El
Chapo recuerda su infancia: “Me decían hínquese ahí y me daban de golpes con
una vara para las vacas”
El
último informe psicológico sobre Guzmán Loera muestra a un preso derrotado, con
pérdidas de memoria y trastorno de ansiedad.
Nota de JAN MARTÍNEZ AHRENS
Nota de JAN MARTÍNEZ AHRENS
El País, 29 OCT 2016
Cárcel de Ciudad Juárez. El preso 3912 se ha sentado frente al psicólogo. Le custodian tres guardias. Tiene 59 años y los ojos hundidos por el triazolam. El especialista le pide que recuerde. El hombre recuerda. Nació en el poblado de la Tuna (Badiraguato, Sinaloa). Su padre, un agricultor hipertenso, murió en 1982 de un infarto cerebral. Su madre, de 88 años, aún vive y es una mujer de respeto. Sacó adelante a la familia y siempre le ha defendido. Incluso cuando ha sido acusado de los peores crímenes. Y no son pocos. Él es Joaquín Archivaldo Guzmán Loera, El Chapo. El segundo de ocho hermanos, el primero de los narcotraficantes del mundo.
Cárcel de Ciudad Juárez. El preso 3912 se ha sentado frente al psicólogo. Le custodian tres guardias. Tiene 59 años y los ojos hundidos por el triazolam. El especialista le pide que recuerde. El hombre recuerda. Nació en el poblado de la Tuna (Badiraguato, Sinaloa). Su padre, un agricultor hipertenso, murió en 1982 de un infarto cerebral. Su madre, de 88 años, aún vive y es una mujer de respeto. Sacó adelante a la familia y siempre le ha defendido. Incluso cuando ha sido acusado de los peores crímenes. Y no son pocos. Él es Joaquín Archivaldo Guzmán Loera, El Chapo. El segundo de ocho hermanos, el primero de los narcotraficantes del mundo.
El
líder del cártel de Sinaloa se mueve en la silla. Cada media hora deja de
hablar. Se agota, hace pausas, se recupera. Los informes psicológicos a los que
ha tenido acceso EL PAIS le dibujan como un ser abatido, inseguro. El
facultativo considera que sufre un trastorno de ansiedad generalizado. Guzmán
Loera, 110 de coeficiente de inteligencia, 66 latidos por minutos, lo explica
de otra forma: “Nunca había tomado medicamentos y ahora tomo muchos. Eso me
está haciendo mal. Si esto sigue así, creo que para diciembre no voy a estar
bien”.
Los pocos momentos de alegría le vienen de sus recuerdos. Los más antiguos se remontan a cuando tenía cinco años. Corta leña, cuida el ganado, siembra maíz y frijol. Esa memoria le reconforta. “Mi infancia fue muy bonita”, llega a decir el hombre que puso su pistola en la sien de México. “Es seductor, espléndido, genera sentimiento de lealtad y dependencia hacia su persona. Pero no es indulgente con sus detractores y no vacila en romper alianzas. Cumple compromisos, pero también sus venganzas, empleando cualquier método si se siente amenazado”, señalaba un informe de 2005 elaborado por la fiscalía.
Los pocos momentos de alegría le vienen de sus recuerdos. Los más antiguos se remontan a cuando tenía cinco años. Corta leña, cuida el ganado, siembra maíz y frijol. Esa memoria le reconforta. “Mi infancia fue muy bonita”, llega a decir el hombre que puso su pistola en la sien de México. “Es seductor, espléndido, genera sentimiento de lealtad y dependencia hacia su persona. Pero no es indulgente con sus detractores y no vacila en romper alianzas. Cumple compromisos, pero también sus venganzas, empleando cualquier método si se siente amenazado”, señalaba un informe de 2005 elaborado por la fiscalía.
Ahora,
las tornas han cambiado. El último estudio psicológico, fechado el 11 de
octubre, no habla de violencia. Eso se evita. El documento tiene como fin
fundamentar su defensa frente a la extradición. Todos los recursos presentados
hasta la fecha han fracasado. La expulsión a Estados Unidos, su gran pesadilla,
ya es inminente. Su última esperanza radica en alegar malos tratos carcelarios.
Una vía que puede retardar su salida y
mantenerle en una tierra que sabe corromper y donde cada día ganado supone una
oportunidad. Por eso habla y recuerda ante el psicólogo.
De
niño en La Tuna. La abuela tenía ganado y ordeñaba; él desgranaba las mazorcas
para dar de comer a las gallinas y preparar nixtamal. El cuadro es casi
idílico, pero pronto se oscurece. La abuela tenía una vara para golpear a los
animales. “Me mandaba a por una vaca y si no la traía, con una baqueta para las
vacas me daba; me decía hínquese ahí y había que hincarse, si no me iba peor”.
Esa fue su época más feliz. Lo que vino después pertenece a la historia más
negra de México.
En
su relato ante el psicólogo, El Chapo rechaza analizar su conducta y
crípticamente cita la fábula de la zorra y el cuervo como motivo de su
silencio. Habla de sus tres esposas (Alejandrina, Griselda y Emma), de sus 10
hijos reconocidos y de los otros vástagos fruto de “amigas circunstanciales” a
las que, insiste El Chapo, manda dinero para su manutención. Pero no menciona,
o al menos no consta, su amistad con el terrible Héctor Salazar Palma, El Güero
Palma, ni sus inicios a las órdenes de su maestro, ex policía Miguel Ángel
Félix Gallardo, El Padrino, líder del cártel de Guadalajara. Nada de eso
recuerda.
El
núcleo de su confesión son sus problemas mentales. Sufre cefaleas, náuseas,
estrés, insomnio. Los medicamentos le sirven “para controlar”, pero en su
cabeza se agolpan “muchas cosas pasadas, pero no las recientes”. “Me siento mal
del cerebro, se me están olvidando las cosas, no me acuerdo de la toalla para
ir al baño”, afirma.
Sometido
a un régimen especial de aislamiento por temor a una nueva fuga, sólo pisa tres
veces a la semana el patio, tiene limitada la correspondencia y no puede hablar
con sus guardianes. Sus abogados consideran que se trata de tortura por
deprivación sensorial. El Gobierno lo niega. Los jueces, de momento, tampoco lo
aceptan.
El
Chapo, diluido en los días iguales del presidio, ve correr el reloj en su
contra. Fuera, pese a las guerras desatadas en su ausencia, le esperan una
fortuna, mujeres y cientos de sicarios dispuestos a dar la vida por él. Pero
eso queda lejos. Tras los barrotes, el espacio se va estrechando. “No tengo
televisión, radio, nada… Siempre estoy en la celda, acostado en la cama baja”.
El preso 3912 se siente asfixiado. Su tiempo toca a su fin.
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