15 mar 2009

Comentario de Ray Loriga

La serpiente/RAY LORIGA
El País Semanal, 15/03/2009
La casa de Kafka en Praga era en realidad un cuartito, yo lo visité, y me asombró que un escritor tan grande pudiese caber dentro de una habitación tan pequeña. Ya decía Randy Newman que la gente pequeña tiene manos pequeñas, pies pequeños, corazones pequeños y, en fin, vidas pequeñas. Por otro lado, uno no se imagina a Kafka a la puerta de una villa frente al lago Como, rodeado de perros afganos. Los escritores no tienen más importancia que su escritura y, al parecer, sus huesos. La muerte despliega, tarde, un extraño entusiasmo por unos seres invisibles que no reclaman nada de sus patrias y cuyas patrias, a cambio, y con educación exquisita, ignoran. Los escritores pueden suicidarse, internarse en un manicomio o morir de viejos con las pantuflas puestas, pero en general viven sin hacer ruido y sólo son obligados a regresar a la casa de lo común cuando ya no pueden defenderse. Entonces aparecen las placas en las fachadas de los inmuebles que habitaron, las banderas sobre sus féretros, y se les obliga a aceptar (por fin, con todos los gastos pagados) un billete de vuelta desde cualquiera de sus múltiples exilios.
Virginia Wolf tenía la mala costumbre de meterse en los ríos con los bolsillos llenos de piedras. Allá ella. La literatura no pide permiso para ser, ni para dejar de ser. Pero en algún lugar se guarda la camisa blanca de Larra como un tesoro. A Borges también querían darle el último paseo para obligarle a desfilar de abanderado de alguna de esas patrias que no son la casa de ningún escritor vivo o muerto. Las palabras se juntan para salvar su propia vida, y así la literatura se convierte en su propio asunto, y para serlo deserta voluntariamente de todo lo demás, incluida la madre que nos parió. Las últimas novelas de Beckett pasan por encima de los nombres evitándolos como si fueran fantasmas. La literatura rusa, en cambio, le regala a cada personaje tres nombres, que es como borrarlos todos. Dicen que Thomas Pynchon se encontró con Thomas Pynchon en Central Park y ni lo saludó. Me consta que Salinger quemó su propia casa para librarse de ella y tal vez de todos sus libros. Cuando muere un escritor sólo puede ser reclamado por un lector, aquel que, según Borges, es el hombre destinado a sus símbolos. Dublín recuerda a Joyce puntualmente, pero en realidad es Joyce quien se ha bebido a Dublín. Los escritores mueren mal porque viven mal, o no mueren porque no han vivido. Lo que se ha escrito le pertenece a un escritor y a su señora, es decir, su lector, la vecindad no tiene nada que reclamarle a quien no ha pedido nada. A quien no ha causado modificaciones apreciables en la fachada.
En las pequeñas habitaciones en las que se escribe no cabe más que uno. En las ventanas, casi nunca hay flores.
A Edgar Allan Poe lo acusaron de ser discípulo de los románticos alemanes y contestó: “El horror no llega de Alemania, llega del alma”.
Un escritor es una causa de a uno, sin más himno que su propio murmullo. Los escritores no son faraones, ni hay nada en sus tumbas. Ya han sido. La infancia de Benet ya tiene dueño, el padre de Rulfo ya ha hablado. Cuando vuelvas a Viena, no preguntes por mí. La arrogancia de añadirse a lo que ya se ha escrito se castiga con la muerte y el silencio. Y está bien que así sea. No despertemos después a la serpiente. Entre nosotros, los escritores, nos caemos bien, porque tenemos un miedo parecido, porque también hemos llamado a un río Misisipi, sabiendo que exagerábamos. No pretendemos amontonar mucha más simpatía, pero podemos pedir, que no exigir, que dejen nuestros huesos tranquilos.
El billete más bonito que he visto tenía la cara de Saint-Exupéry, pero no era más que dinero, creo recordar que veinte francos.
El avión de Exupéry todavía vuela, y sus restos mortales aún no los ha encontrado nadie.

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