Una
fantasía orwelliana/Ignacio
Martínez de Pisón
La
Vanguardia, Viernes, 17/Jun/2016
Aunque
siempre me ha gustado viajar, hay algunos países a los que casi seguro que
nunca iré. Por ejemplo, Corea del Norte: esa mezcla de tiranía, miseria y
atraso sitúa al viajero occidental en una incómoda posición de superioridad
moral. Pero que no vaya a viajar físicamente a ese país no quiere decir que no
pueda visitarlo a través de la literatura. Sospecho que ahí reside la principal
diferencia entre las guías turísticas y los libros de viajes. Las guías son una
promesa de acción y los libros de viajes un propósito de omisión: mientras las
primeras nos hablan de viajes que queremos hacer, los segundos nos hablan de
los viajes que hemos decidido ahorrarnos porque otros se han ofrecido a
hacerlos por nosotros.
El
último (y excelente) libro que he leído sobre Corea del Norte se titula Dentro
del secreto. Su autor, el portugués José Luís Peixoto, lo visitó durante dos
semanas del 2012 con ocasión del centenario del nacimiento del Presidente
Eterno, Kim Il Sung, fundador de la dinastía de dictadores que todavía detenta
el poder. El viaje al que se apuntó Peixoto se llamaba nada menos que The Kim
Il-sung 100th Birthday Ultimate Mega Tour. No hace falta insistir en que Corea del
Norte es el país más hermético del mundo. Se conceden tan pocos visados de
entrada que los interesados tienen que aprovechar las escasas ocasiones que se
les presentan, entre ellas las giras que el régimen organiza para conmemorarse
a sí mismo. Esas giras están tuteladas por funcionarios que no dejan a los
turistas ni a sol ni a sombra y les enseñan sólo aquello que las autoridades
quieren que vean. De hecho, está prohibido que un extranjero ande solo por la
calle, lo que ni siquiera resulta especialmente llamativo una vez aceptada una
lógica según la cual la prohibición es la norma y no la excepción.
Al
entrar en el país es difícil no tener la sensación de estar accediendo a un
mundo aparte, a otra dimensión de la existencia: algo así como un extraño y gigantesco
convento de clausura. Los viajeros, además de firmar un documento por el que se
comprometen a no escribir nada sobre su estancia, tienen que desprenderse de
sus teléfonos móviles (que les serán devueltos en una bolsita el día de su
marcha). A partir de ese momento, la comunicación con el exterior queda
prácticamente descartada y, si para hacer llamadas telefónicas o enviar correos
electrónicos se requieren autorizaciones difíciles de conseguir, recibir
respuesta a esas llamadas o esos correos está directamente prohibido. El
proceso de abducción ha quedado completado, y durante unas semanas el viajero
tendrá que vivir con arreglo a las normas que rigen esa realidad paralela.
En
Corea del Norte, el culto a la personalidad alcanza extremos surrealistas. Los
retratos del Presidente Eterno y sus dos sucesores están por todas partes: en
las avenidas, en los edificios públicos, en los museos que celebran sus éxitos
y sus hazañas, también en las viviendas particulares. El país entero es un
homenaje erigido en su honor, y los ciudadanos están obligados a llevar unas
chapitas con efigies de los dictadores. Esas insignias son sagradas y se
considera una ofensa que un extranjero intente comprar una. También hay que ser
cauteloso con los periódicos, llenos de fotos de los dictadores: ¡que a nadie
se le ocurra tirar a la papelera un periódico con una de esas fotos, y ni
siquiera doblarlo de forma que alguno de los pliegues atraviese la foto! Las
suspicacias, como se ve, están siempre listas para aflorar, y todo lo que sea
susceptible de ser malinterpretado lo será. Si algún día, estimado lector,
decide viajar a Corea del Norte, procure que no se le escape la risa cuando en
el jardín botánico descubra que todas las flores se llaman kimilsungias y
kimjongilias en honor a los dictadores o cuando le muestren el Arco de Triunfo
y le insistan orgullosos en que es “como el de París pero más grande”…
Leyendo
el libro de Peixoto, no da la impresión de que los norcoreanos, por muy pobres
que sean, se consideren unos desafortunados. Más bien al contrario. Lo poco (y
muy deformado) que la propaganda oficial les permite saber sobre el resto del
mundo les confirma en su condición de privilegiados: ¿cabe algún privilegio
mayor que sentirse parte de una aclamada nación a cuyo glorioso pasado se suma
la admiración que por ella sienten las mentes más preclaras del planeta? En
estos tiempos en los que la información circula irrefrenable, la obsesión del
régimen por el aislamiento extremo es un disparate, pero un disparate casi
heroico: ¡cuánto esfuerzo y cuánto talento y cuánto dinero derrochados para
mantener a sus infelices conciudadanos en la más absoluta de las inopias! Corea
del Norte es un vestigio oxidado de la guerra fría, un anacronismo que se quedó
anclado hacia finales de los años cuarenta, más o menos cuando George Orwell
terminaba de escribir su 1984. Me pregunto qué pensaría Orwell al ver que sus
fantasías de entonces sobreviven tanto tiempo después.
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