6 nov 2023

Fauda/ Matteo Re

Fauda/ Matteo Re es profesor de Filología Italiana y Humanidades.

ABC, Lunes, 06/Nov/2023;

Fauda es un término árabe que significa «caos». Seguramente lo conozcan los más cinéfilos, ya que así se llama una exitosa serie israelí sobre el conflicto entre Israel y Palestina. La última temporada está ambientada en Cisjordania, en el campo de refugiados de Yenín. A pesar de que en esa región gobierne Fatah, las banderas verdes con lemas coránicos que ondean en la entrada del campo son una clara advertencia hasta para los más incautos: «aquí manda Hamás». Por eso, tras los atentados del 7 de octubre, el ejército de Netanyahu no sólo atacó Gaza, sino que también intervino en ese asentamiento temiendo que el conflicto podría fácilmente propagarse a Cisjordania.

Mientras el caos, la fauda, se extiende por Israel y los territorios palestinos, el maniqueísmo nos ha impulsado a los occidentales a tomar partido por unos u otros en una lógica simplista que recuerda la frivolidad de las rivalidades futbolísticas. Ya decía Amoz Oz que «todo europeo bienintencionado, todo europeo de izquierdas, todo intelectual europeo o todo liberal europeo siempre quiere saber, antes que nada, quiénes son los buenos y quiénes son los malos de la película». Sin embargo, reducir el conflicto árabe-israelí a un ingenuo «yo estoy con Israel» o «yo estoy con los palestinos» no deja de ser un insensato ejercicio de síntesis. Promover la paz y la coexistencia entre israelíes y palestinos y, más en general, entre Israel y el mundo árabe, siempre ha resultado ser una hazaña arriesgada. Algunos de los que lo intentaron sufrieron en su propia piel las consecuencias de semejante osadía. En 1981, tres años después de la histórica cumbre de Camp David entre Begin y Sadat (frente al anfitrión Jimmy Carter), terroristas de la Yihad Islámica asesinaron al presidente egipcio en El Cairo. Su pecado: haber firmado un tratado de paz con Israel en el cual también reconocía (primer país árabe en hacerlo) la legitimidad de la existencia del estado judío.

Por cierto, los egipcios asistieron en directo a esa masacre. La televisión estaba retransmitiendo el desfile de las fuerzas armadas en el día de la conmemoración del inicio de la guerra del Yom Kippur cuando, desde uno de los convoyes, bajaron unos hombres uniformados, se dirigieron corriendo hacia el palco presidencial y abrieron fuego.

Años más tarde, en 1995, un extremista sionista asesinó al primer ministro de su país, Isaac Rabin, en Tel Aviv. Se le acercó al final de una manifestación contra la violencia y a favor de los Acuerdos de Oslo, que el mismo Rabin había firmado en 1993, y le disparó a bocajarro. Según esos acuerdos, que culminaban el tanteo preliminar entre palestinos e israelíes puesto en marcha en la cumbre de paz de Madrid de 1991, Israel se comprometía a ceder a su interlocutor, Yasir Arafat, parte de Cisjordania, Gaza y a aceptar la creación de la Autoridad Nacional Palestina. Por su parte, el líder de la OLP accedía a abandonar el terrorismo y a aceptar el derecho a existir de Israel. Por primera vez, israelíes y palestinos se reconocieron mutuamente como interlocutores legítimos. La foto del apretón de manos entre Arafat y Rabin, con Bill Clinton ejerciendo de maestro de ceremonias, pasó a la historia y valió a los dos mandatarios el premio Nobel de la Paz en 1994.

El clima internacional favoreció ese acercamiento. Tras el derrumbe del bloque comunista, como bien apuntaba hace unos años T. G. Fraser, «el Gobierno israelí sabía que tendría que dejar de recurrir al argumento del carácter estratégico en su relación con Estados Unidos». Por su parte, la desaparición de la Unión Soviética había borrado una fuente de financiación para países como Siria, históricamente enemigos de Israel. La guerra del Golfo, además, había eliminado de un plumazo el patrocinio para la OLP proveniente de Arabia Saudí e Irak. Sin embargo, los elementos más radicales de ambos pueblos se empeñaron en que los Acuerdos de Oslo fracasaran. Les convenía seguir viviendo en una situación de tensión permanente antes que abogar por la paz, camino que inevitablemente pasaba por aceptar ciertas concesiones y compromisos.

Mientras un extremista sionista mataba a Rabin, en Gaza Hamás adoptó la estrategia de la acción-represión-acción, muy común entre los grupos terroristas (fue la que guió a ETA desde 1965 hasta la Transición). La dinámica era la siguiente: la organización realizaba atentados indiscriminados para provocar la reacción desmedida del Ejército israelí. Esa respuesta provocaba, a su vez, y según los cálculos a menudo acertados de los terroristas, el aumento exponencial de integrantes de Hamás, el incremento del odio hacia Israel (no solo a nivel local sino también internacionalmente) y pondría en marcha la «transferencia de responsabilidad», aquel fenómeno que Maurice Tugwell definió como «una desviación de la atención pública, la cual se aparta de los actos comprometedores del que inició el conflicto para dirigirse hacia los del adversario, de manera que puedan ser olvidados o perdonados».

Y en efecto, esto es lo que está pasando hoy, ya que esa misma lógica de acción-represión-acción está detrás de lo ocurrido en los ataques del 7 de octubre. La reacción internacional, especialmente la del mundo occidental, la vaticinó muy acertadamente Florentino Portero en un programa de radio el 9 de octubre, tan solo un día después de las agresiones de Hamás, al afirmar que, «tras un primer momento de duelo hacia los judíos, una vez que Israel empiece a atacar se comenzarán a oír en Occidente las críticas a Israel por ir mucho más allá de lo aceptable». De repente nos olvidaremos de cómo empezó todo, de las 1.400 víctimas de más de treinta nacionalidades diferentes, y nos quedaremos con la desproporcionalidad de la actuación del Ejército israelí, sin pedirle ni siquiera a Hamás que nos dé muestras de que los rehenes siguen con vida.

Resulta humano exigir que la población civil de Gaza no padezca la dura represalia causada por la actitud criminal de su propio Gobierno, pero a la hora de pedir proporcionalidad a Israel no podemos olvidar que Hamás no reconoce a ese Estado y a su pueblo el derecho ni siquiera de existir. Que los principios de Hamás, tal y como nos recordaba hace unos días el profesor Luis de la Corte en otra Tercera de este periódico, así quedan expresados con claridad en su carta fundacional: «Alá es su meta. El profeta, su guía. El Corán, su constitución. La Yihad, su senda y la muerte al servicio de Alá, su más codiciado anhelo». Y quien se opone a ello, paga con la vida.

Merece la pena terminar este artículo rescatando un caso poco conocido. El de una víctima casi anónima, que perdió la vida intentando fomentar la convivencia entre los dos pueblos, judío y palestino, de forma sencilla. Juliano Mer-Khamis era un actor y director árabe-israelí, que se describía a sí mismo como «cien por cien palestino y cien por cien judío». Había fundado el Teatro de la Libertad en el campo de refugiados de Yenín, vaticinando que la siguiente Intifada, la tercera, tenía que ser cultural. Fue allí, en la puerta del teatro, donde unos encapuchados lo asesinaron en 2011. En estos lares la lógica de la cancelación prevalece a menudo sobre el deseo de crear dos Estados que puedan convivir. Para que eso ocurra, ni Hamás ni los ultraortodoxos tienen cabida.


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