La
eterna mortalidad de Cortázar/ARIEL
DORFMAN
Revista Proceso # 1945, 8 de febrero de 2014
Mucho
antes de que me despidiera para siempre de Julio Cortázar me había dado cuenta,
para mi asombro y pesar, de que él no era inmortal.
Le
hablé por última vez desde Estados Unidos en enero de 1984, cuando pensé que
iba a poder visitarlo en París dentro de poco, reunión que no se concretó
porque tuve que cancelar ese viaje debido a que mi hijo mayor Rodrigo se rompió
una pierna. Pero alcancé a hablar con Julio en esa ocasión –sobre su estadía
reciente en Nicaragua, sobre la fatiga que lo acosaba, sobre cuánto echaba de
menos a su querida Carol. Y también sobre los preparativos que hacíamos con mi
mujer, Angélica, para retornar al peligroso Chile de Pinochet. Me pidió que
tuviéramos cuidado, como si la muerte nos rondara a nosotros y no a él. Unas
semanas más tarde, su fallecimiento impidió que nos diéramos el abrazo que nos
habíamos prometido.
La
verdadera despedida, sin embargo, el momento en que tuve la revelación de que
no lo tendríamos siempre con nosotros en esta tierra, ocurrió varios años antes
de esa conversación telefónica final, en una tarde asoleada de agosto de 1980,
en medio del agua del Pacífico, varios kilómetros mar adentro de la bahía
mexicana de Zihuatanejo.
Cortázar
había arrendado una casa en aquella playa para veranear con Carol y el hijo de
ella, Stéphane. Por nuestra parte, con mi familia habíamos tomado unas
habitaciones en un hotel cercano, puesto que mis padres se nos habían unido
para esas vacaciones. Mi mamá, que me había obsequiado Bestiario cuando yo
rayaba los 17 años, insistiendo en que era un libro enigmático y señero que yo
gozaría en forma particular (¡y vaya si tenía razón!), estaba emocionada de
conocer por fin a uno de los autores que más admiraba. Recuerdo que, con la
candidez que siempre la caracterizaba, le confesó a Julio en un almuerzo, al
que él nos convidó (y donde cocinó un pescado exquisito), que ella se sentía
incómoda departiendo con él porque se estimaba un cronopio insuficiente.
–Ocurre
–le dijo a Cortázar, medio abochornada– que yo enrollo la pasta dentífrica de
abajo hacia arriba, en forma muy burguesa y demasiado racional y occidental.
Julio,
con esa ternura inmensa y un sentido del humor parecido al de mi madre, le
aseguró que sólo un cronopio hecho y derecho podría plantearse semejante
dilema. Y que, por lo tanto, con toda solemnidad le daba la bienvenida al club
de los cronopios.
Durante
esos días hablé mucho con Cortázar –sobre cómo las dictaduras de America Latina
habían influido en nuestra literatura (acabábamos de ser jurados en un concurso
sobre militarismo en el continente, junto a Gabo, Julio Scherer y Pablo
González Casanova, entre otros), pero también sobre temas menos contingentes,
como la obra de Roberto Arlt, cuyas obras completas Cortázar estaba releyendo
por primera vez en décadas para escribir el prólogo a una nueva edición.
De
lo que no hablamos, estoy seguro, fue de la vejez o de la muerte, las que, no
obstante, iban a manifestarse inesperadamente durante una excursión en bote que
Julio había organizado para que él y Stéphane salieran a pescar, invitándome a
mí y a Rodrigo para que nos acopláramos a la aventura.
Fue
una jornada de sol espléndido, donde los jóvenes aprendieron diversas
estrategias para extraer peces de las olas y los dos adultos dedicamos las
horas a sumergirnos en Conrad y Stevenson, Hemingway y Jack London y Rudyard
Kipling, comentando cómo el mar era tan frecuentemente en la literatura de
habla inglesa un escenario predilecto para pasar de la mocedad a la madurez,
cosa que rara vez sucedía en España o América Latina.
Antes
de almorzar a bordo, cuando el sol pegaba con más encarnizamiento, los cuatro
navegantes nos pusimos a nadar en torno al barco. Después de un rato, Julio
anunció que estaba cansado. Cuando volvimos a la nave, Rodrigo y Stéphane,
dando alaridos de alegría, se encaramaron con la agilidad de unos monos,
conducta que no imitamos ni Cortázar ni yo.
Por
el contrario, Julio se tomó de la escalinata con ambas manos, sus largos brazos
aferrados a la parte superior, sus pies todavía bajo la superficie del agua. Se
quedó en esa posición un buen tiempo, cosa de un minuto, quizás dos. Yo atendía
pacientemente a su lado, haciendo la bicicleta con mis piernas para que las
olas no me llevaran, esperando que la escalinata estuviera libre.
De
pronto, Julio se dio media vuelta hacia mí y me dijo, casi molesto, casi
bruscamente: –Ayudáme, Ariel.
Por
un instante, no entendí. No entendí lo que me estaba pidiendo. No entendí que
alguien como él, como el gran Julio Cortázar, pudiera necesitar asistencia de
tipo alguno para subirse a ese barco u otro barco o cualquier embarcación ahora
o mañana o nunca.
Conspiraban
en contra de mi entendimiento varios factores. Por una parte, el extraordinario
aspecto juvenil de Cortázar –ese aire de eterno adolescente– disfrazaba los
años reales que su cuerpo había atravesado. Parecía un hombre de 38 años (mi
edad entonces) y no alguien que estaba por cumplir los 66. Pero quizás más
importante era la veneración que le tenía, el pedestal en que lo había
colocado, pese a una hermandad y compañerismo que había crecido
maravillosamente desde que nos habíamos conocido en 1970, cuando voló a Chile a
celebrar la victoria de Salvador Allende. Cortázar no era un ser humano de
carne y hueso. Era un dios. Y los dioses, nuestros ídolos, no necesitan ayuda.
Los dioses no envejecen ni tienen debilidades ni son incapaces de vencer una
estúpida escalinata de metal en el mar.
Pero
claro que era de carne y claro que era de hueso mi querido, nuestro querido
Julio.
Lo
supe apenas me puse a responder a su súplica, apenas empecé a ayudarlo a montar
hacia el barco bamboleante. Lo hice de la única manera posible, afirmando una
mano, como sostén y apoyo, en una de sus nalgas.
En
ese brevísimo, muscular momento, tanteando en forma incómoda y torpe la dureza
huesuda de la parte inferior de su pelvis con la palma de mi mano mientras él
subía, se me reveló plenamente la mortalidad irrefutable de Julio Cortázar.
Ese
cuerpo, del que habían salido Rayuela y esos cuentos perfectos y alucinantes,
podía morir.
Era
inconcebible, pero despiadadamente cierto: Cortázar, a diferencia de su obra, a
diferencia de Oliveira y La Maga y el axólotl y la isla al mediodía, no era inmune
al paso terrible del tiempo.
No
hicimos mención al incidente ni una vez, ni él ni yo, como si reconocer su
debilidad y mi incapacidad para comprenderla, fuese algo extrañamente
vergonzoso, un secreto que preferíamos mantener oculto, inexpresable, olvidado.
Pero
no lo olvidé.
Ese
encuentro con la perecedera nalga de Cortázar anticipó el día, ese 12 de
febrero de 1984, cuando sonó el teléfono de nuestra casa en Bethesda, Maryland,
y Saúl Sosnowski me avisó que Julio había fallecido. El desgarro de esa noticia
todavía me ronda, todavía me duele, 30 años más tarde.
Si
no hay consuelo para la muerte de aquellos que hemos de veras amado, no hay
consuelo para la ausencia de alguien que me enseñó a vivir y a escribir y que
le brindó a mi Angélica una amistad franca y sensitiva; si nos entristece que
no esté entre nosotros un ser como él, que prodigó tanta felicidad a tantos
seres humanos, lo que sí existe y persiste es mi agradecimiento por haber
tenido el privilegio de compartir su vida entonces y ahora, y siempre, siempre,
su obra literaria.
Le
gustaba hacernos regalos.
Quiero
pensar que, al pedir ayuda, allí, en el mar turbulento de Zihuatanejo, me
estaba librando una última lección de tantas que me entregó. Se estaba
despidiendo de mí y del mundo, me estaba aprestando para el día en que no
contáramos con su presencia inmediata y urgente, el día en que nos quedáramos
sin su cerebro tan universal y ese corazón tan generoso y aquella nalga tan
dura y efímera e imprescindible; nos estaba preparando –y te lo agradezco,
Julio– para este momento en que todo es recuerdo, todo es inmortal.
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