Despidiendo
a Mandela/Ariel Dorfman, escritor
Publicada en EL PAÍS, 27/12/2010;
Nelson
Mandela posee, por lo menos en Sudáfrica, el don de la ubicuidad. Se lo
encuentra en canciones infantiles, en avisos publicitarios, en discursos
oficiales y conversaciones informales, en boca de policías, pobladores y banqueros,
donde uno coloca la mirada o aguza el oído, el rostro sonriente de Madiba (el
nombre de clan con que todos lo llaman) incita a sus compatriotas a la
emulación incesante. Una resonancia tan categórica es comprensible. Mandela
encarna la derrota del apartheid y la milagrosa transición a la democracia en
una tierra que avanzaba hacia una sangrienta guerra civil. Liberado de un
cautiverio que duró 27 años despiadados, utilizó su aureola legendaria como el
preso político más famoso del planeta para extender una mano de amistad y
reconciliación a sus carceleros en vez de predicar la venganza. El prestigio de
Mandela se acrecentó aún más cuando, siendo el primer presidente elegido
libremente en la historia de su país, rehusó perpetuarse en el poder como es habitual
para mandatarios en ese continente.
Yo
también he participado en esta idolatría. Yo también lo considero uno de los
pocos gigantes morales de que disponemos en nuestra época avara y mezquina.
A
pesar de esta admiración, cuando visité Sudáfrica por primera vez en 1997, me
inquietó que Mandela fuera la única figura simbólica en torno a la cual podían
comulgar todos los sectores, ricos y pobres, gente de derecha y de izquierda,
blancos y negros y un arcoíris de otras tonalidades de piel. Retornando este año
para dar una conferencia en su honor, descubrí que esta reverencia se había
convertido en algo aún más exaltado: se lo trata hoy como un santo. Aunque es
cierto que Mandela fue indispensable para instaurar un Gobierno más justo en su
país y cierto también que sigue siendo el pegalotodo que aglutina y hermana las
facciones de una nación turbulenta y dividida, consideré que tal culto era
peligroso, colocando sobre sus hombros una carga de responsabilidad imposible
de sobrellevar e impidiendo a su pueblo discutir seriamente cómo vivir en un
mundo donde ya no contaremos con su presencia.
Resulta
que nada menos que Mandela mismo comparte mi recelo. En la página final de su
nuevo libro, Conversaciones conmigo mismo -sin duda el último que este anciano
de 92 años publicará bajo su nombre- ese viene a ser su mensaje postrero: “Algo
que me preocupaba profundamente en la prisión era la falsa imagen que
involuntariamente proyectaba al mundo exterior: que se me viera como un santo”.
Y concluye: “Nunca fui nada parecido, aun sobre la base de la definición
terráquea de que un santo es un pecador que siempre sigue tratando de
superarse”.
Con
la esperanza, por tanto, de moldear un legado que dentro de poco no podrá
defender en persona, Madiba busca contar la historia de su vida desde una
perspectiva diferente de la que conocíamos en sus consagradas memorias, Largo
camino a la libertad, publicadas en 1994. Para que sus lectores tuvieran la
oportunidad de encontrarse con un Mandela abierto y asequible, autorizó a un
equipo de investigadores a cosechar del mar casi infinito de su archivo un
autorretrato más frágil y profano.
No
me sorprende que tal misión tardara seis años en llevarse a cabo. Pude
inspeccionar en Johanesburgo esos materiales masivos que contienen los residuos
de la vida de Mandela durante mi visita a la fundación que lleva su nombre.
Para penetrar en ese santuario, uno debe primero descender una amplia escalera
en espiral hasta un piso subterráneo, enseguida pasar por una serie de oficinas
con grandes ventanales de vidrio y finalmente detenerse ante una puerta de
doble llave, detrás de la cual espera una vasta colección de recuerdos: las
fotos iniciales de la juventud de Madiba, sus cédulas de identidad y pasaportes
verdaderos y fraudulentos, los diarios de vida y calendarios escuetos y los
manuscritos clandestinos sacados de contrabando de Robben Island, además de un
acopio de notas de todo tipo y tamaño.
Si
bien solo unas gotas destellantes de este caudal pudieron recogerse en
Conversaciones conmigo mismo, los lectores tenemos la sensación íntima de estar
recorriendo ese archivo, saboreando sus delicias, escuchando los pensamientos y
emociones más latentes de Mandela, a solo unos redobles de su corazón,
especialmente cuando se nos permite asomarnos a las transcripciones de
conversaciones que sostuvo con sus más cercanos colaboradores. Ahí llegamos a
congeniar con un ícono que se ríe, que vacila y carraspea, que adora los
chismes, que acepta sus equivocaciones o insiste en que tiene razón, corremos
el velo sobre un hombre que lamenta haberse olvidado de un viejo amigo, sugiere
que le gustaría averiguar el paradero de un guardia que se portó bien con los
presos.
Todavía
más reveladores son los extractos de la correspondencia que se salvó de las
décadas en Robben Island, escrita con una dignidad feroz y conmovedora. Es casi
como si, en sus horas más oscuras, aun cuando no había esperanza de que se lo
liberara, aun el día en que recibió la noticia de la muerte de su hijo o el
funeral de su madre, aun cuando borroneaba palabras que sabía nunca llegarían a
su destino, aun en esos momentos, especialmente en esos momentos, estaba
imaginando un mañana donde cada una de sus expresiones tendría un significado
ulterior, cada una meticulosamente examinada, no por cancerberos, sino que por
una multitud de habitantes de su patria y del mundo entero.
Hay
un aspecto aún más notable de estas cartas desde el presidio. Mientras las
hojeamos, podemos adivinar de qué modo astuto Mandela tomó en cuenta la
vigilancia de los censores que escudriñaron y obstruyeron su correo. También le
está escribiendo subrepticiamente a ellos: casi se puede discernir su certeza
de que él es capaz de turbar a esos guardianes con palabras que evidencian la
crueldad absurda con que tratan a los reclusos, la confianza de que esos
centinelas pueden ser educados. Aunque, de hecho, también se está educando a sí
mismo, preparándose para la tarea de sobrepasar el abismo racial y la división
de clases sociales que amenazaba con destruir a Sudáfrica.
Tal
vez por eso encuentra tan alienante y desacertado que se lo considere un santo.
No fue debido a su separación de sus semejantes, su lejanía de la maldad, su
distancia de los desalientos de una humanidad vulnerable, que pudo prevalecer.
Por el contrario, fue zambulléndose en lo que era negativo en su propio
interior y en el doliente mundo que lo rodeaba, fue así que pudo transformarse
en el hombre que terminó siendo Nelson Mandela. ¿Cómo llevar a cabo esta
hazaña? Hay una palabra suya que retorna una y otra vez: integridad. Su propia
integridad y su convicción de que esa entereza existe en todos los seres
humanos, por mucho que esté escondida bajo una costra de miedo e intolerancia.
La fe de Mandela de que si se apela a los mejores instintos de hombres y
mujeres, ellos sabrán, en definitiva, responder. Pero solo lo podrán hacer si
comprenden que quien les exige una mejor humanidad compartida no ha traicionado
los valores más generosos de la especie, el deseo de un mundo más justo y
compasivo.
Es
un mensaje que la patria de Mandela necesita volver a escuchar. Su prodigiosa
Sudáfrica se encuentra de nuevo en peligro, desorientada, casi sin rumbo. Su
tierra dentro de poco tendrá que enfrentar un siglo de lucha renovada por la
solidaridad y la paz y la verdad sin la mano conductora de Madiba. Porque
Mandela se está despidiendo. ¿Y cómo, entonces, responderle? ¿Cómo honrar su
legado, su sabiduría, su magnanimidad?
Solo
puedo responder con las palabras que le brindé al final de nuestra conversación
hace unos meses en Johanesburgo. Cuando él me dijo adiós, aproveché para
pedirle que no hiciera ningún esfuerzo desmedido para asistir a mi
presentación, agregando, tal vez con excesiva solemnidad, que era importante
que descansara.
Durante
tantos años, -le dije- es usted el que nos ha llevado a cuestas. A su país, al
mundo entero, a mí. Ahora nos toca a nosotros. Y fue entonces que, sin soltarme
la mano, Nelson Mandela me brindó una sonrisa. He ahí una posible respuesta. Si
sabemos llevarlo a Mandela con nosotros hacia el futuro, tendremos la bendición
de su sonrisa. ¿O acaso hay algo más que podamos pedirle a este hombre que,
afortunadamente para él y para el mundo, no es, después de todo, un santo?
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