1 mar 2009

La siembra del miedo

En las cárceles “el miedo es una piel”
JULIO SCHERER GARCíA
Revista Proceso # 1687 (
www.proceso-com-mx), 1 de marzo de 2009.
Fallecido el miércoles 25 de febrero, a los 81 años, el doctor Carlos Tornero López llegó a compenetrarse tanto en la problemática de las cárceles del país que él mismo, llegó a decir, se sentía preso. Más de la mitad de su vida la dedicó a administrar prisiones, a vivir “entre sicópatas y criminales”, por lo que se convirtió en el hombre que más sabía del tema. En 1998 Tornero se decidió a hablar con Julio Scherer García de “la injusticia institucional, la corrupción interna, la impiedad, el dolo, la mala fe, el morbo, el lucro vil, la dignidad perdida”, que imperan en las prisiones mexicanas. De esa experiencia da cuenta el libro Cárceles, publicado en 1998, del cual reproducimos extractos.
Al inaugurar el país una etapa promisoria con el ingeniero Cuauhtémoc Cárdenas como gobernador del Distrito Federal, me abrí a la esperanza, como tantos. Algo podría hacer por los infractores. Soy psiquiatra, no carcelero y los considero víctimas de su propia violencia. La ONU los llama, y con razón, minusválidos sociales.
“Pronto se me impuso una realidad: bastaron cuatro años para que la descomposición en las cárceles rebasara las pesadillas de la fiebre. El número de internos se duplicó hasta casi catorce mil y las llagas infectadas hicieron de la vida en cautiverio una pus.
“Usted podría preguntarme cómo se mide la crápula en un antro copado por la corrupción y yo le respondería:
“En 1993 los capos de las prisiones surtían en cuatro semanas un kilo de cocaína. Hoy les bastan unas horas”.
Se detiene el doctor Carlos Tornero, velados sus ojos azules. Dice al fin:
“1994 fue el año del asesinato de Colosio, el nacimiento de Marcos, el desprecio por Salinas, la muerte moral de un sistema aborrecido. 1994 pudrió las cárceles y así hemos seguido. Habría que rehacerlo todo”.
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–¿Alguna vez gritó usted tanto horror?
–No. Valoré mi trabajo más allá de mi vida completa. Una vez decidido a hablar, debo ser claro. Mi silencio me hizo cómplice por omisión.
Sobre una pequeña mesa de trabajo, en su casa de la colonia Narvarte, descansan dos grabadoras, dos tazas de café, dos vasos y una jarra con jugo de naranja. Tornero lleva el café a los labios, apenas lo prueba y ceñida con las manos sostiene la taza en alto. Busca su propio monólogo.
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Una luz negra oscurece las prisiones día y noche: la muerte.
A lo largo de la semana que va del dos al ocho de marzo, el doctor Tornero fue informado de tres suicidios y un homicidio en los reclusorios sur y oriente. Ocurrieron en las horas más desguarnecidas, lejana la madrugada.
La tragedia enferma al penal. Su población quiere saber, exige los pormenores del suceso. La muerte, donde se la encuentre, es el acontecimiento de la vida.
(…)
Perturba la cadena, las muertes en serie, síntoma de zozobra y agotamiento en los penales. El último límite se aproxima para todos.
Cavila Tornero. Las grabadoras registran el silencio. Con su inteligencia lejos, me aparta. En la sala de su casa, a la distancia de dos hombres que hablan bajo, me siento un extraño.
–¿Se da cuenta? –dice al fin.
–¿Qué me quiere decir?
–En las cárceles se vive bajo el temor. Sin descanso.
–Pienso a mi pesar que el homicidio es asunto del ministerio público y los muertos, muertos están. ¿Qué más doctor?
–No se trata de eso.
–Entonces de qué.
–Quisiera explicarle.
–Diga, doctor.
–Yo también soy un preso.
–Lo imagino.
–Vivo una vida contradictoria, nudosa.
No distingo entre su preocupación y su angustia.
Su rostro se cierra y empieza a hablar, profundas las arrugas que lo marcan.
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“Soy psiquiatra y convivo con miles de enfermos, muchos dañados de manera irreversible, algunos locos para siempre. Otros, muchos también, caminan a la esquizofrenia, quebrados los afectos profundos, destruida su relación con el mundo exterior. No conozco un interno sin neurosis, alterada su capacidad intelectual, disminuida su aptitud física, desviada o aniquilada su sexualidad, exacerbado el abrigo de la intimidad.
“Corrupción y explotación son palabras que envuelven el vacío. Nada dicen. Importa mirar a los internos de cerca, cara a cara, armarse de paciencia para escuchar su voz truncada. Sólo así es posible sentir el tono descolorido de su vida, el tedio que todo se traga.
“El hacinamiento, el hedor, el estrés, el trabajo que no llega, el deporte imposible, la golpiza al acecho, la venganza a punto, la disputa por los territorios, la pérdida del sentido de humanidad, todo junto llevaría al recluso al incendio de su propia vida y la ajena si no fuera por el licor o la droga. Si la prisión ahoga, el trago y el polvo liberan.
“Los reos, los más, desvirtúan el lenguaje y debilitan su identidad como personas. Sin conversación, se comunican con silbidos. Atentos al jefe de seguridad, anuncian sus pasos con sonidos que imitan las voces de los pájaros. Conocedores de los odios y los rencores de la cárcel, si las puntas brillan en un rincón y por ahí merodea un custodio, cubren a los pendencieros con notas largas y agudas.
“Les gustan los tatuajes y se adornan con pechos inabarcables y nalgas inconcebibles, caderas recogidas y cinturas como aros, leopardos y tigres que avanzan, águilas con picos que devoran. Su obscenidad, sosa y pueril, se lee en los excusados”.
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Le pregunto al director de las cárceles:
–¿Cómo se hace, en la práctica, para corromper a un director de prisiones? A usted, en la penitenciaría de Santa Marta, ¿cómo le “llegaron?” Si fue una mujer, ¿cómo? Si fue la droga, ¿cómo? Si fue el dinero, ¿de qué manera?
–¿Sólo existen para usted la sexualidad, la evasión y la fuerza, el dominio del dinero?
–¿Hay acaso otros poderes en las cárceles que usted describe?
–Uno sobre todos: la siembra del miedo.
–Cuente, doctor.
–El miedo se pega. Es una piel. El miedo es el arma de los narcos, de los matones, de los soplones, de los pandilleros.
“El miedo se nota, se ve la sombra que cubre a los cobardes y a los sujetos sin autoridad moral. De los cobardes no vale la pena ocuparse. Los segundos, pendientes las cuentas que los años les fueron dejando, vacilante su mundo interior, acaban en la simulación. Se corrompieron, sin principios por defender. Es el caso de la mayoría de los directores y jefes de seguridad que han pasado por nuestras prisiones. Terminan como actores, confundida la vida con la representación”.
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–¿Por qué, doctor, su pasión por ese mundo, intrincados la locura y el crimen?
–Sólo en la vida secreta que llevamos adentro nos enfrentamos con la verdad. Ahí matamos, ahí cobramos venganza, ahí destruimos, ahí levantamos un ego tan alto como ningún otro, ahí y sólo ahí nos atrevemos con nuestras traiciones y cobardías.
“Los teólogos hablan del pecado original para explicar las caídas de la criatura de Dios. A mí me atrae la fragilidad del hombre para acercarme humilde y soberbio a sus faltas, que son las mías. Endebles todos, semejantes la mujer insustituible y la aborrecida, el padre amado y despreciado, el hijo que cuenta y el que está de más, el amigo amargo y el que ni eso es, nadie escapa a su propia debilidad.
“Me atrae el mundo de los infractores y los enfermos porque lo habito. Tengo mi propio testimonio, el que vale: mi vida secreta, los jugos que eyacula y que sólo yo huelo. Todos caemos y no hay quien termine ileso.
“De esta realidad que es el hombre, la gracia y la desgracia que se juntan, la línea recta y la línea curva que se enredan en una sola geometría, surge la belleza contaminada del mal, las legiones alucinadas que lo buscan, el fervor que lo hace religión. Si a la maldad la despojáramos de la belleza que contiene, perdería su fuerza y dejaría de existir”.
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Vuelve Tornero, entre los extremos: aborrece las cárceles y de ellas es responsable.
En su lenguaje:
–Abomino de las prisiones, instituciones contra natura. Ahí están, aplastantes. Yo las llamo como lo que son: jaulas. Y las jaulas son para las bestias.
“Me lastiman como un dolor, víctimas los internos de sus propios crímenes y victimados por una sociedad que ve el castigo como una purificación. Es la sociedad que establece categorías, los buenos y los malos. Y malos, perversos, podemos ser todos.
“Creo en la sanción sin concesiones para aquéllos que, dueños de sí mismos, se satisfacen en la maldad y la propagan. Aún así les es inherente su dignidad de hombres y merecen un trato humano.
–¿Qué ve usted en sus prisiones?
Arma Tornero un largo monólogo:
“Percibo una depresión profunda que expresa el ánimo de los internos, perdidos en un tiempo ausente. Sin punto de apoyo, buscan consuelo en el pasado. Es el tiempo de la madre o de la abuela, la tía mayor, la hermana grande.
(…)
“Pero regresemos a las cárceles, a la depresión en la que muchos internos flotan sin sentido y muchos descienden hasta la profundidad de la esquizofrenia. En el espacio mortecino de la locura, estremecen los reos de hábitos tranquilos. El bien y el mal les son extraños, nada saben de la libertad, a nadie lastiman, trabajan incansables con dedos sorprendentes y un día se extinguen, dramáticamente amados.
“Otros, los psicóticos tocados por la electricidad, saltan en un segundo de la mansedumbre a la sevicia y en ella se vacían. Dotados de una fuerza ignorada, llegan a extremos desconocidos por la ferocidad animal. Sé de corazones devorados, de cuerpos triturados, arrancada la piel, las venas como hilachos. Las fotografías que se conservan en archivos cerrados, muestran el horror de la demencia dejada a su furia.
“En este caos conviven los orates, los pueriles, los perversos, los apacibles, hacinados y promiscuos. La locura arma con puntas y fierros a sombras y espectros. La irracionalidad de los homicidios es lectura frecuente en el interior de las prisiones”.
Remata Tornero, desapacible:
“Las fichas de ingreso a las cárceles, de nada sirven. Elaboradas a la carrera, basura la ortografía, rebosan cajones inútiles. Otro tanto ocurre con las historias clínicas de los reos. Ni de su vida tenemos noticia.”

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