Homilía del papa Francisco de la Misa de la Basílica de Guadalupe
Reinvindicó a las victimas sin decir nombres dijjo..
“En aquel amanecer de diciembre de 1531 se producía el primer milagro (…) En ese amanecer Dios despertó y despierta la esperanza de los pequeños, de los sufrientes, de los desplazados y descartados, de todos aquellos que sienten que no tienen un lugar digno en estas tierras. En ese amanecer, Dios se acercó y se acerca al corazón sufriente pero resistente de tantas madres, padres, abuelos que han visto partir, perder o incluso arrebatarles criminalmente a sus hijos…“
Tarde del sábado, 13 de febrero de 2016
“En aquel amanecer de diciembre de 1531 se producía el primer milagro (…) En ese amanecer Dios despertó y despierta la esperanza de los pequeños, de los sufrientes, de los desplazados y descartados, de todos aquellos que sienten que no tienen un lugar digno en estas tierras. En ese amanecer, Dios se acercó y se acerca al corazón sufriente pero resistente de tantas madres, padres, abuelos que han visto partir, perder o incluso arrebatarles criminalmente a sus hijos…“
Tarde del sábado, 13 de febrero de 2016
A
continuación el texto completo de la homilía:
En
ese amanecer, Juancito experimenta en su propia vida lo que es la esperanza, lo
que es la misericordia de Dios. Él es elegido para supervisar, cuidar,
custodiar e impulsar la construcción de este Santuario. En repetidas ocasiones
le dijo a la Virgen que él no era la persona adecuada, al contrario, si quería
llevar adelante esa obra tenía que elegir a otros ya que él no era ilustrado,
letrado o perteneciente al grupo de los que podrían hacerlo. María, empecinada
—con el empecinamiento que nace del corazón misericordioso del Padre— le dice:
no, que él sería su embajador.
Así
logra despertar algo que él no sabía expresar, una verdadera bandera de amor y
de justicia: en la construcción de ese otro santuario, el de la vida, el de
nuestras comunidades, sociedades y culturas, nadie puede quedar afuera. Todos
somos necesarios, especialmente aquellos que normalmente no cuentan por no
estar a la «altura de las circunstancias» o por no «aportar el capital
necesario» para la construcción de las mismas. El Santuario de Dios es la vida
de sus hijos, de todos y en todas sus condiciones, especialmente de los jóvenes
sin futuro expuestos a un sinfín de situaciones dolorosas, riesgosas, y la de
los ancianos sin reconocimiento, olvidados en tantos rincones. El santuario de
Dios son nuestras familias que necesitan de los mínimos necesarios para poder
construirse y levantarse. El Santuario de Dios es el rostro de tantos que salen
a nuestros caminos.
Al
venir a este Santuario nos puede pasar lo mismo que le pasó a Juan Diego. Mirar
a la Madre desde nuestros dolores, miedos, desesperaciones, tristezas y decirle:
Madre, «¿Qué puedo aportar yo si no soy un letrado?». Miramos a la madre con
ojos que dicen: son tantas las situaciones que nos quitan la fuerza, que hacen
sentir que no hay espacio para la esperanza, para el cambio, para la
transformación.
Por
eso creo que hoy nos va a servir un poco de silencio. Mirarla a ella, mirarla
mucho y calmadamente, y decirle como hizo aquel otro hijo que la quería mucho:
«Mirarte
simplemente, Madre,
dejar
abierta sólo la mirada;
mirarte
toda sin decirte nada,
decirte
todo, mudo y reverente.
No
perturbar el viento de tu frente;
sólo
acunar mi soledad violada,
en
tus ojos de Madre enamorada
y
en tu nido de tierra transparente.
Las
horas se desploman; sacudidos,
muerden
los hombres necios la basura
de
la vida y de la muerte, con sus ruidos.
Mirarte,
Madre; contemplarte apenas,
el
corazón callado en tu ternura,
en
tu casto silencio de azucenas».
(Himno
litúrgico)
Y
en silencio y, en este estar mirándola, escuchar una vez más que nos vuelve a
decir: «¿Qué hay hijo mío el más pequeño?, ¿Qué entristece tu corazón?» (cf.
Nican Mopohua, 107.118). «¿Acaso no estoy yo aquí, yo que tengo el honor de ser
tu madre?» (ibíd., 119).
Ella
nos dice que tiene el «honor» de ser nuestra madre. Eso nos da la certeza de
que las lágrimas de los que sufren no son estériles. Son una oración silenciosa
que sube hasta el cielo y que en María encuentra siempre lugar en su manto. En
ella y con ella, Dios se hace hermano y compañero de camino, carga con nosotros
las cruces para no quedar aplastados por nuestros dolores.
¿Acaso
no soy yo tu madre? ¿No estoy aquí? No te dejes vencer por tus dolores,
tristezas, nos dice. Hoy nuevamente nos vuelve a enviar; como a Juanito, hoy
nuevamente nos vuelve a decir, sé mi embajador, sé mi enviado a construir
tantos y nuevos santuarios, acompañar tantas vidas, consolar tantas lágrimas.
Tan sólo camina por los caminos de tu vecindario, de tu comunidad, de tu
parroquia como mi embajador, mi embajadora; levanta santuarios compartiendo la
alegría de saber que no estamos solos, que ella va con nosotros. Sé mi
embajador, nos dice, dando de comer al hambriento, de beber al sediento, da
lugar al necesitado, viste al desnudo y visita al enfermo. Socorre al que está
preso, no lo dejes solo, perdona al que te lastimó, consuela al que está
triste, ten paciencia con los demás y, especialmente, pide y ruega a nuestro
Dios.
Y
en silencio le decimos lo que nos venga al corazón ¿Acaso no soy yo tu madre?
¿Acaso no estoy yo aquí?, nos vuelve a decir María. Anda a construir mi
santuario, ayúdame a levantar la vida de mis hijos, que son tus hermanos.
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