Project Syndicate, 6 de marzo de 2020
En septiembre de 1923, el Gran terremoto de Kanto devastó grandes partes de Tokio, principalmente por tormentas ígneas. Hubo rumores, a menudo reiterados en los principales medios de difusión, que acusaban a los coreanos —una minoría pobre y despreciada— de planear una violenta rebelión para aprovechar el desastre. Justicieros japoneses, armados con espadas, lanzas de bambú y hasta armas de fuego, se lanzaron sobre todo quien sonara o pareciera coreano. Unas 6000 personas fueron asesinadas mientras la policía miraba y, a veces, participaba.Este no fue un fenómeno exclusivamente japonés. Las masacres de minorías a manos de muchedumbres siguen siendo demasiado frecuentes. Recientemente, cuando los hindúes comenzaron a matar musulmanes en Delhi, la policía india fue tan pasiva —o culpable— como las autoridades japonesas en 1923. No hace falta ir muy atrás en la historia europea o americana para encontrar casos similares, o incluso peores, de linchamientos y asesinatos en masa.
La violencia irracional a menudo surge del pánico. Y el pánico puede aparecer fácilmente durante una crisis sanitaria o después de un desastre natural. La falta de información pública veraz puede derivar en teorías conspirativas, que pueden tornarse letales cuando los políticos o los medios las promueven deliberadamente.
En Japón en 1923, el Ministerio de Asuntos Internos solicitó a la policía que estuviera atenta a los coreanos que dieran la impresión de estar buscando problemas. En Delhi, Kapil Mishra, un político local oficialista del Partido Popular Indio (Bharatiya Janata Party), incitó a la violencia prometiendo que enviaría una muchedumbre a dispersar una protesta pacífica musulmana si la policía no aplicaba mano dura antes.
¿Puede tener consecuencias similares el pánico actual por el nuevo coronavirus (COVID-19)? Afortunadamente, hasta ahora no hubo masacres. Pero el comportamiento de algunos políticos ha sido, cuando menos, perturbador. En Italia, Matteo Salvini, el líder opositor de extrema derecha, dijo que los inmigrantes son una amenaza para el país porque pueden portar el virus y criticó al gobierno por rescatar a varios refugiados africanos. Los nacionalistas de derecha en Grecia están pidiendo campos de concentración para los refugiados, para proteger a la población de la infección.
Y luego tenemos al presidente Donald Trump. Su principal preocupación es que el pánico por la COVID-19 perjudique a los mercados bursátiles. Lo primero que hizo, entonces, fue acusar a sus oponentes de «politizar» la epidemia. Claramente, no es la mejor forma de mantener al público debidamente informado y ofrece una sólida base para teorías conspirativas. El hijo de Trump, Donald Jr., fue aún más lejos y declaró que los demócratas esperan que la enfermedad mate a millones de personas, solo para arruinar a su padre. Tom Cotton, un senador estadounidense republicano de Arkansas —y posible futuro candidato a presidente— reiteró especulaciones desacreditadas de que los chinos fabricaron la COVID-19 como arma biológica.
Esas absurdeces a veces se suavizan un poco cuando causan demasiada indignación pública, pero el daño ya está hecho. Un amigo en Nueva York observó como un hombre blanco y corpulento abordó a dos mujeres con rasgos asiáticos y les dijo que esperaba que el coronavirus las matara, «como hicimos con ustedes en Hiroshima».
Ese hombre está claramente trastornado. Uno esperaría que la mayoría de los estadounidenses, incluida la mayoría de los hombres caucásicos, estarían consternados por ese comportamiento. El problema es que cuando senadores famosos y otros altos funcionarios empiezan a hacen proselitismo con teorías conspirativas malintencionadas, los trastornados pueden sentir que están autorizados a decir y hacer cosas que habitualmente no dirían o harían. No hacen falta muchos trastornados para formar una turba violenta.
Por este motivo está mal pensar que quienes salen a matar a todos los que se les pongan delante en nombre de ideologías raciales, políticas o religiosas son simplemente locos solitarios. Personajes como Anders Breivik —que mató a 77 personas en Noruega en 2011 como parte de su guerra para salvar a Occidente de los marxistas, multiculturalistas y musulmanes— pueden ser, efectivamente, operadores solitarios, pero a quienes difunden las teorías conspirativas que enardecen las mentes de esos asesinos les cabe, al menos, cierta responsabilidad. Lo mismo ocurre con los extremistas musulmanes que llaman a la guerra santa contra los perversos infieles, o los políticos que afirman que los refugiados portan terribles enfermedades que amenazan a sus países.
La COVID-19 es una amenaza, como todas las enfermedades que pueden dar lugar a pandemias. Y, sin embargo, Trump trató de recortar el presupuesto de los Centros para el Control y Prevención de Enfermedades y no reemplazó a los equipos del Consejo de Seguridad Nacional responsables de las respuestas ante pandemias. El presidente y sus partidarios no confían en los expertos y la persona designada para liderar la lucha contra el coronavirus, el vicepresidente Mike Pence, es escéptico acerca de la ciencia.
Pero es ciencia, no las plegarias, lo que necesitamos para contener una enfermedad que amenaza al mundo. Construir grandes muros o meter gente en campos de concentración, además de inhumano, es ineficaz. Y usar las crisis para incitar al odio podría tener consecuencias fatales. Lo que necesitamos es pericia, cooperación internacional y palabras de nuestros líderes políticos que busquen calmar los miedos. Desafortunadamente, en demasiados lugares del mundo vemos exactamente lo opuesto.
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