Sobre
¿Cuánto vale una madre?
Revista
Proceso
# 1959, a 17 de mayo de 2014
PALABRA
DE LECTOR
De
Juan Guillermo Figueroa Perea
Señor
director:
Permítame
publicar las siguientes líneas, dirigidas a Sabina Berman, en referencia a su
artículo ¿Cuánto vale una madre?, aparecido en Proceso 1958.
Estimada
Sabina:
En un punto de su texto, escribió: “5. Si usted ha seguido leyendo
hasta este número 5 de esta entrega, es muy probable que sea una madre. O una
mujer que se imagina en un futuro como madre. Y es muy probable que si es
hombre no haya leído hasta acá. Porque la cultura lo protege a usted de
obligaciones concretas hacia las madres con un velo de olvido. Usted presiente
la amenaza de un torrente de nuevas obligaciones si usted recuerda lo que tras
ese olvido existe. ¿Es usted hombre y ha seguido leyendo? Es usted una
excepción admirable…”.
Yo
le confieso que nunca interrumpí mi lectura ni me pregunté si debiera hacerlo.
Me pregunto, en cambio, por qué la necesidad de estereotipar a las mujeres como
madres y a algunos hombres como posibles lectores. No pretendo generar una
discusión innecesaria, sino invitarla a cuestionarse: ¿En realidad se imagina
que los varones no nos preguntamos sobre estas experiencias reproductivas de
las mujeres? ¿Será que las mujeres se preguntan sobre aquello que –según se
enseña socialmente– los hombres deben cumplir al ser progenitores? ¿Qué tal si
nos contamos constructivamente lo que vemos y vivimos?
Por
lo mismo, no creo que como uno de sus lectores sea “una excepción admirable”.
Mejor evitemos clasificaciones que pueden caer en esencialismos, y conversemos
sobre algunas tensiones y contradicciones en las experiencias de ser madre y de
ser padre, sin necesidad de asumir un solo tipo de arreglos de convivencia.
Coincido
con su conclusión de que “ningún regalo mejor para las madres que quitar el
velo de amnesia social que cubre su trabajo”, pero me gustaría evaluar los
aportes de ambas partes, documentando casos críticos derivados de no cuestionar
estereotipos y de no negociar intercambios más equitativos.
Me
parece necesario problematizar el supuesto de que “el afecto (de las madres) es
de vida o muerte”, ya que eso reproduce lecturas biologicistas que acaban
justificando expectativas excluyentes de género. De ser así, ¿qué aportan los
progenitores en este proceso de construcción de nuestras respectivas
identidades? ¿Es meramente secundaria su influencia?
Uno
de los migrantes hondureños que quiso reunirse con Peña Nieto para hablar de
las riesgosas condiciones en las que se mueven en el territorio mexicano
comentaba que se quedó dormido en el tren llamado La Bestia y por ello perdió
una pierna. En tales condiciones no quería ver a su familia pues sentía que
“los había defraudado”. Otro hombre reconoció en un estudio que cuando estaba
desempleado no jugaba con sus hijos. ¿La razón? No se sentía con derecho a ello
si no aportaba nada económicamente.
No
sugiero calcular “cuánto vale un padre”, ni “cuánto le debe el país a sus
hombres”, como lo dice usted en relación con las mujeres, pero sí me parece
indispensable construir interpretaciones relacionales, evitando victimizaciones
y satanizaciones, con el fin de hacer más lúdica y equitativa la convivencia.
Le
mando saludos y le comento que la leo regularmente.
Atentamente
Juan
Guillermo Figueroa Perea
*
Respuesta
de Sabina Berman
Señor
director:
La
siguiente misiva tiene como destinatario al remitente de la carta que antecede.
Estimado
Juan Guillermo Figueroa Perea: Le agradezco su amable carta. Creo con
sinceridad que los desacuerdos que usted señala dependen de que usted y yo
hablamos de la maternidad desde dos lugares distintos. Usted habla desde lo que
desearía ver: madres mejor valuadas, padres más activos en su paternidad,
hombres y mujeres no atrapados en los viejos estereotipos del patriarcado, una
sociedad más igualitaria.
Yo
quisiera ver lo mismo, pero en el artículo ¿Cuánto vale una madre? elegí hablar
no desde el deseo, sino de lo que observo en el mundo tal y como es. Le pongo
un ejemplo. Estima usted que estoy estereotipando a los hombres cuando digo que
la mayoría de los padres aporta menos tiempo que las madres a sus hijos y al
trabajo del hogar. Le respondo: ojalá no fuera así, pero lo dicen los datos
duros de las encuestas del Inegi. Según éstos, hoy en el país la mitad de los
trabajadores son mujeres y la mitad hombres, sin embargo el tiempo que los
hombres en promedio dedican al hogar y a sus hijos es de 12 horas semanales,
mientras las mujeres dedican en promedio a estos asuntos la friolera de 37
horas semanales. Es decir, aunque igual cantidad de mujeres y hombres trabajan
fuera de sus casas, hoy mismo las mujeres siguen haciendo tres veces más
trabajo con los hijos y en el espacio doméstico que los hombres. Ni más ni
menos, trabajan en dos trabajos de tiempo completo: uno pagado, el otro no
pagado.
Otro
ejemplo, particularmente sensible. Usted considera que me equivoco cuando
supongo que escribir de un tema de inequidad entre mujeres y hombres me hará
perder a la mayoría de los posibles lectores varones, porque, según afirmo, la
mayoría de los varones prefieren mantener sus privilegios sin la incomodidad de
saberlos cuestionados. Le respondo: Caray amigo, ojalá me equivocara yo y usted
estuviera en lo cierto, pero le cuento las evidencias en contra. Cada que he
escrito en alguna revista o periódico sobre un tema de desigualdad entre los
géneros, mis editores, que han sido hasta hoy siempre varones, han relegado el
artículo al final de la publicación: ahí donde están los temas menos relevantes
para la sociedad, al borde de la sección de deportes. Y para un dato no
periférico, sino directo de cómo los varones suelen invisibilizar la
desigualdad, a veces de forma consciente, las más veces de forma inconsciente,
le cuento que cada que he tocado esos temas en mi programa de televisión, para
el minuto tres he perdido ya a la mitad de los espectadores masculinos. Son datos
duros de las empresas que miden el rating.
Los
beneficiarios de la injusticia nunca quieren enterarse de lo que padecen sus
damnificados. Salvo cuando son personas especiales, tocadas por el amor a la
justicia. Por eso acepte mi admiración: es usted un hombre excepcional por
interesarse en las desventajas de ser mujer.
Pero
cuando por otro lado usted me pide que “problematice” la afirmación de que el
afecto de una madre al feto o al bebé recién nacido es un asunto “de vida o
muerte”, me deja usted perpleja. Si hasta acá usted igualaba a hombres y
mujeres concediéndoles a los hombres virtudes que la mayoría todavía no tienen,
ahora los iguala depreciando a las mujeres. Es un hecho biológico: En el
vientre el feto vive del alimento que el cuerpo de la madre le da, y su amor o
desamor trasmina a ese alimento; y el bebé vive de la leche de su madre y
también, según han mostrado experimentos objetivos, de sus caricias. Concedo
que las caricias pueda darlas un varón, y también la leche, en un biberón, pero
todavía no se conoce el caso o el método de que un varón alimente a un
organismo vivo en el espacio intrauterino.
Duele,
arde, enerva, embronca hablar de ello, pero el sexismo es una práctica
sistémica en nuestro país, que a diario abre la herida de la desigualdad. Y
visibilizar el sexismo no es “victimizar” a las mujeres ni “satanizar” a los
hombres. Al contrario, a las mujeres, lejos de debilitarnos, observar sus
mecanismos nos prepara para enfrentarlos, o esquivarlos, según mejor nos
convenga en cada caso. Y a los hombres que aman la justicia, les permite
salvarse de ser, por ceguera, injustos.
De
nuevo mi admiración a usted.
Atentamente
Sabina
Berman
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