Publicado en EL PAÍS, 19/07/09;
La primera cosa que veo cada vez que vengo a Nueva York es algo que no está ahí. Esa tremenda ausencia de las Torres Gemelas en el perfil de Manhattan sigue siendo la presencia más fantasmal de la ciudad. Un punto de referencia hecho de aire. Pero la sombra de las Torres Gemelas ausentes ya no es el rasgo definitorio de la política mundial como la sombra del muro de Berlín lo fue durante casi 30 años. La mayoría de la gente ya no siente que estamos viviendo en una “guerra contra el terror”, igual que sí sentíamos que vivíamos en una guerra fría. No sucede así en el mundo. Ni en Estados Unidos. Ni siquiera lo siente en Nueva York.
A finales del mes pasado, Janet Napolitano, la secretaria estadounidense de Seguridad Interior, confirmó que el gobierno de Obama ha decidido prescindir del término “guerra mundial contra el terror”. Es decir, que, como eslogan, eso que se calificó de lucha histórica equiparable a la guerra fría -o la “Cuarta Guerra Mundial”, según el neoconservador Norman Podhoretz, para quien la Tercera Guerra Mundial era la guerra fría- ha durado poco más de siete años, desde el otoño de 2001 hasta el otoño de 2008, cuando Obama ganó las elecciones.
Para la mayoría de los estadounidenses, “Irak se ha terminado”, aunque, por supuesto, no es así para los iraquíes que continúan vivos y tienen que seguir arrostrando las consecuencias. “Adiós, Irak, y buena suerte” es el titular de la columna de Tom Friedman en The New York Times el martes pasado. El título no hace justicia al artículo, pero resume a la perfección una actitud general que, si yo fuera iraquí, me indignaría.
Como un Reino Unido que está de luto sabe muy bien, en Afganistán, la guerra sigue adelante. La respuesta original, necesaria y justificada a los atentados del 11 de septiembre de 2001, quedó deformada y traicionada por el desastroso desvío de recursos y atención a una guerra innecesaria e injustificada en Irak. Obama se juega su reputación a la posibilidad de tener éxito en Afganistán, pero la definición de éxito es más reducida y realista. El objetivo no es una democracia floreciente, sino un Estado más o menos estable que no sea un refugio ni un semillero de terroristas. Ni siquiera en Estados Unidos puede contar ya con el apoyo de la población a esta guerra. En marzo, un sondeo USA Today/Gallup reveló que el 42% de los entrevistados respondían que Estados Unidos cometió un “error” al enviar fuerzas militares a Afganistán. En noviembre de 2001, esa cifra era de sólo el 9%. Tal vez queden pocos años para que veamos el titular: “Adiós, Afganistán, y buena suerte”.
Los estadounidenses no tienen forzosamente la sensación de estar mucho más a salvo de un atentado terrorista, a pesar de las medidas extraordinarias que se han tomado con ese fin. El Pew Research Center ha llevado a cabo una serie de encuestas en las que pregunta a los norteamericanos si creen que la capacidad de los “terroristas” de atacar Estados Unidos es mayor, igual o menorde lo que era el 11-S. En agosto de 2002, el 39% decía que era igual, el 34%, menor, y el 22%, mayor. En febrero de este año, el 44% decía que era igual, el 35%, menor, y el 17%, mayor. Es decir, ocho años después, una clara mayoría considera que la capacidad de los terroristas de atacar Estados Unidos es igual o mayor de lo que era el 11-S. Quizá se equivoquen, pero es lo que dicen.
Existe, pues, una sensación general y seguramente acertada de que la lucha a largo plazo contra los diversos terroristas continúa. Sin embargo, cada vez es menor el número de estadounidenses que piensa que su seguridad va a reforzarse con las guerras en el exterior. En este aspecto, existe una clara división entre los partidos. En la misma encuesta de Pew, casi dos de cada tres republicanos insisten en que las operaciones militares contribuirían más que los esfuerzos diplomáticos a reducir la amenaza terrorista; entre los demócratas, la cifra es la inversa. En resumen, exactamente la mitad de los entrevistados dice que la disminución de la presencia militar estadounidense en el extranjero reduciría la amenaza del terrorismo.
También es importante el hecho de que a la amenaza terrorista se han unido otros problemas, algunos de los cuales parecen más acuciantes y otros más importantes. La crisis económica, en primer lugar. Las personas a las que vi el otro día por la mañana, pasando con paso apresurado junto a las obras de la zona cero camino del trabajo, probablemente no pensaban en edificios que se caen como consecuencia de un atentado terrorista. Porque, mientras tanto, ese mismo distrito financiero ha visto cómo se derrumbaban unos bancos como consecuencia de lo que el economista de Oxford Paul Collier llama el delito de banquicidio. Esos neoyorquinos que van a trabajar estarán pensando más probablemente en cómo salvar su empleo o cómo avivar las brasas de una frágil recuperación del mercado.
Al mismo tiempo, en el horizonte se ciernen otros retos históricos como el cambio climático y el ascenso de China. Si los futuros historiadores preguntan “¿quién ganó la guerra entre Estados Unidos y Al Qaeda?”, la respuesta quizá sea “China”. Por supuesto, China estaba ya en pleno ascenso, de todas formas. Pero, desde el punto de vista geopolítico, se ha beneficiado también, de manera imprevista e involuntaria, de una lucha que ha sido un elemento de distracción y en la que Estados Unidos, bajo la Administración de Bush, se ha perjudicado a sí mismo.
Incluso si dejamos aparte los costes económicos de la “guerra mundial contra el terror”, Abu Ghraib y Guantánamo han hecho a Estados Unidos un daño mucho mayor del que Al Qaeda podría haber causado jamás con un ataque directo. Pero, al fin y al cabo, ése ha sido siempre el sueño de los terroristas: provocar al Estado al que atacan para que se haga daño a sí mismo, en una especie de yudo sanguinario. No olvidemos que Dick Cheney está aún entre nosotros, y hace poco se le acusó de haber ordenado a la CIA que no informara al Congreso del desarrollo de una operación antiterrorista clandestina que, al parecer, incluía planes de asesinato. Aun así, Cheney tiene todavía el cuajo de sugerir que el abandono del término “guerra contra el terror” va a incrementar la amenaza terrorista contra Estados Unidos.
El presidente Obama, firmemente asentado y lleno de matices, está haciendo todo lo que puede para hacer que Estados Unidos recobre lo mejor de sí mismo, tanto en Michigan (donde el desempleo sobrepasa ya el 14%) como en Washington (donde, por fin, se están abordando la reforma sanitaria y el cambio climático, aunque sea con dolorosos compromisos), en Egipto (donde se dirigió con elocuencia al mundo musulmán) como en Ghana. Pero, aunque Obama es personalmente un arma de atracción masiva, los recursos de poder nacional a su disposición son mucho menores que si hubiera tomado posesión en enero de 2001, y los retos a los que se enfrenta, tanto en su país como en el extranjero, son, en muchos aspectos, mayores.
En la zona cero son ya visibles los cimientos de una nueva torre. De aquí a cinco años habrá un nuevo punto de referencia en la silueta de Manhattan, y no sólo la presencia fantasmal de una ausencia. Según las autoridades locales, el edificio se llamará oficialmente 1 World Trade Center, pero confío en que todo el mundo siga llamándolo Torre de la Libertad. Su base estará reforzada contra atentados terroristas. Ahora bien, aunque Estados Unidos vuelva a ser un modelo de libertad, que el corazón vuelva, o no, a henchirse ante la brillante perspectiva del perfil de Manhattan dependerá de las políticas que Estados Unidos lleve a cabo en muchos frentes, de los que la lucha gradual contra el terrorismo no es más que uno, y seguramente no el más importante.
A finales del mes pasado, Janet Napolitano, la secretaria estadounidense de Seguridad Interior, confirmó que el gobierno de Obama ha decidido prescindir del término “guerra mundial contra el terror”. Es decir, que, como eslogan, eso que se calificó de lucha histórica equiparable a la guerra fría -o la “Cuarta Guerra Mundial”, según el neoconservador Norman Podhoretz, para quien la Tercera Guerra Mundial era la guerra fría- ha durado poco más de siete años, desde el otoño de 2001 hasta el otoño de 2008, cuando Obama ganó las elecciones.
Para la mayoría de los estadounidenses, “Irak se ha terminado”, aunque, por supuesto, no es así para los iraquíes que continúan vivos y tienen que seguir arrostrando las consecuencias. “Adiós, Irak, y buena suerte” es el titular de la columna de Tom Friedman en The New York Times el martes pasado. El título no hace justicia al artículo, pero resume a la perfección una actitud general que, si yo fuera iraquí, me indignaría.
Como un Reino Unido que está de luto sabe muy bien, en Afganistán, la guerra sigue adelante. La respuesta original, necesaria y justificada a los atentados del 11 de septiembre de 2001, quedó deformada y traicionada por el desastroso desvío de recursos y atención a una guerra innecesaria e injustificada en Irak. Obama se juega su reputación a la posibilidad de tener éxito en Afganistán, pero la definición de éxito es más reducida y realista. El objetivo no es una democracia floreciente, sino un Estado más o menos estable que no sea un refugio ni un semillero de terroristas. Ni siquiera en Estados Unidos puede contar ya con el apoyo de la población a esta guerra. En marzo, un sondeo USA Today/Gallup reveló que el 42% de los entrevistados respondían que Estados Unidos cometió un “error” al enviar fuerzas militares a Afganistán. En noviembre de 2001, esa cifra era de sólo el 9%. Tal vez queden pocos años para que veamos el titular: “Adiós, Afganistán, y buena suerte”.
Los estadounidenses no tienen forzosamente la sensación de estar mucho más a salvo de un atentado terrorista, a pesar de las medidas extraordinarias que se han tomado con ese fin. El Pew Research Center ha llevado a cabo una serie de encuestas en las que pregunta a los norteamericanos si creen que la capacidad de los “terroristas” de atacar Estados Unidos es mayor, igual o menorde lo que era el 11-S. En agosto de 2002, el 39% decía que era igual, el 34%, menor, y el 22%, mayor. En febrero de este año, el 44% decía que era igual, el 35%, menor, y el 17%, mayor. Es decir, ocho años después, una clara mayoría considera que la capacidad de los terroristas de atacar Estados Unidos es igual o mayor de lo que era el 11-S. Quizá se equivoquen, pero es lo que dicen.
Existe, pues, una sensación general y seguramente acertada de que la lucha a largo plazo contra los diversos terroristas continúa. Sin embargo, cada vez es menor el número de estadounidenses que piensa que su seguridad va a reforzarse con las guerras en el exterior. En este aspecto, existe una clara división entre los partidos. En la misma encuesta de Pew, casi dos de cada tres republicanos insisten en que las operaciones militares contribuirían más que los esfuerzos diplomáticos a reducir la amenaza terrorista; entre los demócratas, la cifra es la inversa. En resumen, exactamente la mitad de los entrevistados dice que la disminución de la presencia militar estadounidense en el extranjero reduciría la amenaza del terrorismo.
También es importante el hecho de que a la amenaza terrorista se han unido otros problemas, algunos de los cuales parecen más acuciantes y otros más importantes. La crisis económica, en primer lugar. Las personas a las que vi el otro día por la mañana, pasando con paso apresurado junto a las obras de la zona cero camino del trabajo, probablemente no pensaban en edificios que se caen como consecuencia de un atentado terrorista. Porque, mientras tanto, ese mismo distrito financiero ha visto cómo se derrumbaban unos bancos como consecuencia de lo que el economista de Oxford Paul Collier llama el delito de banquicidio. Esos neoyorquinos que van a trabajar estarán pensando más probablemente en cómo salvar su empleo o cómo avivar las brasas de una frágil recuperación del mercado.
Al mismo tiempo, en el horizonte se ciernen otros retos históricos como el cambio climático y el ascenso de China. Si los futuros historiadores preguntan “¿quién ganó la guerra entre Estados Unidos y Al Qaeda?”, la respuesta quizá sea “China”. Por supuesto, China estaba ya en pleno ascenso, de todas formas. Pero, desde el punto de vista geopolítico, se ha beneficiado también, de manera imprevista e involuntaria, de una lucha que ha sido un elemento de distracción y en la que Estados Unidos, bajo la Administración de Bush, se ha perjudicado a sí mismo.
Incluso si dejamos aparte los costes económicos de la “guerra mundial contra el terror”, Abu Ghraib y Guantánamo han hecho a Estados Unidos un daño mucho mayor del que Al Qaeda podría haber causado jamás con un ataque directo. Pero, al fin y al cabo, ése ha sido siempre el sueño de los terroristas: provocar al Estado al que atacan para que se haga daño a sí mismo, en una especie de yudo sanguinario. No olvidemos que Dick Cheney está aún entre nosotros, y hace poco se le acusó de haber ordenado a la CIA que no informara al Congreso del desarrollo de una operación antiterrorista clandestina que, al parecer, incluía planes de asesinato. Aun así, Cheney tiene todavía el cuajo de sugerir que el abandono del término “guerra contra el terror” va a incrementar la amenaza terrorista contra Estados Unidos.
El presidente Obama, firmemente asentado y lleno de matices, está haciendo todo lo que puede para hacer que Estados Unidos recobre lo mejor de sí mismo, tanto en Michigan (donde el desempleo sobrepasa ya el 14%) como en Washington (donde, por fin, se están abordando la reforma sanitaria y el cambio climático, aunque sea con dolorosos compromisos), en Egipto (donde se dirigió con elocuencia al mundo musulmán) como en Ghana. Pero, aunque Obama es personalmente un arma de atracción masiva, los recursos de poder nacional a su disposición son mucho menores que si hubiera tomado posesión en enero de 2001, y los retos a los que se enfrenta, tanto en su país como en el extranjero, son, en muchos aspectos, mayores.
En la zona cero son ya visibles los cimientos de una nueva torre. De aquí a cinco años habrá un nuevo punto de referencia en la silueta de Manhattan, y no sólo la presencia fantasmal de una ausencia. Según las autoridades locales, el edificio se llamará oficialmente 1 World Trade Center, pero confío en que todo el mundo siga llamándolo Torre de la Libertad. Su base estará reforzada contra atentados terroristas. Ahora bien, aunque Estados Unidos vuelva a ser un modelo de libertad, que el corazón vuelva, o no, a henchirse ante la brillante perspectiva del perfil de Manhattan dependerá de las políticas que Estados Unidos lleve a cabo en muchos frentes, de los que la lucha gradual contra el terrorismo no es más que uno, y seguramente no el más importante.
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