31 dic 2011

Juan Gonzalo Rose por Vargas Llosa

Mario Vargas Llosa /Extemporáneos: El tordo fugitivo 
 Letras Libres # 35,  Noviembre del 2001
La reedición de Las nuevas comarcas, del peruano Juan Gonzalo Rose, lleva a Vargas Llosa a hacer no sólo un brillante análisis de este libro ?de temple modernista? sino a retratar la figura melancólica de un poeta singular prisionero de los lugares comunes de su biografía.
Juan Gonzalo Rose (1928-1983) nació en Tacna, y en sus años universitarios fue aprista, como muchos poetas de su generación. Como muchos de ellos, también, se apartó luego del Apra y llegó a estar muy cerca, o tal vez dentro, del Partido Comunista, por lo que anduvo preso algunas veces y fue desterrado cuatro años, a México. Su distanciamiento del Partido Comunista, por lo que parecen haber sido discrepancias con lo que se llamó, delicadamente, el culto a la personalidad, no lo alejó, sin embargo, de las posiciones más radicales de la izquierda peruana, que defendió buena parte de su vida en artículos, entrevistas y manifiestos. Entiendo que esta conducta política coexistió, en sus últimos años, con una conversión religiosa, o, más bien, reconversión, pues había nacido en una familia católica y estudiado parte de la secundaria en un colegio de curas franquistas, que, según dijo en una conferencia, "casi lograron arrancarme para siempre y sin remedio a Cristo del corazón".
     Además de poeta, fue un excelente compositor de música criolla, que introdujo en el vals una gran delicadeza de temas y un buen gusto literario, sin quitarle por eso sabor popular. Algunas de sus canciones han tenido un éxito notable y alcanzado audiencias a las que no ha llegado jamás un poeta peruano. Aunque fuimos amigos, nos veíamos a la muerte de un obispo (es sabido que son casi inmortales), y él me pareció siempre, en cada reencuentro, además del conversador sabroso y el buen fabricante de ironías que era, una persona secreta, con algo misterioso y elusivo, un fondo privado que celosamente guardaba lejos de la contemplación pública. (Un verso suyo dice: "Mi vida, mi existencia de tordo fugitivo, mis costumbres ancladas en la sombra".)
     Y una buena demostración de que Juan Gonzalo Rose es algo más que todas esas figuras de su biografía —revolucionario y bohemio, criollo de guitarra y cajón, hombre de fe— es el último libro que escribió y que ahora se reedita, Las nuevas comarcas, en el que ninguna de ellas está propiamente representada, sino más bien otra nueva: la de un poeta trotamundos y hedonista, enamorado de los mitos, de la naturaleza y del amor. Por eso, conviene señalar las muchas cosas que no es este libro. No es un libro de poesía social ni de poesía religiosa (ni de esos cócteles de ambas cosas que puso de moda Ernesto Cardenal); no es un experimento lingüístico ni tampoco un libro costumbrista de exaltación de lo criollo.
     ¿Qué es entonces? Un libro que está más cerca de la poesía modernista que de las modas actuales. Pero no en lo que tiene el modernismo de más interesante para la estética contemporánea (la "profundidad" del Francisca Sánchez, acompáñame), sino de lo que, según el academicismo crítico de hoy, tuvo de más superficial: su exotismo esteticista, su gusto por la palabra rara y la sintaxis artificiosa, su sensualismo plástico (el modernismo de "La tigre de Bengala" y "La princesa Eulalia"). No se trata, sin embargo, de un libro anacrónico. Bajo su boato verbal, sus suntuosos decorados y geografías pintorescas, el asunto central y recurrente del libro, el que aglutina y organiza sus partes en un todo coherente, es el más humano y vigente de los temas: el placer, la satisfacción de los deseos. Es un tema que reina, todopoderoso, en la experiencia diaria de los hombres, pero los poetas de nuestro tiempo, a diferencia de sus tatarabuelos modernistas, suelen avergonzarse de él, rehuirlo o disimularlo tras abstrusas retóricas. Quizás el primer encanto del libro sea la frescura simpática que exhalan sus páginas. En ellas, ese asunto eterno, el goce, el deseo que encuentra consumación y cumplimiento, es cantado una y otra vez, sin pudor, con regocijo infantil, o recordado con desenfadada nostalgia. Pero no hay que confundir el placer con la felicidad. Aunque exaltante y enriquecedor, el placer es siempre fugitivo y su condición perecedera, el mejor espejo de la vida, lo torna al cabo, sin remedio, frustración. Por eso, este libro en el que el placer ocupa un lugar importante es también un libro triste. Discretamente triste, es decir, melancólico.
  
  Tiene la apariencia de un libro de viajes. Es una guía turística por una dilatada y entreverada colección de países y paisajes que se ordenan, no de acuerdo a la realidad o a la razón, es decir en función de su lengua, su posición en el planeta, su parentesco histórico, sino por la lógica más arbitraria: el capricho, la memoria, la emoción del poeta. Una de las constantes de Las nuevas comarcas es el movimiento: la necesidad de cambiar de lugar, de conocer lo desconocido, de aventurarse, de sentirse un extranjero. El gran personaje de la travesía, el hombre que cuidadosamente crean sus versos, es el forastero, el que está de paso, el desconocido. En otras palabras, el marginal (¿y qué otra cosa son hoy en casi todo el mundo los poetas?). Hace el amor en medio de las fanfarrias y colores del Carnaval de Río de Janeiro con seres que, en el fantástico frenesí que se ha vuelto la vida, cambian de nombre y de sexo; se entretiene fabricando diccionarios en las playas de arenas amarillas y tórrido sol de una isla del Caribe, o, desde las ventanas de una vieja casona, en las colinas de San Salvador, tiembla de voluptuosidad aspirando "el insensato aroma del café".
     Si por su forma el libro está próximo a una estética que floreció en el pasado, por su sensibilidad y espíritu está en cambio impregnado de actitudes, gestos, apetitos, ideales que caracterizan, en el Perú y en casi todo el mundo, a un sector considerable de los adolescentes. Esos jóvenes que, lúcida u oscuramente alzados contra la realidad construida por sus mayores, volvieron las espaldas a los incentivos e instituciones oficiales —el poder, el dinero, el consumo, la familia, la propiedad, el trabajo— y entronizaron la religión del ocio y de la trashumancia, de la fraternidad sexual y la vida en común, el culto de las flores naturales y de los sueños artificiales, y ese espiritualismo contemplativo que sólo tolera, como actividades, aquellas que son inseparables de un cierto placer individual —por ejemplo, la artesanía y la música—, reconocerán en Las nuevas comarcas una voz que los entiende, los envidia y los canta. Estas páginas diseñan un proyecto de vida, un destino semejante al suyo: un vagabundear incesante y desinteresado, o, en todo caso, interesado sólo en gustar intensamente todo lo que la realidad itinerante pone bajo los pies del peregrino. Salvo la droga, que en estos poemas no aparece (está sustituida por una fuente más rica de maravillas: la imaginación), todos los otros componentes de Las nuevas comarcas se relacionan con los mitos de la vida jipi y los antiguos jipis gozarían leyendo estos poemas (si los jipis leyeran).
     El mundo de Las nuevas comarcas tiene la apariencia de la realidad, porque viene etiquetado con nombres de lugares que existen —Río de Janeiro, Valparaíso, Veracruz, Kingston, Martinica— o que existieron —las playas donde Balboa vio el Pacífico, el Paraguay de las misiones jesuitas, la Chincha Alta de donde huían los esclavos perseguidos por sabuesos, etc.—, pero no es ni ha sido verdadero. Este mundo, como el de los cisnes y princesas de Darío, es mental, no expresa una realidad sino un deseo. Un apetito imposible de belleza y plenitud, de una existencia en la que los instintos pudieran desplegarse en libertad y ser colmados los delirios de la imaginación. En pocos poemarios aparece tan explícita, como en este, la función compensatoria de la creación, a la que recurre el hombre para levantar otra realidad que lo indemnice idealmente de las penalidades que le inflige la realidad de la que es parte, para inventarse esa otra vida que le gustaría vivir en vez de la sórdida, frustradora, en que se halla inmerso. Por eso, esta poesía de Juan Gonzalo Rose, como la mejor poesía modernista —que es por cierto, pese a los críticos, la de las princesas y los cisnes—, siendo irreal, la pintura de bellas inexistencias, no deja de ser humana ni de estar impregnada de vida. Al contrario: en su lujo, en su amaneramiento, en su preciosismo, es un desesperado testimonio sobre lo que, para desgracia del hombre, no es la realidad. La ambición que gobierna esta empresa poética es quimérica: tender un puente de palabras sobre ese abismo entre la realidad y el deseo que es el origen de la infelicidad humana:
    
     ¿Por qué, en ese instante,
          el más propicio de
     todos, no vino a mí la dicha?
     Hoy, con la boca llena de agua,
          huyo del tibio
     lecho donde un cuerpo,
          hace un instante hermoso, se
     acaba de marchitar. En la ciudad
          impera la tormenta.
     Un ron acuoso y agrio
          lo va cubriendo todo con su
     brisa de búho, y yo pienso, pienso
          que por encima de
     las nubes y de las hilachas
          de los relámpagos, más
     alta que la harina de los cielos
          y el doliente piar
     de las bandadas en extravío, fulge,           inalcanzable,
     mi posada, la del sol y los cafetos,
          la      del rápido
     instinto, aquella donde sentí
          —por vez postrera— los
     desfallecimientos que preceden
          a la grata torpeza
     del estío y al amor agobiante.
     
     Como los modernistas, Rose erige su mundo compensatorio, de belleza y placer, mediante el exotismo, es decir la fuga en el espacio, y el mito, la fuga en el tiempo. Lo que está lejos en la geografía o en la historia inevitablemente se baña de subjetividad: es un mundo relativo al que la fantasía puede corregir, enriquecer. Es lo que hizo Darío con Grecia y Versalles, Eguren con Escandinavia y Germania, Chocano con el Incario y el Virreinato, Lugones con los gauchos, Valle-Inclán con México. Lo que está lejos en el tiempo y en el espacio no es tanto lo que el poeta recuerda como lo que inventa.
     Pero, a diferencia de los modernistas, el mundo de Las nuevas comarcas no es inocente. Se sabe irreal, fabricado con la más impalpable de las materias, condenado a ser siempre imagen, sonido, y jamás experiencia vivida. Por eso, está transido de una recóndita amargura, como la que congela, en el texto arriba citado, a esa luminosa posada que añora el poeta: en este caso el hielo resulta del adjetivo inalcanzable.
     La voluntad de construir algo distinto a lo existente cuaja en Las nuevas comarcas no sólo en una fuga en el espacio, hacia lugares remotos y pintorescos, y en el tiempo, hacia un pasado mítico, sociedades donde los hombres dejan de serlo para volverse prototipos —dioses o diablos—, sino también en una fuga dentro del mismo lenguaje. Una fuga, un apartarse deliberado y sistemático de todo lenguaje oral. En las antípodas de los poetas que buscan la sencillez, que tratan, para representar la vida, de acercarse lo más posible en su voz al habla de los hombres (un Nicanor Parra o un Juan Gelman, por ejemplo), la poesía de Juan Gonzalo Rose trata de alejarse lo más que puede de esos vocablos usados y se apropia de los inusitados, los difíciles, aquellos que viven más en los libros que en la boca de la gente. Esa voluntad de artificio se refleja, lo mismo que en el vocabulario, en la sintaxis: rareza y dificultad —condiciones de la belleza modernista— son también en este libro los cimientos de su forma.
     En un momento pensé titular esta nota: "Juan Gonzalo Rose, un poeta entre la descripción y el plural". Desistí, porque me pareció que podía dar una idea falsa del libro, insinuar que se trataba de uno de esos ensayos de alquimia lingüística que están de moda y en los que la palabra aparece como una entidad autónoma y glacial, enteramente disociada de la experiencia de quien la escribe. El formalismo, en Rose, está cargado de vitalidad —su poesía es más instinto que razón, más sentimiento que idea, más intuición que reminiscencia cultural—, pero es muy explícito. Se manifiesta en perífrasis rebuscadas, una cierta grandilocuencia teatral, en la naturaleza recitativa de muchos versos. La abundancia de plurales, por ejemplo, contribuye en buena parte a esa impresión de amaneramiento: "En las pampas, bajo cielos infinitos y medrosos, los osarios de los caballos salvajes entre círculos de gavilanes amarillos". Pero el abuso del plural no es gratuito: tiene que ver íntimamente con el espíritu del libro,con su sed de espacio y la desmesura generosa que lo anima, ese hambre degozar de tantas cosas. El plural grafica el estado anímico del poeta, su utopía de un mundo de abundancia y exceso donde todo se dé multiplicado, repetido, en demasía: "¡Oh claustros! ¡Oh lujurias! ¡Oh rosas extremadas ardiendo en los tapices!"
      La poesía de Juan Gonzalo Rose está plagada de impurezas para una visión excluyente de lo poético: es a menudo prosaica y anecdótica. ¿Hay algo más desdeñado por los poetas de hoy que las llamadas "prosas poéticas"? Poco respetuoso de la moda, Rose, como decía Vallejo, "prosa sus versos": modela personajes, describe situaciones, crea diálogos, relata pequeñas historias. Algunos de estos textos, como el "Huayno del uro" —monólogo en el que un indio del Titicaca llora y adivina el destino de la compañera que lo ha abandonado para marcharse a Arequipa—, obligan al poeta a salir de sí mismo y realizar un esfuerzo específicamente narrativo: distanciamiento y corte de la propia intimidad, invención de un narrador sobre cuya personalidad recae la función de referir la historia. Que el lenguaje en el que ésta se desenvuelve sea poético (cargado de imágenes, lírico) no le impide ser, al mismo tiempo que poesía, narración. Entre estos híbridos, por lo demás, se hallan algunos de los textos más sugestivos de Las nuevas comarcas, como este cuento misterioso y terrible que recuerda a Poe:
  
     Hace ya como treinta claridades
          que estoy
     enterrada en una duna. Cada aurora,           viene hacia mí
     volando el gavilán y su pico cava,
          buscándome el
     corazón.
     Con el último fuego se aleja: yo lo veo           perderse
     en el cielo, guiado por el ojo
          de su codicia.
     Sopla entonces el viento nocturno
          del desierto y
     su mano, habituada al silencio,
          restituye la arena a su
     nivel, borrando los estragos del ave           carnicera.
     Algún día —escúchalo— el pico cuyo           tacto se afinó
     en la constancia desgarrará mi vestido.           En ese instante
     tú, que a mi lado descansas bajo
          la misma duna, vuelve
     el rostro hacia el mar: no mires
          el rito que tan sólo a
     nosotros...
     En otros textos, es el propio poeta quien, desde su intimidad, oficia a la vez de aeda y narrador, como en la serie de Charlas con José. ¿Quién es este niño o adolescente a quien, y de quien, el poeta habla con tanta ternura, nostalgia y dolor? ¿Un amigo, un hijo, un amante? Figura nimbada de sombras, versátil, una y otra vez, reaparece a lo largo de la travesía por estas comarcas, con nombres distintos, pero siempre sonoros y prestigiosos: Eliseo, Daniel, Caliché, Gabriel, Fermín, Paulino. Niño-mago, sabio precoz, travestista, docto en jergas, faunas y mitos, ángel o demonio o ambas cosas, terrestre y mítico, hecho de carne y sangre o de fantasía y sueño, en este ser fluido y cálido, ubicuo, se personifica el ingrediente por el cual este libro, tan volcado hacia el mundo exterior de las cosas, los sitios y los hechos es también complejo e íntimo: la ambigüedad.
     El amor, en Las nuevas comarcas, es a veces placer de los sentidos, desalado y vital, fiesta en la que participan los ojos, los oídos, el tacto, el olfato y el gusto con los mismos derechos. Otras, es más bien una fraternidad tranquila en la que una pareja se embriaga espiritualmente, con palabras. Pero hay veces en que es algo integral, confusión del alma y el cuerpo en una misma entrega y posesión. Es esta clase de amor del que habla el más breve y quizá el más logrado poema de Rose:
     
     Enciérrame. Protégeme. Y deténme.           Deténme.
     Aquí, ahora, todo es oscuro y
          silencioso. La sombra ha
     borrado toda página. Apenas,
          doblegando los pétalos de
     vidrio, penetran los rumores
          apagados de una luz
     callejera y la halagadora sospecha
          del otoño. Aquí, sólo
     nosotros. Nosotros dos, en nuestra
          alcoba, mientras
     Lima tirita bajo la neblina y un niño           como yo, igual que
     yo, tal vez yo mismo, se echa
          al hombro sus versos y se
     escapa hacia el mar.
     
     En esta imagen final se halla tal vez la verdad profunda del libro. Bajo la rica ornamentación que son sus páginas, tras la sinfonía de paisajes, motivos, que cantan sus versos, disimulado entre la magia de una fantasía feraz y una memoria ansiosa, se oculta, indefenso, solitario, un hombre que trata de rescatar al niño desesperado y jubiloso que alguna vez fue.
     En la última época de su vida, Juan Gonzalo Rose vivió aislado, preso, dicen, de una melancolía —los médicos le llaman depresión— que lo apartó de todo el mundo, salvo de su madre, a la que se aferró con todas sus fuerzas, como a una tabla de salvación. Había vuelto a esa niñez de la que, a juzgar por sus versos, nunca se resignó a salir del todo. Veinte años después de su muerte, sus poemas siguen lozanos, como las flores de un jardín. -

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