Los mártires de El Salvador/Juan José Tamayo, director de la Cátedra de Teología y Ciencias de las Religiones Ignacio Ellacuría, de la Universidad Carlos III de Madrid. Su última obra es La teología de la liberación en el nuevo horizonte político y religioso
Publicado en EL PERIÓDICO, 14/11/09;
Con nocturnidad, alevosía y sin piedad. Así asesinaron los militares del Ejército de El Salvador al filo de la madrugada del 16 de noviembre de 1989 en la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas (UCA) a seis jesuitas y dos mujeres salvadoreñas. Entraron en la residencia disparando y el primer tiro fue a dar al corazón de monseñor Romero en una fotografía suya que colgaba de la pared. Diez años después de su asesinato, sabían que seguía vivo en la memoria del pueblo salvadoreño y querían matarlo de nuevo. Luego sacaron a los jesuitas al patio, les obligaron a tumbarse boca abajo y les dispararon a la cabeza.
¿Por qué los mataron?, se preguntaba desconsolado su compañero, el teólogo Ion Sobrino, que se libró de la matanza por encontrarse de viaje en Tailandia impartiendo unas conferencias. «Por ser conciencia crítica en una sociedad en pecado y conciencia creativa de una sociedad distinta –respondía–. Porque analizaron la realidad y sus causas con objetividad, dijeron la verdad del país en sus publicaciones y declaraciones públicas, desenmascararon la mentira y practicaron la denuncia profética. ¡Y eso no se perdona!».
Aquellos asesinatos eran, en realidad, la crónica de una muerte anunciada que había comenzado en 1976 con el estallido de una bomba en la UCA y continuó en los años sucesivos hasta la colocación de bombas en 15 ocasiones en diversas zonas de la universidad: la residencia de los jesuitas, las dependencias de la administración, el centro de cómputo. Y todo por defender el diálogo como método para erradicar la violencia, para lograr la reconciliación de los sectores enfrentados y conseguir un clima de paz fundado en la justicia. Pero para el Ejército salvadoreño, los gobernantes y los oligarcas, trabajar por la paz era lisa y llanamente una traición y quienes querían transitar por el camino de la reconciliación eran considerados traidores.
Los asesinatos de los jesuitas y de las dos mujeres se sumaban a los casi 70.000 que se habían producido hasta entonces en una guerra que duraba ya más de 10 años en el pequeño país centroamericano, que se desangraba a borbotones y perdía a gente de toda clase y condición: hombres, mujeres, niños, niñas, jóvenes, ancianos, políticos, intelectuales, científicos, sacerdotes, religiosos, religiosas, escritores, campesinos, líderes locales, educadores, economistas, etcétera. El Ejército se ensañó especialmente con los líderes de comunidades de base y del movimiento campesino, con los sacerdotes, los religiosos y las religiosas, los teólogos y las teólogas de la liberación, que se convirtieron en blanco privilegiado de las balas al ir desarmados y no contar con protección. Eran, precisamente, los más cercanos a los sectores populares, al «pueblo crucificado», por emplear el lenguaje teológico de Ignacio Ellacuría, y, por ello, resultaban ser presa fácil de la violencia militar.
De nuevo, la Iglesia perseguida, pero ahora no por el comunismo, sino por un Gobierno católico, apostólico y romano como el de Napoleón Duarte, de la Democracia Cristiana. Eran los propios católicos instalados en los puestos de mando del Ejército y del poder ejecutivo quienes disparaban u ordenaban disparar contra los otros católicos, a quienes acusaban de subversivos y enemigos de la patria, cuando su único delito era defender la justicia, poner en práctica la parábola del buen samaritano, colocarse del lado de los empobrecidos. «¡Cuidado, monseñor, que el comunismo ha entrado en la Iglesia!», le dijo Juan Pablo II a monseñor Romero, arzobispo de San Salvador, durante su última visita al Vaticano. «Santidad, no son los comunistas quienes asesinan a los sacerdotes en El Salvador», le respondió con firmeza y seguridad.
Y mientras la Iglesia de la liberación era perseguida y sus líderes más representativos, asesinados, ¿cuál fue la actitud del Vaticano? Yo creo que puede hablarse de cierta complicidad, ya que desde el comienzo condenó la teología de la liberación, impuso silencio a algunos de sus principales cultivadores y los acusó –también a los jesuitas de la UCA– de marxistas sin sentido crítico, de desviarse de la doctrina católica, de politizar la fe y ponerla al servicio de la subversión e incluso de apoyar la violencia. Acusaciones todas ellas infundadas que no se correspondían ni con su estilo de vida ni con su teología y que dejaban a los teólogos solos e indefensos ante los escuadrones de la muerte.
Las cosas no han cambiado. El Vaticano sigue condenando a los teólogos y teólogas de la liberación –el último, Ion Sobrino, compañero de los asesinados en El Salvador– y se resiste a reconocer como mártires a quienes trabajaron por la paz y fueron perseguidos por mor de la justicia, contraviniendo así las Bienaventuranzas, que son la carta fundacional del cristianismo.
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