21 oct 2012

La visa que jamás llegó/Ariel Dorfman

La visa que jamás llegó/Ariel Dorfman
Revista Proceso # 1877, 21 de octubre de 2012

Coincidente en tiempo y en naturaleza con Vivir, de Julio Scherer García, el más reciente libro de memorias de Ariel Dorfman revela una anécdota que en el duro exilio del escritor chileno no podía dejar de ser contada: el intento del periodista mexicano por ayudarlo en una empresa aparentemente sencilla que, finalmente, resultó imposible… La obra se intitula Entre sueños y traidores. Un striptease del exilio y comenzará a circular en los próximos días. Aquí se publica un adelanto con autorización del sello Seix Barral /Biblioteca Breve.

Íbamos a necesitar en good old USA a aquellos ángeles, esa solidarity forever, antes de que pasara mucho tiempo. Aunque es cierto que, esta vez, no había escatimado esfuerzos para que las cosas anduvieran sobre ruedas.
Todo estaba arreglado para llegar sin problemas a nuestro próximo destino, el México lindo donde pensábamos instalarnos hasta que cayera Pinochet y donde podríamos criar a nuestros hijos en el castellano que hablarían al regresar a Chile. Cada detalle se fijó durante dos viajes que realicé a México. La primera visita había sido con toda la familia, en agosto de 1980, como jurado de un premio instituido por Nueva Imagen –la editora que estaba sacando mis dos nuevos libros– junto con Proceso, la revista mexicana dirigida por el inimitable Julio Scherer. En la última noche de la semana que pasamos en Cocoyoc, bajo la sombra del volcán que había azuzado la locura de Malcolm Lowry, mis conjurados García Márquez y Cortázar me incitaron a plantearle algo a Scherer, seguros de que accedería a mi solicitud: si acaso él podría evitar que mi familia y yo desfiláramos por el infierno que viven los exiliados en México cada año al tener que renovar su estatus migratorio. Le pregunté, entonces, si había alguna forma de obtener una visa de residencia permanente en su país a partir de septiembre de 1981 y de esa manera soslayar una burocracia displicente.
–Considéralo ya hecho –respondió Scherer, agregando con su acostumbrada generosidad–: Yo te pago el boleto desde Washington, cuando tú digas, me llamas y me lo dices, Ariel, pero Ariel no dejes de llamarme y ya, hacemos todos los arreglos.
Así que en febrero de 1981 viajé otra vez a Ciudad de México. La primera noche, Julio Scherer me contó en un restaurante celestial, sobre avenida Insurgentes, que todo estaba acordado.
–Al presidente lo vi ayer –dijo– y me preguntó que por qué Ariel Dorfman no estaba acá ayer mismo, anteayer, que venga ya mismo. El Presidente López Portillo dio instrucciones en mi presencia a Gobernación para que apuraran un permiso de residencia permanente para ti y tu familia.
Al día siguiente firmé un contrato con Juan Somavía para trabajar en un proyecto de medios de comunicación alternativos en el Instituto de Estudios Latinoamericanos (ILET) que él había fundado en esa ciudad. Juan se alegró de que hubiéramos podido esquivar los despiadados salones de espera del gobierno mexicano para consolidar mi estatus; si Scherer había ratificado el asunto, no había para qué desvelarse más, una opinión que secundaron muchos otros chilenos. Recuerdo incluso un almuerzo con Tencha Bussi, la viuda de Allende, donde confirmó que era innecesario que ella usara su propia influencia para solucionar mi caso. Si Scherer ha dado su palabra, dijo ella, yo estaba en las mejores manos, “es un hombre de honor, un verdadero caballero”, palabras que repitió casi textualmente otra amiga, Moy de Tohá, otra viuda residente en México.
Alborozado con estas buenas noticias regresé a Washington, donde visitamos el consulado mexicano con nuestras fotos y el contrato del ILET. A fines de mayo de 1981 hice una llamada al Distrito Federal y Julio respondió que todo marchaba viento en popa, nuestro permiso ya iba a llegar, no hay para qué preocuparse. Repetí la misma cantilena a Angélica, “no hay para qué preocuparse, mi amor, ya sabes cómo tardan estas cosas”. Ya los Fenton, dueños de la casita que arrendábamos en Bethesda, la estaban mostrando a posibles inquilinos, Rodrigo ya se había despedido, con pena, de sus copins en el cercano Lycée Rochambeau, y la certificación sobre sus estudios se había enviado a un colegio francés en Ciudad de México para garantizar una transición dúctil. Sin embargo, la visa se empecinaba en no llegar, los funcionarios del consulado decían con cara de palo no contar con información alguna, que volviéramos mañana, al otro día, de nuevo mañana, y a la semana siguiente, mañana, mañana, y era como si estuviéramos atrapados en una de esas caricaturas de la identidad latinoamericana en donde todo se posterga hasta un futuro siempre indefinido.
Durante un par de llamadas afables y puntillosas a Scherer, me reiteró que todo estaba bajo control, eran cosas habituales de la burocracia. De manera que volvimos a hacer las valijas y a empacar las cajas, cada ítem guardado en el lugar que le correspondía según la infatigable Angélica. Y entonces, a mediados de julio de 1981, salimos hacia Canadá con mis padres siempre dispuestos a convidarnos a unas vacaciones que vaya que nos hacían falta.
Mientras manejaba un Chevrolet arrendado hacia Prince Edward Island, con mi papá en el asiento del acompañante y Angélica, mi mamá y los dos niños atrás, me extrañé –aunque no lo manifesté a viva voz– de que no hubiese podido contactar a Scherer antes de que viajáramos. Mejor no expresar estas dudas, todo estaba bien, su secretaria había transmitido un mensaje de Julio de que no me impacientara, no hay para qué preocuparse. Justo en ese momento recuerdo haber divisado por la ventana del auto una escena digna de Edward Hopper o tal vez de un cuadro de Andrew Wyet: ahí, solitario e inmóvil en la llanura canadiense, reflejando la luminosidad azul de los lagos y el sol reverberante, se erguía una desguarnecida caseta de teléfono, y algo en mi pie decidió apretar el freno y el auto obedeció y se detuvo junto a la caseta fantasmagórica.
Esta memoria es tan exótica que ahora me digo que debo haberla inventado, que tal vez llevé a cabo la llamada a Scherer desde una gasolinera o por ahí la realicé esa noche en el hotel, y, sin embargo, así es mi recuerdo de ese momento: disco el número de Ciudad de México, deposito una cascada de monedas en la ranura y dejo que mis ojos se paseen por el paisaje de tundra hasta posarse en el auto, que tiene adentro a los cinco seres que más amo en el mundo, y finalmente Julio se pone al aparato, Julio está en tren de admitir, se está tomando su tiempo, está mascullando sus palabras, se nota que se siente embarazado, no me ha llamado porque tenía la esperanza de darme buenas noticias y no sabe cómo contarme lo que por último sí debe advertirme: estamos jodidos, Ariel, ¿qué quieres que te diga? Resulta que Proceso ha publicado una serie de artículos acerca de la corrupción en la Secretaría de Energía y el presidente, furioso, le ha declarado la guerra a la revista, quitándole todo avisaje comercial, tal como Echeverría, el presidente anterior, le había declarado la guerra al diario Excélsior cuando Scherer lo dirigía, y ahora la historia se está repitiendo. López Portillo intentará someter al director díscolo y negarle todo favor en un país donde el poder surge de la presidencia imperial y del partido gobernante, el PRI. López Portillo ha dicho que cualquier asistencia prometida a Scherer se ha cancelado y específicamente mencionó que Dorfman, el amigo de Scherer, no espere obtener ningún tipo de trato preferencial.
Julio está devorado por la rabia y la vergüenza, pero no hay nada que pueda hacer, no puede dejar de denunciar el millonario fraude detectado en los contratos del petróleo. Lo único que ofrece es que viajemos a México con una visa de turista y él contactará a alguien en Gobernación que todavía está dispuesto a recibir sus llamadas, a ver si nos ayuda a navegar por la burocracia kafkiana, “pero todo va a terminar arreglándose, esta confrontación no ha de perdurar mucho tiempo, este Presidente o el que viene va a ceder y se podrá negociar una residencia permanente, un permiso de trabajo”, afirma Scherer, ese ser maravilloso que considera que se ha comprometido su honor, y yo me encuentro consolándolo a él, asegurándole que no hay que preocuparse, que hemos sobrevivido a peores circunstancias.
Esa noche, bajo la extensa aura crepuscular del cielo canadiense –lo más al norte que he estado en mi vida, lo más lejos de Chile–, convocamos un consejo de adultos, mis padres, Angélica, yo, y el grupo alcanza rápidamente un consenso: no teníamos ánimo como para embarcarnos en aventura y definitivamente no queríamos arriesgarnos en el laberinto que era México, donde las leyes se aplicaban con arbitrariedad y el hombre más poderoso del país había jurado destruir a mi protector. No es que tengamos especiales ganas de residir en los United States, pero no parece haber, por ahora, otra opción. No podemos retornar a Europa, ni viajar a una Argentina regentada por los militares, a Chile yo no podía entrar, y por lo menos estábamos semiinstalados en Washington, y ahí está mi inglés, sí, es inglés ninguneado por mí y que ahora que hemos encallado en estas orillas tendrá que ser pieza principal en mi intento por ganarme la vida.

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