La nariz de Cleopatra/ Juan Eslava Galán, escritor.
ABCM 30 de octubre de 2016
Los
historiadores suelen soslayar ciertas minucias que influyen poderosamente en la
conducta de las grandes figuras de la historia. Si la nariz de Cleopatra
hubiese sido más corta, habría cambiado el curso de los acontecimientos,
escribió el filósofo Pascal en un tiempo en que las grandes narices se tenían
por signo inequívoco de voluntad firme y carácter decidido. Hoy, más
informados, preferimos pensar que el poder de Cleopatra no residía en su nariz
sino en sus otras gracias: «Su voz –dice Plutarco– era como un instrumento de
muchas cuerdas (…) Platón reconoce cuatro formas de adular, pero ella conocía
mil».
La
famosa reina de Egipto que sedujo a los más grandes romanos de su tiempo, Julio
César y Marco Antonio, se sirvió de su femineidad, de su cultura y de su
exotismo más que de su físico (sus retratos nos presentan a una mujer no muy
agraciada, de nariz aguileña y frente despejada).
Más
recientemente, en la proclamación del Estado Catalán por Companys, aquella
famosa charlotada de octubre de 1934 que duró tan solo unas horas, el
historiador Jordi Canal ve «razones íntimas, vinculadas con el corazón y la
entrepierna» que justificarían la actitud osada e incluso temeraria del
president de la Generalidad.
Al
parecer Companys rivalizaba en amores con el activista Miquel Badía. El oscuro
objeto de deseo de los dos hombres era la bella militante independentista Carme
Ballester, sin que a ninguno de los dos le incomodara el hecho de que la mujer
estuviera ya casada con un tercer militante de Esquerra, el dócil Carles Durán.
No
era Companys físicamente comparable a Badía. El president era ya cincuentón,
estrecho de pecho y francamente feo con esa cara larga y picuda con aventajada
nariz que le había valido el sobrenombre de El Pajarito en sus tiempos de
abogado de oficio.
Badía,
por el contrario, era un galán atlético que a sus prendas físicas unía cierta
fama de osado hombre de acción, lo que le había granjeado el sobrenombre de
Capità Collons (Capitán Cojones).
El
día de la sublevación catalana, los dos pretendientes de Carme destacaron en
sus respectivos campos: si el intrépido Capità Collons se batió bravamente en
la lucha callejera al frente de sus milicianos; Companys, por no ser menos,
proclamó la independencia de Cataluña desde el balcón de la Generalitat.
Sorprendido quizá del paso que había dado, para el que hubo de sobreponerse al
natural seny que le aconsejaba no comprometerse, al término de la alocución le
oyeron murmurar, en catalán naturalmente. «Ahora ya no podréis decir que no soy
suficientemente catalanista».
O
sea, que el trascendental episodio hoy inscrito en la memoria histórica
catalana pudo deberse a una forzada demostración de hombría y valor de Companys
destinada a deslumbrar a Carme Ballester. Sofocada la sublevación por las
fuerzas gubernamentales, Badia huyó a Francia y Companys acabó en la Cárcel
Modelo de Madrid, en la que posó rodeado de sus consellers para la famosa foto
en la que aparece tras las rejas, con el coqueto aditamento del moquero
colgándole del bolsillo superior de la chaqueta.
A
la postre, la erótica del poder resultó irresistible para la bella Carme, que
se divorció de Durán para matrimoniar con el president Companys tras el
misterioso y oportuno asesinato del Capitá Collons.
Otro
encalabrinamiento de gobernante, esta vez de Mussolini, pudo influir en su
aceptación del Anschluss, la incorporación de Austria al Reich hitleriano el 12
de marzo de 1938.
A
Mussolini, que se consideraba protector de Austria, no le interesaba que un
país tan poderoso como Alemania extendiera sus fronteras hasta Italia.
Conocedor de este hecho, Hitler temió una reacción negativa de su colega ante
el fait
accompli de su invasión de Austria y le envió al príncipe Felipe de
Hesse-Kassel, un camisa vieja nazi casado con la hija del rey de Italia, para
templar gaitas y ofrecerle compensaciones. Para sorpresa suya, Mussolini aceptó
el Anschluss de buena gana y mostró al negociador la más cordial disposición.
Hitler, aliviado, le expresó su eterno agradecimiento: «Príncipe, dígale al
Duce que jamás olvidaré este favor ocurra lo que ocurra. Desde lo más profundo
de mi corazón le doy las gracias. Estoy dispuesto a suscribir cualquier clase
de pacto. Estaré con él a las duras y a las maduras…».
¿Cómo
explicar la despreocupación del Duce ante asunto tan grave, en franca
contradicción con su política anterior? Nuevamente por un asunto del corazón.
Su amante Claretta Petacci, era una grafómana que describía minuciosamente sus
encuentros amorosos en un diario. Ese preciso día del Anschluss, la celosa
Claretta le había organizado tal escena de celos que el Duce tuvo que pasar
buena parte de la noche tratando de calmarla y reconciliarse con ella. Al final
el esfuerzo valió la pena, a juzgar por la anotación del día siguiente:
«Hicimos al amor como nunca antes lo habíamos hecho, hasta que le dolió el
corazón, y después lo hicimos otra vez. Entonces él se durmió, agotado y
satisfecho». En ese estado de euforia a Mussolini lo que menos le importó fue
que su compadre Hitler se apropiara de Austria.
Hitler,
por su parte, estaba más pendiente de su médico que de su amante. Un aspecto de
su vida que empieza a estudiarse con más detenimiento es su dependencia de las
inyecciones y compuestos farmacológicos que le preparaba el doctor Morell. Un
reciente estudio de Norman Ohlern, que ha descifrado y estudiado las detalladas
notas del galeno, demuestra que, hacia el final de la guerra, la dependencia de
Hitler de la cocaína era tan acusada que bien podríamos considerarlo un yonqui.
Esta sumisión explicaría aquella aparente locura que lo inducía a mover sobre
el mapa de operaciones ejércitos imaginarios con los que pretendía alterar la
suerte de la guerra.
En
fin, que las íntimas miserias de los gobernantes nos complican la vida a los
gobernados es un hecho que no necesita mayor demostración. Esperemos que
ninguna turbia historia de sexo o sustancias psicotrópicas esté influyendo en
la calamitosa actualidad política española.
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