CARTAS
DE CUÉVANO »:
Intentar
lo imposible/JORGE
F. HERNÁNDEZ, escritor.
EL País, 29 ENE 2014
Duele
escribir estos párrafos. José Emilio Pacheco fue un poeta que a muchos lectores
nos ayudó a comprender el difícil logaritmo de que la poseía está en todas
partes y de que la posibilidad del verso reposa en las palabras vistas y
palpadas en el instante que nos rodea, a veces sin aviso, incluso a veces prosa
contenida en el sortilegio de un pétalo marchito o en el nombre y condición del
jabón con el que nos lavamos las manos. Fue también un orfebre de la edición,
cuidadoso no sólo de todos los duendes de la errata sino también de la
necesidad a menudo desdeñada en la lectura de los pies de página, las notas
marginales, los estudios introductorios y los prólogos con los que nos abría
los ojos a las ventanas de un conocimiento enciclopédico y sin embargo, alejado
de toda pedantería él contagiaba saberes, regalaba lecturas y recomendaba
senderos. Fue además, traductor de poetas intemporales y guionista de
argumentos que no necesariamente llegaron a las pantallas… y por encima de
todo, fue un amigo entrañable, un hombre bueno cuya generosidad se desparramaba
en los manteles de sobremesa que olían a tinta, a la salsa incandescente de los
libros hablados que dejaban de ser mera conversación para parecer lecturas
compartidas.
Intento
el imposible de reunir en estos párrafos la inmensa deuda de gratitud que le
guardaré ya para siempre por ser un narrador infinito: desde la puerta de
entrada de quienes lo descubrimos como cuentista, bajo el dintel siempre
presente de su alma poeta, hasta el amplio reino de su oficio de novelista. Me
concentro en los cuentos porque quizá otros entendidos marquen mejor el vacío
que nos deja como poeta y es allí donde intento el imposible de agradecer un
contagio instantáneo. Uno lee los relatos de Pacheco y siente el atrevido
principio de un placer que parece universal: el lector se siente imantado,
alentado a ser él mismo narrador de historias que podrían alinearse al lado de
los magistrales cuentos con los que Pacheco medía cada palabra como anzuelo en
abono de un trinomio móvil donde el planteamiento de los personajes y su
circunstancia se entremezclaba con eso que llaman la trama o el nudo para
llegar como relámpago al desenlace. Tríptico móvil porque Pacheco era capaz de
insinuar el final desde el principio, el placer que desemboca en un dolor, la
sorpresa de un final que no se altera a pesar de que el lector va metido en el
engaño de los diálogos: un barco que navega en el tiempo, suspendido en altamar
en una zona de penumbra o el desencanto de todo joven que pierde la inocencia el
mismo día en que descubre que los superhéroes de la lucha libre son tan
vulnerables como cualquier borracho y las novias son capaces de mancillar lo
que jurábamos que era amor eterno.
Hablo
del relato hipnótico donde el narrador somos todos nosotros lectores del
recuerdo incierto de un viejo compañero de escuela que en realidad se ha
convertido en el fantasma de nuestra memoria enferma o la enrevesada ironía de
un soldado que habiendo matado a cientos de civiles inocentes en una selva
lejana siente asco de rabia al presenciar como turista una corrida de toros en
una ciudad gris y semidestruida, en cuyas entrañas serpentea la víbora
prehispánica de color anaranjado que llamamos Metro, allí mismo en el subsuelo
donde siguen reinando los dioses prehispánicos. Hablo del inmenso bosque
Chapultepec que sigue siendo corazón de la ciudad de México, poblado de sombras
donde deambulan como robachicos los espectros de soldados de invasiones
pasadas, invasiones de todos los tiempos superpuestos que poblaban la imaginación
de José Emilio Pacheco cronista de tiempos simultáneos que conocía todas las
ciudades o mejor aún, todos los mapas de México uno encima del otro –sepia e
imagen satelital, googleEarth y códice prehispánico—mapas de los muchos Méxicos
que nutrían con saudade los paseos de su melancolía, el vuelo de la nostalgia
con los que el poeta cuajaba un verso o los párrafos del cuentista que evocaba
un ayer irrecuperable o las páginas de una novela intemporal,
transgeneracional, que narra la utopía de la infatuación del niño que se
enamora de la madre de un amigo sin cálculos de edades ni limitaciones al
heroico afán de adorarla como quien se llena los labios con las sílabas de un
solo nombre.
De
todos los géneros en los que ejerció con maestría su vida de escritor quiero
honrar particularmente el afán constante de Pacheco por inventariar la realidad
inmediata, la nómina casi semanal o diaria de la memoria puesta al día y de los
días que se convertían en memoria con sólo leerlo. Queda ahora la inmensa tarea
de reunir en no pocos volúmenes esas crónicas, reportajes y pequeños ensayos
que José Emilio escribió bajo el título de “Inventario”, firmados con sus
siglas JEP y enviados como cartas dirigidas expresamente al asombro de quien
los lea. Se volvió así faro y guía de varias generaciones que encontraban en
sus entregas no sólo la sabiduría del desencanto, las enseñanzas del desengaño
y las virtudes de su saber, sino también la prosa del buen humor, la chispa del
ingenio y en muchas, muchísimas ocasiones la correlación insólita de las
noticias de hoy mismo con referencias a lo ya documentado en los anales de la
historia. Uno se acostumbró a digerir las noticias más insólitas y pasarlas por
el rasero de la memoria precisamente gracias a que Pacheco era capaz de dilucidar
que eso que veíamos como la invención del agua tibia ya había sido descubierto
hace siglos por otros asombros iguales o parecidos a los que lo leíamos con
admiración: hace apenas unos días, buscando explicaciones o referencias
luminosas que ayudaran a comprender el enésimo sinsentido de un mexicano
condenado a muerte en una cárcel de Texas, busqué ya como costumbre asegurada
alguna referencia entre sus versos.
Al
prisionero Tamayo lo ejecutaron en Texas con una inyección letal y miles de
televidentes no encontrábamos luz para desenmarañar el horrible escenario donde
uno de los deudos afirma a todo color sentir alivio y hasta placer por haberse
cumplido una fórmula de diente por diente y ojo por ojo, al tiempo que otro de
los deudos del norteamericano asesinado hace décadas inicia sus palabras en
español y ofrece un pésame a la familia del preso Tamayo, mexicano ya
ejecutado, acusado del asesinato sin haber salido positivo en las pruebas que
supuestamente demuestran si alguien ha disparado un arma, reo de un penal donde
se le prohibió todo contacto con cualesquier seres humanos hasta la víspera de
su ejecución, dos décadas en confinamiento solitario, sin ventanas, mientras le
cambiaba lentamente el color de su piel… y encuentro un poema en prosa de
Pacheco que narra en pocas líneas el martirio de un preso que pinta en las
paredes de su celda un puente de seis arcos para intentar al menos con su
imaginación salir libre. Pero el puente pintado no conduce a la otra orilla y
entonces decide mejor pintar alas o túneles sobre el muro de esa celda, reja y
paredes inviolables… y necio en su afán por trazar alas, el reo descubre de
pronto que el lápiz se ha gastado y ya no tiene punta el deseo con el que
podría pintar su libertad.
Decía
yo al principio de estos párrafos intentar un imposible, quizá como escribiera
el propio Pacheco en una “Despedida” adelantada que es poema donde sus versos
murmuran equivocadamente “Fracasé. Fue mi culpa. Lo reconozco./Pero en manera
alguna pido perdón o indulgencia:/ Eso me pasa por intentar lo imposible”. Se
equivocaba el poeta y perdón que lo diga en estas líneas, pues cada verso que
soñó entre las estrellas, cada libro que contagió en su lectura, cada
comentario de orientación, cada cuento perfecto y cada página de sus novelas y
ensayos llegaron al puerto que parecía imposible, el de los miles de lectores
que lloran con gratitud el intenso latido de su ausencia. Aquí también, intento
lo imposible: Gracias, querido José Emilio.
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