Les ruego no caer en la paralización de dar viejas respuestas a las nuevas demandas. Vuestro pasado es un pozo de riquezas donde excavar, que puede inspirar el presente e iluminar el futuro. ¡Ay de ustedes si se duermen en los laureles!
Discurso del Papa Francisco en el encuentro con los Obispos de México
Francisco dirigió
un extenso discurso a los obispos de México en la Catedral Metropolitana de
Ciudad de México. A continuación el texto completo de sus palabras:
Estoy
contento de poder encontrarlos al día siguiente de mi llegada a este amado País
al cual, siguiendo los pasos de mis Predecesores, también yo he venido a
visitar.
No
podía dejar de venir ¿Podría el Sucesor de Pedro, llamado del lejano sur
latinoamericano, privarse de poder posar la propia mirada sobre la «Virgen
Morenita»?
Les
agradezco que me reciban en esta Catedral, «casita» prolongada pero siempre
«sagrada», que pidió la Virgen de Guadalupe, y por las amables palabras de
acogida que me han dirigido.
Porque
sé que aquí se halla el corazón secreto de cada mexicano, entro con pasos
suaves como corresponde entrar en la casa y en el alma de este pueblo y estoy
profundamente agradecido por abrirme la puerta. Sé que mirando los ojos de la
Virgen alcanzo la mirada de vuestra gente que, en Ella, ha aprendido a
manifestarse. Sé que ninguna otra voz puede hablar así tan profundamente del
corazón mexicano como me puede hablar la Virgen; Ella custodia sus más altos
deseos y sus más recónditas esperanzas; Ella recoge sus alegrías y sus
lágrimas; Ella comprende sus numerosos idiomas y les responde con ternura de
Madre porque son sus propios hijos.
Estoy
contento de estar con ustedes aquí, en las cercanías del «Cerro del Tepeyac»,
como en los albores de la evangelización de este Continente y, por favor, les
pido que me consientan que todo cuanto les diga pueda hacerlo partiendo desde
la Guadalupana. Cuánto quisiera que fuese Ella misma quien les lleve, hasta lo
profundo de sus almas de Pastores y, por medio de ustedes, a cada una de sus
Iglesias particulares presentes en este vasto México, todo lo que fluye
intensamente del corazón del Papa.
Como
hizo San Juan Diego, y lo hicieron las sucesivas generaciones de los hijos de
la Guadalupana, también el Papa cultivaba desde hace tiempo el deseo de
mirarla. Más aún, quería yo mismo ser
alcanzado por su mirada materna. He reflexionado mucho sobre el misterio de
esta mirada y les ruego acojan cuanto brota de mi corazón de Pastor en este
momento.
Una
mirada de ternura
Ante
todo, la «Virgen Morenita» nos enseña que la única fuerza capaz de conquistar
el corazón de los hombres es la ternura de Dios. Aquello que encanta y atrae,
aquello que doblega y vence, aquello que abre y desencadena no es la fuerza de
los instrumentos o la dureza de la ley, sino la debilidad omnipotente del amor
divino, que es la fuerza irresistible de su dulzura y la promesa irreversible
de su misericordia.
Un
inquieto y notable literato de esta tierra dijo que en Guadalupe ya no se pide
la abundancia de las cosechas o la fertilidad de la tierra, sino que se busca
un regazo en el cual los hombres, siempre huérfanos y desheredados, están en la
búsqueda de un resguardo, de un hogar.
Transcurridos
siglos del evento fundante de este País y de la evangelización del Continente,
¿acaso se ha diluido, se ha olvidado, la necesidad de regazo que anhela el
corazón del pueblo que se les ha confiado a ustedes?
Conozco
la larga y dolorosa historia que han atravesado, no sin derramar tanta sangre,
no sin impetuosas y desgarradoras convulsiones, no sin violencia e
incomprensiones. Con razón mi venerado y santo Predecesor, dijo, que en México
estaba como en su casa y ha querido recordar que: «Como ríos a veces ocultos y
siempre caudalosos, tres realidades que unas veces se encuentran y otras
revelan sus diferencias complementarias, sin jamás confundirse del todo: la
antigua y rica sensibilidad de los pueblos indígenas que amaron Juan de
Zumárraga y Vasco de Quiroga, a quienes muchos de estos pueblos siguen llamando
padres; el cristianismo arraigado en el alma de los mexicanos; y la moderna
racionalidad de corte europeo que tanto ha querido enaltecer la independencia y
la libertad» (JUAN PABLO II, Discurso en la ceremonia de bienvenida en México,
22 enero 1999).
Y
en esta historia, el regazo materno que continuamente ha generado a México,
aunque a veces pareciera una «red que recogía ciento cincuenta y tres peces»
(Jn 21,11), no se demostró jamás infecundo, y las amenazantes fracturas se
recompusieron siempre.
Por
eso, les invito a partir nuevamente de esta necesidad de regazo que proclama el
alma de vuestro pueblo. El regazo de la fe cristiana es capaz de reconciliar el
pasado, frecuentemente marcado por la soledad, el aislamiento y la marginación,
con el futuro continuamente relegado a un mañana que se escabulle. Sólo en
aquel regazo se puede, sin renunciar a la propia identidad, «descubrir la
profunda verdad de la nueva humanidad, en la cual todos están llamados a ser
hijos de Dios» (ID., Homilía en la Canonización de San Juan Diego).
Reclínense
pues, con delicadeza y respeto, sobre el alma profunda de su gente, desciendan
con atención y descifren su misterioso rostro. El presente, frecuentemente
disuelto en dispersión y fiesta, ¿acaso no es también propedéutico a Dios que
es sólo y pleno presente? ¿La familiaridad con el dolor y la muerte no son
formas de coraje y caminos hacia la esperanza? La percepción de que el mundo
sea siempre y solamente para redimir, ¿no es el antídoto a la autosuficiencia
prepotente de cuantos creen poder prescindir de Dios?
Naturalmente,
por todo esto se necesita una mirada capaz de reflejar la ternura de Dios. Sean
por lo tanto obispos de mirada limpia, de alma transparente, de rostro
luminoso. No le tengan miedo a la transparencia. La Iglesia no necesita de la
oscuridad para trabajar. Vigilen para que sus miradas no se cubran de las
penumbras de la niebla de la mundanidad; no se dejen corromper por el
materialismo trivial ni por las ilusiones seductoras de los acuerdos debajo de
la mesa; no pongan su confianza en los «carros y caballos» de los faraones
actuales, porque nuestra fuerza es la «columna de fuego» que rompe dividiendo
en dos las marejadas del mar, sin hacer grande rumor (cf. Ex 14,24-25).
El
mundo en el cual el Señor nos llama a desarrollar nuestra misión se ha vuelto
muy complejo. Y aunque la prepotente idea del «cogito», que no negaba que
hubiese al menos una roca sobre la arena del ser, hoy está dominada por una
concepción de la vida, considerada por muchos, más que nunca, vacilante,
errabunda y anómica, porque carece de sustrato sólido. Las fronteras, tan
intensamente invocadas y sostenidas, se han vuelto permeables a la novedad de
un mundo en el cual la fuerza de algunos ya no puede sobrevivir sin la
vulnerabilidad de otros. La irreversible hibridación de la tecnología hace
cercano lo que está lejano pero, lamentablemente, hace distante lo que debería
estar cerca.
Y,
precisamente en este mundo, así, Dios les pide tener una mirada capaz de
interceptar la pregunta que grita en el corazón de vuestra gente, la única que
posee en el propio calendario una «fiesta del grito». A ese grito es necesario
responder que Dios existe y está cerca a través de Jesús. Que sólo Dios es la
realidad sobre la cual se puede construir, porque «Dios es la realidad fundante,
no un Dios sólo pensado o hipotético, sino el Dios de rostro humano» (BENEDICTO
XVI, Discurso inaugural de la V Conferencia General del CELAM, 13 mayo 2007).
En
las miradas de ustedes, el Pueblo mexicano tiene el derecho de encontrar las
huellas de quienes «han visto al Señor» (cf. Jn 20,25), de quienes han estado
con Dios. Esto es lo esencial. No pierdan, entonces, tiempo y energías en las
cosas secundarias, en las habladurías e intrigas, en los vanos proyectos de
carrera, en los vacíos planes de hegemonía, en los infecundos clubs de
intereses o de consorterías. No se dejen arrastrar por las murmuraciones y las
maledicencias. Introduzcan a sus sacerdotes en esta comprensión del sagrado
ministerio. A nosotros, ministros de Dios, basta la gracia de «beber el cáliz
del Señor», el don de custodiar la parte de su heredad que se nos ha confiado,
aunque seamos inexpertos administradores. Dejemos al Padre asignarnos el puesto
que nos tiene preparado (cf. Mt 20,20-28).
¿Acaso
podemos estar de verdad ocupados en otras cosas si no es en las del Padre?
Fuera de las «cosas del Padre» (Lc 2,48-49) perdemos nuestra identidad y,
culpablemente, hacemos vana su gracia.
Si
nuestra mirada no testimonia haber visto a Jesús, entonces las palabras que
recordamos de Él resultan solamente figuras retóricas vacías. Quizás expresen
la nostalgia de aquellos que no pueden olvidar al Señor, pero de todos modos
son sólo el balbucear de huérfanos junto al sepulcro. Palabras finalmente incapaces de impedir que el mundo quede
abandonado y reducido a la propia
potencia desesperada.
Pienso
en la necesidad de ofrecer un regazo materno a los jóvenes. Que vuestras
miradas sean capaces de cruzarse con las miradas de ellos, de amarlos y de
captar lo que ellos buscan, con aquella fuerza con la que muchos como ellos han
dejado barcas y redes sobre la otra orilla del mar (cf. Mc 1,17-18), han
abandonado bancos de extorsiones con tal de seguir al Señor de la verdadera
riqueza (cf. Mt 9,9).
Me
preocupan particularmente tantos que, seducidos por la potencia vacía del
mundo, exaltan las quimeras y se revisten de sus macabros símbolos para
comercializar la muerte en cambio de monedas que, al final, «la polilla y el
óxido echan a perder, y por lo que los ladrones perforan muros y roban» (Mt
6,20). Les ruego por favor no minusvalorar el desafío ético y anticívico que el
narcotráfico representa para la juventud y para la entera sociedad mexicana,
comprendida la Iglesia.
La
proporción del fenómeno, la complejidad de sus causas, la inmensidad de su extensión,
como metástasis que devora, la gravedad de la violencia que disgrega y sus
trastornadas conexiones, no nos consienten a nosotros, Pastores de la Iglesia,
refugiarnos en condenas genéricas, sino que exigen un coraje profético y un
serio y cualificado proyecto pastoral para contribuir, gradualmente, a
entretejer aquella delicada red humana, sin la cual todos seríamos desde el
inicio derrotados por tal insidiosa amenaza. Sólo comenzando por las
familias; acercándonos y abrazando la
periferia humana y existencial de los territorios desolados de nuestras
ciudades; involucrando a las comunidades parroquiales, las escuelas, las
instituciones comunitarias, las comunidades políticas, las estructuras de
seguridad; sólo así se podrá liberar totalmente de las aguas en las cuales
lamentablemente se ahogan tantas vidas, sea la vida de quien muere como
víctima, sea la de quien delante de Dios tendrá siempre las manos manchadas de
sangre, aunque tenga los bolsillos llenos de dinero sórdido y la conciencia
anestesiada.
Volviendo
la mirada a María de Guadalupe surge una mirada capaz de tejer
En
el manto del alma mexicana Dios ha tejido, con el hilo de las huellas mestizas
de su gente, el rostro de su manifestación en la «Morenita». Dios no necesita
de colores apagados para diseñar su rostro. Los diseños de Dios no están
condicionados por los colores y por los hilos, sino que están determinados por
la irreversibilidad de su amor que quiere persistentemente imprimirse en
nosotros.
Sean,
por tanto, obispos capaces de imitar esta libertad de Dios eligiendo cuanto es
humilde para hacer visible la majestad de su rostro y de copiar esta paciencia
divina en tejer, con el hilo fino de la humanidad que encuentren, aquel hombre
nuevo que su país espera. No se dejen llevar por la vana búsqueda de cambiar de
pueblo, como si el amor de Dios no tuviese bastante fuerza para cambiarlo.
Redescubran
pues la sabia y humilde constancia con que los Padres de la fe de esta Patria
han sabido introducir a las generaciones sucesivas en la semántica del misterio
divino. Primero aprendiendo y, luego, enseñando la gramática necesaria para
dialogar con aquel Dios, escondido en los siglos de su búsqueda y hecho cercano
en la persona de su Hijo Jesús, que hoy tantos reconocen en la imagen ensangrentada
y humillada, como figura del propio destino. Imiten su condescendencia y su
capacidad de reclinarse. No comprenderemos jamás bastante el hecho de que con
los hilos mestizos de nuestra gente Dios entretejió el rostro con el cual se da
a conocer. Nunca seremos suficientemente agradecidos a este inclinarse.
Una
mirada de singular delicadeza les pido para los pueblos indígenas, para ellos y
sus fascinantes y no pocas veces masacradas culturas. México tiene necesidad de
sus raíces amerindias para no quedarse en un enigma irresuelto. Los indígenas
de México aún esperan que se les reconozca efectivamente la riqueza de su
contribución y la fecundidad de su presencia, para heredar aquella identidad
que les convierte en una Nación única y no solamente una entre otras.
Se
ha hablado muchas veces del presunto destino incumplido de esta Nación, del
«laberinto de la soledad» en el cual estaría aprisionada, de la geografía como
destino que la entrampa. Para algunos, todo esto sería obstáculo para el diseño
de un rostro unitario, de una identidad adulta, de una posición singular en el
concierto de las naciones y de una misión compartida.
Para
otros, también la Iglesia en México estaría condenada a escoger entre sufrir la
inferioridad en la cual fue relegada en algunos períodos de su historia, como
cuando su voz fue silenciada y se buscó amputar su presencia, o aventurarse en
los fundamentalismos para volver a tener certezas provisorias, olvidándose de
tener anidada en su corazón la sed del Absoluto y ser llamada en Cristo a
reunir a todos y no sólo una parte (cf. Lumen gentium, 1, 1).
No
se cansen en cambio de recordarle a su Pueblo cuánto son potentes las raíces
antiguas, que han permitido la viva síntesis cristiana de comunión humana,
cultural y espiritual que se forjó aquí. Recuerden que las alas de su Pueblo ya
se han desplegado varias veces por
encima de no pocas vicisitudes. Custodien la memoria del largo camino
hasta ahora recorrido y sepan suscitar la esperanza de nuevas metas, porque el
mañana será una tierra «rica de frutos» aunque nos plantee desafíos no indiferentes
(cf. Nm 13,27-28).
Que
las miradas de ustedes, reposadas siempre y solamente en Cristo, sean capaces
de contribuir a la unidad de su Pueblo; de favorecer la reconciliación de sus
diferencias y la integración de sus
diversidades; de promover la solución de sus problemas endógenos; de recordar
la medida alta que México puede alcanzar si aprende a pertenecerse a sí mismo
antes que a otros; de ayudar a encontrar soluciones compartidas y sostenibles
para sus miserias; de motivar a la entera Nación a no contentarse con menos de
cuanto se espera del modo mexicano de habitar el mundo.
Una
mirada atenta y cercana, no adormecida
Les
ruego no caer en la paralización de dar viejas respuestas a las nuevas
demandas. Vuestro pasado es un pozo de riquezas donde excavar, que puede
inspirar el presente e iluminar el futuro. ¡Ay de ustedes si se duermen en los
laureles! Es necesario no desperdiciar la herencia recibida, custodiándola con
un trabajo constante. Están asentados sobre espaldas de gigantes: obispos,
sacerdotes, religiosos, religiosas y laicos, fieles «hasta el final», que han
ofrecido la vida para que la Iglesia pudiese cumplir la propia misión. Desde lo
alto de ese podio están llamados a lanzar una mirada amplia sobre el campo del
Señor para planificar la siembra y esperar la cosecha.
Los
invito a cansarse sin miedo en la tarea de evangelizar y de profundizar la fe
mediante una catequesis mistagógica que sepa atesorar la religiosidad popular
de su gente. Nuestro tiempo requiere atención pastoral a las personas y a los
grupos, que esperan poder salir al encuentro del Cristo vivo. Solamente una
valerosa conversión pastoral, y subrayo, conversión pastoral de nuestras
comunidades puede buscar, generar y nutrir a los actuales discípulos de Jesús
(cf. Documento de Aparecida, 226, 368, 370).
Por
tanto, es necesario para nosotros, pastores, superar la tentación de la
distancia -y dejo a cada uno de ustedes el catálogo de las distancias que
puedan existir en esta conferencia episcopal- del clericalismo, de la frialdad
y de la indiferencia, del comportamiento triunfal y de la autorreferencialidad.
Guadalupe nos enseña que Dios es familiar en su rostro, que la proximidad y la
condescendencia -agacharse, acercarse- pueden más que la fuerza, que cualquier
tipo de fuerza.
Como
enseña la bella tradición guadalupana, la «Morenita» custodia las miradas de
aquellos que la contemplan, refleja el rostro de aquellos que la encuentran. Es
necesario aprender que hay algo de irrepetible en cada uno de aquellos que nos
miran en la búsqueda de Dios. Toca a nosotros no volvernos impermeables a tales
miradas. Custodiar en nosotros a cada uno de ellos, conservarlos en el corazón,
resguardarlos.
Sólo
una Iglesia que sepa resguardar el rostro de los hombres que van a tocar a su
puerta es capaz de hablarles de Dios. Si no desciframos sus sufrimientos, si no
nos damos cuenta de sus necesidades, nada podremos ofrecerles. La riqueza que
tenemos fluye solamente cuando encontramos la poquedad de aquellos que mendigan
y, precisamente, este encuentro se realiza en nuestro corazón de Pastores.
El
primer rostro que les suplico custodien en su corazón es el de sus sacerdotes.
No los dejen expuestos a la soledad y al abandono, presa de la mundanidad que
devora el corazón. Estén atentos y aprendan a leer sus miradas para alegrarse
con ellos cuando sientan el gozo de contar cuanto «han hecho y enseñado» (Mc
6,30), y también para no echarse atrás cuando se sientan un poco rebajados y no
puedan hacer otra cosa que llorar porque «han negado al Señor» (cf. Lc
22,61-62), y también ¿por qué no? para sostener, en comunión con Cristo, cuando
alguno, abatido, saldrá con Judas «en la noche» (Jn 13,30).
En
estas situaciones, que nunca falte la paternidad de ustedes, Obispos, para con
sus sacerdotes. Animen la comunión entre ellos; hagan perfeccionar sus dones;
intégrenlos en las grandes causas, porque el corazón del apóstol no fue hecho
para cosas pequeñas.
La
necesidad de familiaridad habita en el corazón de Dios. Nuestra Señora de
Guadalupe pide, pues, únicamente una «casita sagrada». Nuestros pueblos
latinoamericanos entienden bien el lenguaje diminutivo (una casita sagrada) y
de muy buen grado lo usan. Quizá tienen necesidad del diminutivo porque de otra
forma se sentirían perdidos. Se adaptaron siempre a sentirse disminuidos y se
acostumbraron a vivir en la modestia.
La
Iglesia, cuando se congrega en una majestuosa Catedral, no podrá hacer menos
que comprenderse como una «casita» en la cual sus hijos pueden sentirse a su
propio gusto. Delante de Dios sólo se permanece si se es pequeño, si se es
huérfano, si se es mendicante. El Protagonista de la historia de salvación es
el mendigo.
«Casita»
familiar y al mismo tiempo «sagrada», porque la proximidad se llena de la
grandeza omnipotente. Somos guardianes de este misterio. Tal vez hemos perdido
este sentido de la humilde medida divina y nos cansamos de ofrecer a los
nuestros la «casita» en la cual se sienten íntimos con Dios. Puede darse
también que, habiendo descuidado un poco el sentido de su grandeza, se haya
perdido parte del temor reverente hacia un tal amor. Donde Dios habita, el
hombre no puede acceder sin ser admitido y entra solamente «quitándose las
sandalias» (cf. Ex 3, 5) para confesar la propia insuficiencia.
Este
habernos olvidado de este «quitarse las sandalias» para entrar, ¿no está
posiblemente en la raíz de la pérdida del sentido de la sacralidad de la vida
humana, de la persona, de los valores esenciales, de la sabiduría acumulada a
lo largo de los siglos, del respeto a la naturaleza? Sin rescatar, en la
conciencia de los hombres y de la sociedad, estas raíces profundas, incluso al
trabajo generoso en favor de los legítimos derechos humanos le faltará la savia
vital que puede provenir sólo de un manantial que la humanidad no podrá darse
jamás a sí misma.Y siempre mirando a la madre, para terminar.
Una
mirada de conjunto y de unidad
Sólo
mirando a la «Morenita», México se comprende por completo. Por tanto, les
invito a comprender que la misión que la Iglesia les confía, y siempre les
confió, requiere esta mirada que abarque la totalidad. Y esto no puede realizarse
aisladamente, sino sólo en comunión.
La
Guadalupana está ceñida de una cintura que anuncia su fecundidad. Es la Virgen
que lleva ya en el vientre el Hijo esperado por los hombres. Es la Madre que ya
gesta la humanidad del nuevo mundo naciente. Es la Esposa que prefigura la
maternidad fecunda de la Iglesia de Cristo. Ustedes tienen la misión de ceñir
toda la Nación mexicana con la fecundidad de Dios. Ningún pedazo de esta cinta
puede ser despreciado.
El
episcopado mexicano ha cumplido notables pasos en estos años conciliares; ha
aumentado sus miembros; se ha promovido una permanente formación, continua y
cualificada; el ambiente fraterno no faltó; el espíritu de colegialidad ha
crecido; las intervenciones pastorales han influido sobre sus Iglesias y sobre
la conciencia nacional; los trabajos pastorales compartidos han sido fructuosos
en los campos esenciales de la misión eclesial como la familia, las vocaciones
y la presencia social.
Mientras
nos alegramos por el camino de estos años, les pido que no se dejen desanimar
por las dificultades y de no ahorrar todo esfuerzo posible por promover, entre
ustedes y en sus diócesis, el celo misionero, sobre todo hacia las partes más
necesitadas del único cuerpo de la Iglesia mexicana. Redescubrir que la Iglesia
es misión es fundamental para su futuro, porque sólo el «entusiasmo, el estupor
convencido» de los evangelizadores tiene la fuerza de arrastre. Les ruego,
especialmente, cuidar la formación y la preparación de los laicos, superando
toda forma de clericalismo e involucrándolos activamente en la misión de la
Iglesia, sobre todo en el hacer presente, con el testimonio de la propia vida,
el evangelio de Cristo en el mundo.
A
este Pueblo mexicano, le ayudará mucho un testimonio unificador de la síntesis
cristiana y una visión compartida de la identidad y del destino de su gente. En
este sentido, sería muy importante que la Pontificia Universidad de México esté
cada vez más en el corazón de los esfuerzos eclesiales para asegurar aquella
mirada de universalidad sin la cual la razón, resignada a módulos parciales,
renuncia a su más alta aspiración de búsqueda de la verdad.
La
misión es vasta y llevarla adelante requiere múltiples caminos. Y, con más viva
insistencia, los exhorto a conservar la comunión y la unidad entre ustedes.
Esto es esencial hermanos, esto no está en el texto pero me sale ahora: si
tienen que pelearse, peléense, si tienen que decirse cosas, se las digan, pero
como hombres, en la cara y como hombres de Dios, que después van a rezar juntos, a discernir juntos y si se
pasaron de la raya, a pedirse perdón pero mantengan la unidad del cuerpo
episcopal.
Comunión
y unidad entre ustedes
La
comunión es la forma vital de la Iglesia y la unidad de sus Pastores da prueba
de su veracidad. México, y su vasta y multiforme Iglesia, tienen necesidad de
Obispos servidores y custodios de la unidad edificada sobre la Palabra del
Señor, alimentada con su Cuerpo y guiada por su Espíritu, que es el aliento
vital de la Iglesia.
No
se necesitan «príncipes», sino una comunidad de testigos del Señor. Cristo es
la única luz; es el manantial de agua viva; de su respiro sale el Espíritu, que
despliega las velas de la barca eclesial. En Cristo glorificado, que la gente
de este pueblo ama honrar como Rey, enciendan juntos la luz, cólmense de su
presencia que no se extingue; respiren a pleno pulmón el aire bueno de su
Espíritu. Toca a ustedes sembrar a Cristo sobre el territorio, tener encendida
su luz humilde que clarifica sin ofuscar, asegurar que en sus aguas se colme la
sed de su gente; extender las velas para que sea el soplo del Espíritu quien
las despliegue y no encalle en la barca de la Iglesia en México.
Recuerden
que la Esposa, la Esposa de cada uno de ustedes, la Esposa, la Madre Iglesia,
sabe bien que el Pastor amado (cf. Ct 1,7) será encontrado sólo donde los
pastos son herbosos y los riachuelos cristalinos. La Esposa desconfía de los
compañeros del Esposo que, alguna vez por desidia o incapacidad, conducen a la
grey por lugares áridos y llenos de peñascos. ¡Ay de nosotros pastores,
compañeros del Supremo Pastor, si dejamos vagar a su Esposa porque en la tienda
que nos hicimos el Esposo no se encuentra!
Permítanme
una última palabra para expresar el aprecio del Papa por todo cuanto están
haciendo para afrontar el desafío de nuestra época representada en las
migraciones. Son millones los hijos de la Iglesia que hoy viven en la diáspora
o en el tránsito, peregrinando hacia el norte en búsqueda de nuevas
oportunidades. Muchos de ellos dejan atrás las propias raíces para aventurarse,
aún en la clandestinidad que implica todo tipo de riesgos, en búsqueda de la
«luz verde» que juzgan como su esperanza. Tantas familias se dividen; y no
siempre la integración en la presunta «tierra prometida» es tan fácil como se
piensa.
Hermanos,
que sus corazones sean capaces de seguirlos y alcanzarlos más allá de las
fronteras. Refuercen la comunión con sus hermanos del episcopado
estadounidense, para que la presencia materna de la Iglesia mantenga viva las
raíces de su fe, las razones de sus esperanzas y la fuerza de su caridad. No
suceda que, colgando sus cítaras, se enmudezcan sus alegrías, olvidándose de
Jerusalén y convirtiéndose en «exilados de sí mismos» (Sal 136). Testimonien
juntos que la Iglesia es custodia de una visión unitaria del hombre y no puede
compartir que sea reducido a un mero «recurso» humano.
No
será vana la premura de sus diócesis en echar el poco bálsamo que tienen en los
pies heridos de quien atraviesa sus territorios y de gastar por ellos el dinero
duramente colectado; el Samaritano divino, al final, enriquecerá a quien no
pasó indiferente ante Él cuando estaba caído sobre el camino (cf. Lc 10,25-37).
Queridos
hermanos, el Papa está seguro de que México y su Iglesia llegarán a tiempo a la
cita consigo mismos, con la historia, con Dios. Tal vez alguna piedra en el
camino retrasa la marcha, y la fatiga del trayecto exigirá alguna parada, pero
no será jamás bastante para hacer perder la meta. Porque, ¿puede llegar tarde
quien tiene una Madre que lo espera? ¿Quien continuamente puede sentir resonar
en el propio corazón «no estoy aquí, Yo, que soy tu Madre»?
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