30 abr 2009

No hay Estafo fallido

Columna Razones/Jorge Fernández Menéndez
Publicado en Excélsior, 30 de abril de 2009;
México, de 85 a 09
Entre las muchas preguntas que se hacen en torno a la epidemia de influenza y que ciertos medios repiten una y otra vez es por qué sigue muriendo gente en México, y a partir de allí se elucubra, aun en periódicos internacionales que se consideran serios, las más extrañas teorías o conjuras.
La gente sigue muriendo en México porque no ha sido tratada a tiempo, porque la enorme
mayoría de las personas que han llegado a tratarse de la enfermedad, sobre todo en la primera etapa de la emergencia, entre el miércoles y el domingo pasados, ya habían sido contagiados, ya habían tenido síntomas, se habían automedicado, ocultaron los mismos y, cuando llegaron con la enfermedad ya recrudecida a los centros de salud, los retrovirales no surtieron efecto. También es verdad que mucha gente, en los primeros momentos de la epidemia, recurrió a las vacunas tradicionales contra la influenza, pero resulta que éstas no sirven para atender la enfermedad, aunque se especula que quienes recibieron con anterioridad esa vacuna podrían haber tenido mayor resistencia al virus.
Se pregunta por qué la gente muere en México más que en Estados Unidos y la respuesta está en el sistema médico y en la automedicación: en México no vamos al médico por una gripe, en Estados Unidos es imprescindible si alguien desea comprar un antiviral. Un niño que murió ayer, en Texas, había sido llevado allí por sus padres para que fuera tratado: llegó tarde y, lamentablemente, le hubiera ocurrido lo mismo en México. Claro que puede haber, como fue reportado ayer en la prensa, algunos casos de negligencia médica y, por supuesto, que todos los que han fallecido por una neumonía no murieron por influenza porcina, sea o no correcta esa denominación.
Pero quizá lo que ciertos analistas nacionales e internacionales no han observado o no han querido ver es que el Estado mexicano ha logrado responder a esta situación en una forma realmente ejemplar. Tengo muy presente los terremotos del 85 porque se trató, tal vez, de los primeros eventos que tuve, como periodista, que cubrir con toda seriedad. Pero los tengo mucho más presentes porque en aquella ocasión al Estado resultó evidente que lo rebasaron las circunstancias: fue la gente la que salió a la calle y tomó, con la participación por primera vez tan pública, tan importante, del Ejército, desde el 68, el control de la situación. El Estado se colapsó, como se dijo en aquellos días, y demostró que requería cambios de forma y de fondo. Cuando se compara aquella situación con esta, la diferencia resulta notable: es verdad, no hay edificios derrumbados en las calles ni gente atrapada entre los escombros, pero estamos ante una epidemia que no conocemos cómo se desarrollará, ni nosotros ni el resto del mundo, bombardeados por las teorías más estúpidas que se pueden pergeñar para tratar de explicar lo sucedido; con políticos que en algunos casos actúan con responsabilidad y en otros con protagonismo y mezquindad; con medidas que afectan a la ciudadanía, en algunos casos con razón y en otros por simple protagonismo.
Nuestro colega Ricardo Alemán recordaba hace unos días las casi plagas bíblicas que han caído sobre el país en los últimos meses y tiene toda la razón. El gobierno de Felipe Calderón y el Estado mexicano han tenido que soportar un sistema de partidos sin madurez que, en parte, no ha sabido aceptar los resultados electorales de 2006 y ha caído una y otra vez en el absurdo y en el boicot a las mismas instituciones que exigen que funcionen con eficiencia; ha tenido que sufrir la etapa más violenta de la lucha contra el narcotráfico, con costos, exigencias y responsabilidades inéditas para cualquier otro gobierno anterior y sin la corresponsabilidad plena de los otros Poderes de la Unión; una crisis económica internacional que es también inédita y cuyos orígenes no son nacionales y, cuando parecía que la misma comenzaba a menguar, esta epidemia que no estaba fuera de las hipótesis de amenazas dentro y fuera del país y se esperaba que comenzara en Asia, pero, por razones que no se han podido explicar, y difícilmente se encontrará esa explicación (salvo que alguien crea que el virus fue traído por la gente de Oabma o fue liberado por los enemigos de éste o que todo se reduce a una conjura para que un par de laboratorios ganen dinero, y cualquiera otra teoría disparatada que hemos podido escuchar en estos días) estalló en México. No se conocía el virus, no se conocían los síntomas, no se conocían las medicinas con que podía ser atacada la enfermedad.
El 16 de abril, el mismo día en que Barack Obama estaba en México, se descubrió, en el Centro de Control de Enfermedades de ATLANTA, que se trataba de un nuevo virus, inédito hasta entonces, y en los días siguientes se comprobó que había logrado trasmitirse entre las personas: apenas una semana después, entre el descubrimiento del virus y la comprobación de que éste había logrado trasmitirse entre humanos (existen innumerables virus, con mezclas genéticas diferentes, que han logrado trasmitirse de los animales a las personas, pero luego no logran trasmitirse entre ellas y, por alguna razón, éste lo logró, pero esa verificación tomó, obviamente, algunos días y obligó a analizar más casos), se tomaron las medidas de emergencia y se siguió estrictamente en todo el país el protocolo establecido por la OMS y la comunidad internacional para atender la situación. El Estado mexicano, lejos de las leyendas del “Estado fallido” y otros cuentos políticos, funcionó y lo hizo con eficiencia. En muy buena medida porque la ciudadanía asumió con toda responsabilidad su papel. Pero también porque hay instituciones que sí funcionan, pese a todas sus limitaciones y problemas. Y eso no se cuenta en las crónicas catastrofistas de algunos medios nacionales e internacionales.

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