30 jul 2006

Cuando éramos huerfanos: Dreseer

Cuando éramos huérfanos/Denise Dresser
Siempre me ha gustado vivir en México. Todos los días doy gracias por vivir en un país con tanta belleza, con tanta historia, con tanta cultura, con tanta vida, con tanta dignidad. Lo digo cada vez que puedo: amo a México con un amor perro. Amo sus olores y sus sabores, sus regiones más transparentes y sus rincones más oscuros, sus volcanes y sus valles y todo lo de en medio. La vida en México para una persona de clase media alta como yo es, en muchos sentidos, envidiable.
Vivo en una casa rentada y muy linda; mando a mis hijos a una escuela privada y no excesivamente cara; soy dueña de dos autos usados y en buena condición; vivo de mi trabajo y puedo mantener a mi familia con él; empleo a un par de personas que ayudan en casa y me alcanza el sueldo para pagarles; tomo vacaciones anuales y estoy ahorrando para asegurarle una educación universitaria a mis hijos. Tengo la vida que siempre he querido, llena de ideas y libros y arte y alumnos y amigos y la oportunidad de escribir en Proceso y una profesión socialmente útil. Este país me la ha dado. Soy producto de la movilidad social que aún existía en los sesenta cuando nací. De beca en beca obtuve una buena educación y con ella he ido ascendiendo la escalera social. En un país con 40 millones de pobres, soy de las privilegiadas.
Aún así, me doy cuenta de manera cotidiana que algo está mal. Y podría usar el lenguaje sofisticado de la ciencia política para explicarlo, pero en esta columna prefiero hablar como simple ciudadana. Algo está mal cuando las personas que trabajan para mí -la nana y el chofer y el jardinero- no tienen ninguna expectativa de ser más de lo que son hoy. Cuando no tienen ninguna posibilidad de aspirar a algo más porque el país no se los ofrece. Cuando sexenio tras sexenio un presidente u otro les da tan sólo más de lo mismo. Cuando saben que la vida de sus hijos será -en el mejor de los casos- una versión facsimilar de la suya. Esa vida precaria, estancada, difícil.
La que tantos con quienes comparto el país padecen. Y por eso el 2 de julio voté por Andrés Manuel López Obrador. Fui de esos votantes indecisos hasta el momento de entrar a la casilla y una vez adentro opté en función de una sola razón: no podía votar por una persona que piensa que el país está bien. No podía votar por un partido que ofrece sólo la continuidad. No podía formar parte de aquellos que piensan que el país funciona aunque para mí lo hace. Ni más ni menos. Pero voté con ambivalencia, porque a lo largo de la campaña siempre pensé que AMLO tenía el diagnóstico correcto pero no las soluciones adecuadas. Que peleaba por una buena causa pero no con armas modernas. Que sabía lo que no funcionaba pero no tenía propuestas coherentes de política pública para arreglarlo.
Nunca me convenció la idea de sembrar árboles por el sureste o construir trenes bala. Recuerdo habérselo dicho: "Andrés Manuel, estás ofreciendo pobreza con dignidad. Estás ofreciendo darle a cada mexicano una pala para que construya un segundo piso". Los pobres merecen y necesitan más.
Aún así pensé que una victoria de AMLO ofrecía la oportunidad para sacudir las cosas; para nivelar el terreno de juego; para pensar en cómo construir un país más justo y menos rapaz. Y López Obrador no me asustaba como asustaba a otros miembros de mi clase social. De hecho en reunión tras reunión, en conferencia tras conferencia, me convertí en su defensora involuntaria. Porque los argumentos sobre su personalidad mesiánica me parecían exagerados. Porque pensaba que a demasiados de sus detractores les salía espuma por la boca. Incluso una semana antes de la elección publiqué un artículo en Los Angeles Times argumentando que antes de odiar a López Obrador, las élites económicas y políticas deberían odiar las condiciones que lo produjeron: un sistema socioeconómico que concentra la riqueza y no tiene ningún incentivo para distribuirla mejor.
Pero desde la noche de la elección miro lo que está haciendo Andrés Manuel López Obrador y me desconcierta. Me preocupa. Veo a un hombre cada vez más combativo, cada vez más confrontacional, cada vez más antiinstitucional. Veo a alguien que confirma, paso a paso, todo lo malo que se decía de él. Alguien que habla del "crimen" monumental cometido contra el pueblo de México, pero que no lo ha podido probar. Alguien que un día sugiere fraudes cibernéticos y al otro día aclara que más bien fueron "a la antigüita". Alguien cuyas posturas poco claras -y con frecuencia contradictorias- me inspiran desconfianza.
Porque no puedo evitarlo: fui entrenada en el doctorado para examinar evidencias, ponderar datos, analizar argumentos. Y los que presenta AMLO hasta hoy para sustentar su caso no me convencen. He leído todos los correos electrónicos sobre el famoso algoritmo y dudo de su existencia; he discutido las irregularidades detectadas hasta ahora y no me parecen determinantes; he escuchado todas las denuncias sobre la "elección de Estado" y no creo que podamos clasificarla así. Con lo que sabemos hasta el momento, no me parece inconcebible pensar que López Obrador perdió la elección. Por la multiplicidad de motivos que ya conocemos: el voto de miedo, la campaña mediática de Vicente Fox, la compra de publicidad por terceros, el apoyo de gobernadores priistas a Felipe Calderón y los errores que el propio AMLO -aunque se niegue a aceptarlo- cometió.
Pero para despejar dudas y rescatar la confianza perdida, he apoyado la propuesta de contar de nuevo, ya sea parcial o totalmente, los votos. Si el recuento revela que López Obrador en realidad ganó, México tendrá que aceptarlo. Y si ocurre lo contrario, también. Esa debería ser la apuesta de todos, pero sobre todo de una izquierda responsable que quiere gobernar al país y no sólo partirlo en dos.
Lo más preocupante es que AMLO no parece estar pensando así. Declaración tras declaración, López Obrador se está radicalizando. Y todo lo que dice sugiere que -en realidad- no está buscando el recuento de los votos, sino la anulación. Ya no busca ganar sino seguir peleando. Ya no quiere que se respeten los resultados "reales" de esta elección sino reventarla. Ya no tiene la mira puesta en las próximas semanas sino en los próximos años. Quiere consolidar su base y ser una fuerza política de largo plazo. Quiere exaltar los ánimos de 10 millones de votantes enojados aunque pierda a los moderados que votaron por él. Su papel ya no es seguir las reglas del juego sino romperlas. Su papel ya no es atemperar para gobernar sino azuzar para polarizar. Para ser el presidente moral del sur de México. Para seguir confrontando al resto del país desde allí.Y ése va a ser un viaje peligroso porque recorre la ruta de la división. Su brújula es la polarización. Su mapa es la radicalización.
Su destino es destruir primero para reconstruir después. Entraña incendiar institución tras institución y eso es lo que le está ocurriendo actualmente al IFE. Al actuar como lo está haciendo AMLO, coloca a personas como yo que votamos por su causa en una posición difícil. Pide que dejemos de confiar en todo para tan sólo confiar en él. Pide que formemos parte de lo que José Woldenberg ha llamado una "comunidad de fe", y dejemos a un lado la razón para pertenecer a ella. Pide que depositemos toda nuestra confianza en un solo hombre, cuando las democracias reales se construyen precisamente para evitar que eso ocurra. Pide que creamos en la palabra de operadores políticos como Jesús Ortega y Leonel Cota y Fernández Noroña y Martí Batres, cuya trayectoria suscita grandes dudas. Pide que destacemos a la única institución política creíble que hemos logrado erigir, y que nos sumemos a la cruzada para desacreditarla.
Y nos deja con las siguientes preguntas: Si tiramos al IFE por la ventana, ¿con qué otro instrumento va a contar el país para transferir pacíficamente el poder? Si las elecciones no son confiables nunca, ¿qué otro proceso funcionará para representar a los ciudadanos? Si el voto no es confiable, ¿no nos queda otro remedio más que renunciar a él? Si quienes están al frente de una institución cometen errores, ¿entonces hay que descalificarla de tajo? ¿La elección será vista como legítima por el PRD sólo si AMLO es declarado el ganador? Si no es posible creer en nada, ¿no hay otra opción más que creer en López Obrador? Planteo estas preguntas con dolor.
De manera apesadumbrada. Veo la certeza que anima las posiciones de apoyo a AMLO que han asumido personas a quienes respeto como Julio Scherer, quienes admiro como Carlos Monsiváis, quienes quiero como Elena Poniatowska, quienes adoro como Eugenia León. He estado a su lado en otras batallas -como la librada contra el desafuero- y me entristece no poder estar allí, mano a mano, en ésta. Y me angustia aún más ver que el otro lado tampoco tiene buenas respuestas. Las élites atrincheradas se comportan como siempre lo han hecho: saboteando, obstaculizando, posponiendo soluciones difíciles a problemas ancestrales. Pagando spots para promover sus posiciones aunque constituyan una violación a la legislación electoral. Preservando sus privilegios, blindando sus cotos, sacando legislación a modo -como la Ley de Radio y Televisión- y evidenciando todo lo que quieren proteger con ella. Los complacidos y los complacientes. Esos que escuchan los gritos del México que apoya a López Obrador y se tapan los oídos. Esos que miran la radiografía del país partido que esta elección arroja, y creen que bastará ampliar el Programa Oportunidades para reconciliarlo. Esos que produjeron a AMLO y hoy no saben cómo lidiar con él.
Ante este escenario es difícil no padecer una sensación de orfandad. De desconsuelo. Ese sentimiento que describe tan bien Kazuo Ishiguro en su novela Cuando éramos huérfanos. Esa soledad que produce estar parada en tierra de nadie, entre fuego cruzado, sin complacer a un bando y sin apoyar al otro. Intentando izar la bandera blanca entre las bazukas.
Intentando suplantar la incondicionalidad partidista por la reflexión ciudadana. Preocupada por la construcción de un centro vital donde sea posible construir, conversar, reconciliar, institucionalizar. Pelear menos por el poder, y más por formas de compartirlo mejor. Pelear menos por quién ganó la elección, y más por el país herido que ambos bandos están dejando tras de sí.
Publicado en el semanario Proceso No. 1551, 23 de julio del 2006

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