El misterio de
Benedicto/JAVIER SICILIA
Revista
Proceso
1895, 24 de febrero de 2013
Se
ha escrito mucho sobre la renuncia al papado de Benedicto XVI. Las opiniones
–al menos las que conozco– giran en torno al catastrofismo apocalíptico, a la
conspiración política o al cansancio y la vejez del Papa. Nadie, sin embargo,
ha tratado de entender sus motivos espirituales. No es para menos. En un mundo
desencantado, donde todas las instituciones han entrado en una profunda crisis,
las cosas del espíritu han dejado de existir o, al menos, de pensarse. La misma
institución de la Iglesia ha contribuido a ello.
Desde
que con Constantino I decidió hacer una alianza innatural: unir al Pobre de
Nazaret con el poder del Estado, la Iglesia ha dejado de ser a lo largo del
tiempo el “cuerpo místico de Cristo”, para convertirse en una mera cosa social,
que al igual que cualquier otra institución está atravesada por intereses
mundanos, hipocresías, acallamientos, moralinas ideológicas que han velado su
verdadera sustancia y la han hecho entrar en el juicio del siglo.
No
obstante esta realidad, la Iglesia, en sus profundidades, continúa siendo una
realidad espiritual que hunde sus raíces, no en el poder, sino en el amoroso y
humilde secreto de Cristo. Sin esa realidad, no tendríamos ni a Juan de la Cruz
ni a Teresa de Ávila; ni a Dietrich Bonhoeffer ni a Etty Hillesum, ni a
Chinchachoma; no tendríamos a tantos hombres y mujeres que día con día,
poniendo en riesgo sus vidas y su bienestar mundano, se encuentran en las
cabeceras de los agonizantes, en las cárceles, junto al dolor de las víctimas,
de los despreciados y abandonados, al lado del sufrimiento.
Es
desde esa raíz, oculta por el pudrimiento de la modernidad, desde donde habría
que entender la renuncia de Benedicto. Más allá de su condición de Papa y del
hombre que por muchos años fue el custodio de la doctrina de la fe; más allá
incluso de sus equívocos –¿quiénes estamos exentos de ellos? –, y de las
presiones que el ejercicio del poder impone, Benedicto es un profundo
espiritual y uno de los más altos teólogos de la tradición cristiana. Como
espiritual, tiene un gran sentido de la experiencia amorosa de Cristo –de allí
su cristocentrismo y su sentido de la centralidad de la eucaristía en la vida
de la Iglesia.
Como
teólogo, ha sido un hombre preocupado, en los tiempos de la relativización
absoluta, por redescubrir las relaciones rotas entre fe y razón, entre la
revelación de Cristo y la luz de la razón. Un orden que, al romperse, ha
destruido, en sus palabras, “el orden moral del ser humano”: No le ha sido
posible. “El hombre de hoy –escribió a mediados de los noventa—no entiende ya
la doctrina cristiana de la redención. No encuentra nada parecido en su propia
experiencia vital […] Lo designado con la palabra Cristo no aparece en su vida
y resulta una fórmula vacía”.
En
los tiempos donde Dios ha muerto en la conciencia de los hombres y el nihilismo
es la temperatura de la época –Benedicto fue un profundo lector de Dostoievski
y Nietzsche–, la experiencia espiritual y teológica de Benedicto es
incomprensible. Los que han hecho de la Iglesia un campo amurallado de poder
ideológico y de intereses mezquinos, lo han usado para defender todo aquello
que es contrario al amor. Los que odian a la Iglesia lo han satanizado en
nombre de los relativismos más absurdos y de la irracionalidad ideológica de
una clerecía que perdió a Cristo. De allí su llamado a la Iglesia “a superar
hipocresías, rivalidades y divisiones”; de allí también, su desgarradora frase:
“Los seminarios están cerrados, la liturgia banalizada”.
Solo,
en medio de la Babel moderna y de la irracionalidad del nihilismo, de cara a la
profunda experiencia que tiene de la revelación (“La revelación –escribió en
Razón y cristianismo– es algo superior a cuanto puede ser expresado con
palabras humanas […] interpela siempre a la persona viva que alcanza [De ella
forma parte] el organismo vital de la fe”), y asumiendo como propias las
palabras de Saint-Exupéry: “Sólo se ve bien con el corazón”, Benedicto XVI ha renunciado
al papado –al poder– y humildemente, como Cristo, que también renunció a él, ha
tomado la decisión de retirarse en el monasterio de monjas de clausura Mater
Eclessiae –un nombre que alude también al silencio y a la humildad de María– a
orar.
Con
ese gesto inmenso, Benedicto el teólogo nos está dando una profunda e íntima
lección espiritual. Frente a este mundo y esta Iglesia que ha perdido los
sentidos y los significados del amor, y ha instalado en la ciudad de Dios el
crimen, la barbarie y la sinrazón, el representante de Cristo en la tierra
renuncia al poder y guarda silencio. Benedicto se va a orar, vuelve a la raíz
de la fe y nos devuelve al Pobre de Nazaret que la alianza de la Iglesia con el
imperio había desnaturalizado. Con ello, lo que alguna vez escribí en relación
al epíteto con el que las profecías de San Malaquías acompañan su papado, La
paz del olivo, se hace realidad: su renuncia es el gesto de “la paz que nace de
la última y más dolorosa de las pobrezas: la del amor que, en su impotencia y
su fidelidad, lo ha entregado todo” hasta el silencio para iluminar y
ennoblecer nuestra fe traicionada y derruida.
Además
opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los
zapatistas presos, derruir el Costco-CM del Casino de la Selva, esclarecer los
crímenes de las asesinadas de Juárez, sacar a la Minera San Xavier del Cerro de
San Pedro, liberar todos los presos de la APPO, hacerle juicio político a
Ulises Ruiz, cambiar la estrategia de seguridad y resarcir a las víctimas de la
guerra de Calderón.
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