6 nov 2017

Malos vientos/Jorge Edwards

Malos vientos/Jorge Edwards, escritor.
ABC, Lunes, 30/Oct/2017
Escribir memorias sirve para recuperar la memoria, para reactivarla y enriquecerla. Mi memoria personal me indica que fuimos rebeldes sin demasiada causa, revolucionarios excesivos, críticos monocordes, unilaterales, que no supimos hacer a tiempo y a fondo la crítica de la crítica, como pedía Octavio Paz. Antes de mi llegada a Cuba como primer diplomático chileno después de una larga ruptura de relaciones, en los primeros días de diciembre de 1970, había estado en La Habana en el Congreso Cultural de enero del 68 y como miembro del jurado de los premios literarios de Casa de las Américas. Mientras describo ese viaje en el segundo tomo de mis memorias, en el otoño de Madrid, en el invierno, quizá, de mi descontento, como escribía Shakespeare, comprendo que ya todo estaba anunciado y que nosotros preferíamos no sacar las evidentes consecuencias. 
Se sabía que existían las UMAP, las unidades militares de ayuda a la producción, donde se enviaba a los homosexuales, a los santeros, a las «lacras sociales» de la más diversa especie. Y se sabía, por ejemplo, que el libro de poemas de Heberto Padilla, Fuera de juego, premiado por un jurado internacional, había sido publicado con un prólogo en contra del poeta Nicolás Guillén, que hacía de disciplinado censor, pero no había sido distribuido a librerías, como sólo podía suceder en un país donde todo el mercado del libro estaba controlado por el Estado. Hace poco leí que Andrés Oppenheimer, periodista y escritor incisivo, que reside en Miami, a propósito de la Venezuela de Nicolás Maduro, sostuvo que el mal comenzó en Cuba, hace ya muchas décadas, y que pocas personas quisieron verlo y decirlo. Debo declarar que estoy perfectamente de acuerdo. En lo mejor de ese primer viaje mío, en una fiesta en la casa del poeta chileno Enrique Lihn, personaje que ahora es uno de los mitos más fuertes de la poesía latinoamericana, Enrique me habló en voz muy baja, con curioso disimulo, de la situación existente en la Isla. Le pregunté que por qué me hablaba en esa forma. «Porque esto, contestó Enrique, está lleno de soplones». «¿En tu casa?» El poeta me respondió que los hombres de la seguridad se hacían los invitados y que no había manera de evitarlo: soplones en los interiores de las casas, en las porterías de los edificios, en las presentaciones literarias y en las inauguraciones de pintura. ¡En toda la Isla! Y nosotros bebíamos nuestros daiquiris y mirábamos para otro lado. Escribí mi testimonio, alrededor de tres años más tarde, porque llegaba desde Chile, y porque la mitad o más de la mitad del gobierno chileno de entonces, el de Salvador Allende y la Unidad Popular, pensaba que la revolución castrista era la panacea, la solución de todas nuestras dificultades, de nuestras limitaciones, de nuestras miserias. Me convencí en forma rápida, a los pocos días de estar en la Isla, de que si la panacea fidelista y guevarista llegaba a aplicarse en mi país, sería uno de los primeros exiliados. Cuando lo dije en una conferencia literaria, hace pocos años, hubo chilenos que abandonaron la sala, furiosos, y confieso que sentí lástima por ellos, pero también por todos nosotros.
Hacia mediados del año 73, pasé de la diplomacia chilena de la Unidad Popular a la Barcelona de la década de los setenta. A pesar de que el general Franco todavía estaba vivo, de que el descrédito del franquismo sólo se anunciaba, respiré en la Barcelona de esos días un aire fresco, de libertad en ciernes, de recuperación. Mis conversaciones con gente como Carlos Barral, Jaime Gil de Biedma, Juan Marsé, José María Castellet, y con algunos escritores europeos de paso, como Umberto Eco o Hans Magnus Enzensberger, me indicaban que el mundo cambiaba, que esa crítica de la crítica propuesta por Octavio Paz había iniciado su andadura con paso firme. Ahora escucho las declaraciones simplistas, mal meditadas y hasta mal expresadas, que salen del independentismo catalán, y me digo que nuestras conversaciones de la década de los sesenta, quizá demasiado discretas, demasiado marginales, no fueron suficientes. Muchos escribimos sobre el tema, pero nos faltó saber que la comprensión general de lectura era demasiado baja.
Aplaudíamos a Carlos Puebla, el cantante de la revolución, decía Juan Goytisolo, y no nos dábamos cuenta de que sus canciones anunciaban nuestro destino inminente: «Al que saque la cabeza, / duro con él, Fidel, / duro con él…». A los que sacamos la cabeza nos dieron duro, y con mucho fondo de guitarra; puedo asegurar por experiencia personal que el castigo fue difuso y confuso, más bien desafinado, pero de una extraordinaria persistencia. La reacción de los medios literarios de Cataluña, en los años de mi llegada, salvo raras excepciones, era inteligente, ilustrada, dotada de una visión crítica bastante abierta y libre. ¿Cómo se pasó de ahí a ese diálogo tan proclamado y a la vez tan poco practicado de estos días, a estos personajes tan seguros de lo que dicen y tan simples en su seguridad?
Mientras escribo memorias de nuevo, releo a uno de los memorialistas mejores de todos los tiempos, al señor de Stendhal, Henry Beyle, según su nombre de familia. Descubro que estudió matemáticas desde muy joven para aprender a pensar con rigor y que leía el Código Civil para pulir el estilo. Es probable que esos ejercicios preparatorios nos hicieran falta: aceptamos y celebramos demasiadas tonterías, con guitarreo excesivo, con esa retórica mediocre de «las venas abiertas de América Latina», y tengo la impresión de que en estos días de confusión sufrimos las consecuencias. Sembramos vientos, malos vientos, por ingenuidad o por lo que sea, y ahora, como es inevitable y como no lo habíamos previsto, cosechamos tempestades.

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