además por buena la línea de investigación que señalaba a
Oswald como “tirador solitario” y se negó a abundar sobre otras pistas.
Por
otra parte, las relaciones entre J. Edgar Hoover, el director del FBI, y Warren
eran muy malas. El primero, un furioso persecutor de “izquierdistas”, detestaba
al segundo por haber impulsado la ley de derechos civiles; consideraba
“subversivos” a sus promotores. Pero no sólo por eso, también le ocultó
evidencias sobre Oswald, incluyendo una nota manuscrita en que éste se quejaba
de la vigilancia sobre su mujer, Marina, de origen ruso.
Hoover
temía, al parecer, que si se sabía que él tenía información sobre Oswald y
sabía de su presencia en Dallas, se le acusara de no haber tomado las
providencias necesarias ni haber alertado al Servicio Secreto. Éste, por su
parte, trató de ocultar que varios de sus agentes encargados de proteger a
Kennedy durante su recorrido por la ciudad texana estuvieron bebiendo la
víspera del asesinato.
La
policía de Dallas tampoco hizo su tarea. Pese al alboroto, no pudo descubrir
que en abril de 1963 Oswald disparó contra Edwin Walker, un militar de extrema
derecha retirado.
J.
D. Tippit, el único agente que intentó detenerlo, cayó abatido por el asesino;
éste, a su vez, fue baleado en el cuartel policiaco por Jack Ruby. Nadie lo
impidió, pese a que se cometió frente a las cámaras de televisión.
Por
lo que atañe a la CIA, se abstuvo de informar a la comisión lo que sabía.
Concretamente, se negó a entregar el material recabado durante la visita de
Oswald a México. Temía que se descubrieran sus ilegales filmaciones y métodos
de escucha.
Con
todo, sólo había imágenes borrosas que no garantizaban que fuera él la persona
que se observaba en las inmediaciones de las legaciones de Cuba y la Unión
Soviética, así como supuestos testimonios de que había hecho contacto con
estudiantes “filocomunistas” en la UNAM. De lo que habló con unos y otros no
había registro, se desconocía lo que hacía por las noches y además se
desapareció “por más de un día”.
Frente
al “paranoico ambiente” anticomunista prevaleciente en Estados Unidos, en
realidad la única línea de una conspiración contra Kennedy que se consideró fue
externa. Provenía de Moscú y de La Habana.
En
el libro no se menciona que la Comisión Warren haya seguido las pistas internas
que se abrieron desde el principio. Lo que sí se dice es que a pesar de que
Robert Kennedy respaldaba públicamente las pesquisas de los comisionados,
inició por su cuenta una investigación sobre los enemigos internos de su
hermano y de él mismo.
En
consecuencia, si Oswald no actuó solo, únicamente pudo hacerlo con apoyo de
soviéticos y cubanos, con quienes presumiblemente tuvo contacto. De hecho,
intentó desertar de la Unión Soviética y regresó a Estados Unidos con su esposa
rusa. Además, militaba en grupos afines a Fidel Castro dentro de territorio
estadunidense; incluso intentó conseguir una visa para viajar a la isla.
La
versión del diplomático Thomas
Mann
En
esa época, recuerda Shenon, la Ciudad de México era un escenario de la Guerra
Fría y, por lo tanto, un centro de espionaje y contraespionaje. Los
representantes locales de la CIA y el FBI sí habían enviado a sus cuarteles
generales un informe sobre las actividades de Oswald en la capital mexicana. El
embajador de entonces, Thomas Mann, estaba convencido de que había una
conspiración.
Esos
informes, sin embargo, fueron desechados por Hoover, quien se decía seguro de
que el asesino había actuado solo; asimismo, las oficinas centrales de la CIA
en Virginia los calificaron como “inconsistentes”.
Como
sea, a petición de la agencia, la DFS mexicana detuvo a Silvia Tirado de Durán.
La joven, a la que los informes calificaban de “promiscua”. Estaba casada con
un reconocido izquierdista, pero además había tenido “relaciones íntimas” con
diplomáticos cubanos y con el propio Oswald.
Interrogada
–ella dijo que la torturaron–, Durán nunca aceptó haber tenido ninguna relación
con Oswald fuera de las oficinas consulares de Cuba. Es más, aseguró que él se
puso furioso cuando se le negó la visa.
La
historia de Durán fue reforzada dos años después por la escritora Elena Garro,
primera esposa de Octavio Paz, quien además de ser su pariente política y
“furiosa anticomunista”, le contó al nuevo embajador estadunidense, Charles
William Thomas, que ella había visto llegar a Durán con Oswald y dos
funcionarios cubanos a una “fiesta de twist” a la que ella asistió (Proceso
803).
Según
Garro, presuntamente se habló de “matar a alguien”; Kennedy, supuso ella. La
CIA consideró que estaba “chiflada”, y Thomas cayó posteriormente en desgracia
en el Departamento de Estado y acabó suicidándose.
Coleman
y Slawson, los dos abogados de la comisión que visitaron la Ciudad de Méxco no
pudieron entrevistarse con Durán; tampoco lograron que ella viajara a Estados
Unidos para interrogarla, una opción que barajó.
Para
Warren, Durán eran “un testigo inaceptable” por su “autodeclarado comunismo y
su apoyo al régimen de Castro”. Algo similar ocurrió antes, cuando Slawson
quiso solicitar al gobierno cubano toda la documentación sobre Oswald. Con los
enemigos no se trabaja.
No
obstante, Slawson y Coleman desobedecieron a Warren. El primero solicitó los
papeles y los obtuvo; y el segundo –el único abogado negro de la Comisión
Warren– fue todavía más lejos. Conocía a Castro desde hacía dos decenios,
cuando ambos frecuentaban los ambientes jazzistas de Harlem.
Y
si bien nunca fueron amigos, Coleman estaba seguro de que el dirigente cubano
lo recordaría. Y así fue. Aceptó reunirse con él en un yate, en aguas
territoriales cubanas. El encuentro duró tres horas y, como era de esperarse,
Fidel negó cualquier vinculación con el asesinato de Kennedy; incluso dijo que
seguía teniendo buena opinión de él, a pesar de la invasión de Bahía de
Cochinos y la crisis de los misiles soviéticos.
Pero
la relación entre Castro y los Kennedy no era tan tersa. Detrás del aval
público de Robert a la conclusión del asesino solitario había secretos. Después
de la debacle de Bahía de Cochinos, su hermano John lo había puesto a cargo de
una misión clandestina, bautizada por la CIA como “Operación Mangosta”, que
tenía como objetivo eliminar a Fidel. Era posible que, tras varios intentos
fallidos, el cubano habría intentado vengarse.
Pero
ni el fiscal general ni la CIA podían acusarlo, porque se evidenciaría que el
gobierno de Estados Unidos había intentado matar a un mandatario extranjero.
Peor aún, con este fin la agencia había reclutado a los mismos mafiosos que
Robert Kennedy llevaba persiguiendo durante años.
En
consecuencia, se optó por guardar silencio. Johnson, quien ya había abierto
otro frente de guerra en Vietnam, se enteró de los planes contra Castro hasta
1967 y no quiso reabrir la investigación. Quien si lo hizo, en 1977, fue Thomas
Mann, exembajador en México. Pidió al Comité Especial de la Cámara para
Asesinatos que lo entrevistara porque, arguyó, tenía “mucho más información que
dar”.
Mann
corroboró que las investigaciones en la capital mexicana se detuvieron porque,
dijo, pusieron a la luz las acciones encubiertas que el gobierno estadunidense
realizaba desde ahí. Algunos documentos desclasificados desde hace tiempo
avalan la versión del diplomático. Por eso Shenon opina que el de Kennedy es
“un caso abierto”. Más, sostiene que la clave de su asesinato está en la Ciudad
de México.
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