Nostalgia
de los Reyes/Carme Riera, escritora.
La
Vanguardia | 4 de enero d 2015..
Ahora
que tan de moda están las encuestas sobre intención de voto, preocupaciones de
los ciudadanos, subidas y bajadas de la popularidad de los líderes, me gustaría
saber si sería posible averiguar por esa vía cuáles son las nostalgias
principales de la población adulta de nuestro país. La encuesta iría dirigida,
en especial, a la que, a veces con eufemismo, un tanto ridículo como la
mayoría, llamamos tercera edad, otras, de un modo mucho más directo, viejos o,
de manera más ambigua y eso sí políticamente correcta, personas mayores.
Tal
vez usted, lector, piense que, por obvia, tal encuesta resultaría una pérdida
de tiempo porque todos nosotros –me incluyo por supuesto entre los viejos
aunque no esté jubilada– sentimos nostalgia de la juventud y añoramos el divino
tesoro que ya agotamos mientras cumplíamos años. Si existiera un partido
político, un Podemos que entre sus promesas electorales incluyera para todos
los votantes de más de cuarenta años eficaces y garantizadas rebajas de edad, a
mi juicio mucho más apetecibles que las rebajas de impuestos, ganaría con
mayoría absoluta.
No
me refiero a la curiosidad por saber sobre la nostalgia generalizada que
sentimos por la época en que nos parecía que íbamos a llevarnos la vida por
delante y que todos nuestros impetuosos deseos juveniles se verían cumplidos
con creces, sino a pequeñas nostalgias concretas, como las de la esperanza en
forma de juguete que en días como hoy, a pocas horas de que pasaran los Reyes
por nuestras casas, teníamos todos.
Por
eso creo que uno de los datos que sobre las nostalgias generacionales de los
niños de los años cuarenta y cincuenta nos ofrecería la encuesta inútil –aunque
no tanto como la que en Estados Unidos ha investigado y computado de manera
minuciosa el tiempo que en distintas zonas del país tardan los ciudadanos en
preparar los huevos con tocino para el desayuno–, tendría que ver con los Reyes
Magos de Oriente.
Por
lo menos eso es lo que yo más añoro de mi infancia, igual que el bendito
insomnio de aquella noche en que no conseguía conciliar el sueño ni un segundo
siquiera pendiente de los ruidos de la calle, de los presentidos pasos de Sus
Majestades subiendo hasta el balcón por una escalera mágica para dejar sus
regalos junto a los zapatos.
No
sé si para los niños de hoy, esos que tienen de todo –sin olvidar a esos otros
que incluso cerca de nosotros no tienen de nada– los Reyes representan lo mismo
que para quienes, más ricos o más pobres, vivimos tiempos de escaseces y
penitencia. Para acceder a los juguetes y no muchos, por supuesto, teníamos que
habernos portado bien, escribir una carta y enviarla a un país innominado de
lejano Oriente. En muchas ciudades y pueblos carecíamos del exótico paje que
hoy, como elemento propagandístico del cotarro consumista, suelen contratar los
grandes almacenes, para que los niños les entreguen en mano sus peticiones.
Imagino
que a estas alturas, más que escribir una carta, cuyo hábito se ha perdido, los
pequeños apuntarán una lista de la compra juguetera, aunque tal vez ahora se
estile más enviar un correo electrónico no sé si a Sus Majestades de Oriente o
directamente al departamento de reservas de una tienda de juguetes donde los
papás puedan acceder con tarjeta de crédito, a sabiendas incluso de sus hijos.
Hay
familias que consideran que no es bueno engañar a los niños con las memeces de
los Reyes Magos, cuyo tufo religioso, monárquico y mágico puede ser perjudicial
para su formación. Tal vez olvidan lo que supone la infancia dominada aún, mal
que les pese, por poderes mágicos. Los Reyes que traen juguetes son primos
hermanos de las hadas, y estas de Mickey Mouse y sus derivados actuales. Todos
juntos pertenecen al reino de la ilusión en el que los niños habitan.
Ahorrándoles ese engaño inofensivo, no podrán librarles de los que la vida les
va a proporcionar, algunos, por desgracia, mucho más morrocotudos que la
creencia en los Reyes Magos. Hay también quien considera que unir recompensa o
castigo con regalo no es adecuado, porque a los niños se les debe educar en absoluta
libertad, como si eso no fuera una utopía de tomo y lomo, imposible de llevar a
la práctica. Los Reyes Magos del siglo pasado solían ser justos con los que
había que premiar e injustos, por condescendientes, con los que se habían
portado mal, porque ningún niño por desobediente o travieso se quedaba sin
juguete, a veces aderezado con un poco de carbón… La amenaza familiar del no te
traerán nada si no prometes portarte mejor funcionaba, vaya que sí.
Creer
en los Reyes implicaba suponer que los misterios y los milagros –Sus Majestades
llegaban a todas partes, al mismo tiempo en la misma noche– eran posibles. El
mundo parecía justo si todos los niños, aunque fueran pobres, tenían juguetes
por lo menos una vez al año. La primera gran desilusión de mi vida fue dejar de
creer en los Reyes, pero todavía bendigo una y mil veces lo que supuso la
maravilla de haber podido imaginar que Melchor, Gaspar y Baltasar existían. Y
quizá existan si, como los niños de entonces, somos capaces de creer en ellos
de verdad.
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