Publicado en El País, 30/06/2009;
El golpe militar consumado contra el presidente constitucional de Honduras, Manuel Zelaya Rosales, ha representado para América Latina el regreso a la era de las cavernas, cuando era signo común que los ejércitos actuaran como árbitros finales del poder político. Los regímenes surgidos de los golpes militares fueron un mal propio de Centroamérica por décadas, lo que ganó a estos países el triste título de repúblicas bananeras, denominador común que se extendió hacia todos aquellos otros donde hubiera un ejército dispuesto a ejercer sus prerrogativas de gorilato.
Las imágenes de las calles de Tegucigalpa que vimos en la televisión, con los tanques de guerra y los carros blindados en agresivo despliegue, y las patrullas de soldados en atuendo de combate, volvieron a poner el reloj en la hora más negra de un pasado que parecía sepultado para siempre. Y un presidente levantado a la fuerza de su cama en la madrugada por un pelotón de militares encapuchados que invade su casa, subido en pijama a un avión, y llevado a otro país, son también imágenes de una vieja película que creíamos no volveríamos a ver jamás. Pero están allí, ante nuestros ojos, y corresponden a las realidades del siglo veintiuno.
Las justificaciones legales de toda la trama son torpes. He oído al diputado Roberto Micheletti, nombrado presidente de la república por el Congreso Nacional después del golpe para suceder a Zelaya, que la acción se debió a la orden de un juez, impartida a los mandos militares. Imaginen el tamaño de la artimaña. Un juez que da un mandamiento a quien no debe, porque el ejército no tiene funciones de policía más que bajo un régimen ocupación, y menos puede ordenar a los militares que saquen de su cama a un presidente debidamente electo, que goza de inmunidad, y que lo extrañen del país, desde luego que el destierro no existe ni como medida preventiva, ni como pena, bajo la ley. Sólo usar esta coartada es ya una vergüenza.
La magnitud de la agresión que ha sufrido el orden democrático en Honduras, deja atrás cualquier debate acerca de la precaria situación en que el presidente Zelaya se había puesto en los días anteriores al golpe militar. Parado en el filo de la navaja, no supo hacer una lectura sensata del balance político de fuerzas, cuando todo se acumulaba en su contra. Horas antes de ser sacado violentamente de su casa y del país, había perdido el respaldo de la Asamblea Nacional, que luego votó de manera unánime su sustitución; de su propio partido, el Partido Liberal, cuyos diputados votaron todos por la sustitución, junto con los de los otros partidos; de la Corte Suprema de Justicia, del Consejo Electoral, y de la Fiscalía; de buen número de los medios de comunicación con los que había entrado en una áspera pugna, de las cúpulas de empresarios, y de la jerarquía de la Iglesia Católica. Se hallaba solo, y no parecía reparar en ello.
El presidente Zelaya se olvidó, Dios sabe por qué, del terreno que estaba pisando, al insistir en llevar adelante una consulta popular, organizada por él mismo, y que debió realizarse el propio domingo de su derrocamiento, cuando los otros poderes del estado se lo habían prohibido bajo argumentos de inconstitucionalidad. Conforme esta consulta, pretendía obtener respaldo para hacer que en las elecciones generales de noviembre próximo se instalara una cuarta urna en la que los ciudadanos debían votar si quería un cambio de Constitución Política, algo que el Consejo Electoral le había ya negado, con el respaldo de la Corte Suprema de Justicia.
Siguió actuando con atolondramiento cuando ordenó al Ejército desembarcar el material electoral de la consulta, llegado desde Venezuela, y repartirlo en los centros de votación; y cuando el jefe del ejército se negó, hizo destituirlo, para que de inmediato sus adversarios en los otros poderes del estado respaldaran al destituido, previa renuncia de todo el estado mayor en solidaridad con su jefe. Para provocar una crisis de este tamaño, el presidente debió sentir que tenía alguna clase de respaldo sustancial. ¿Pero dónde estaba ese respaldo? ¿En qué instituciones? ¿En qué organizaciones populares, en qué sindicatos, en qué partidos políticos, en qué corporaciones? ¿Contaba acaso con la mayoría de la opinión pública?
Siento que el presidente Zelaya se vio en otro país que no era Honduras, y subestimó el poder de los estamentos conservadores, que miraron con antipatía y desconfianza su alineamiento con la izquierda populista que representan Chávez y Ortega, y su amistad con Fidel Castro, una legítima escogencia personal suya, de todas maneras. Es, al menos, uno de los argumentos que de manera solapada utiliza Micheletti para justificar el golpe: ha dicho que Zelaya, su correligionario liberal, cambió de ideología en el camino, y "se volvió de izquierda", lo que al fin y al cabo le cobraron con el golpe militar.
Los errores de apreciación política del presidente Zelaya, que no advirtió el terreno que estaba pisando, y sus enfrentamientos con el orden legal para promover un cambio constitucional que le permitiera la reelección, como es ahora el impulso de los líderes en el gobierno en no pocos países de América Latina, se vuelven anecdóticos. Fue depuesto de manera ilegal y brutal, y eso es lo que cuenta.
La prueba de fuego es ahora para la Organización de Estados Americanos (OEA), que debe demostrar si es capaz de hacer valer su Carta Democrática. No puede haber trasgresores del orden constitucional, ni los golpes militares pueden quedar en la impunidad.
Las imágenes de las calles de Tegucigalpa que vimos en la televisión, con los tanques de guerra y los carros blindados en agresivo despliegue, y las patrullas de soldados en atuendo de combate, volvieron a poner el reloj en la hora más negra de un pasado que parecía sepultado para siempre. Y un presidente levantado a la fuerza de su cama en la madrugada por un pelotón de militares encapuchados que invade su casa, subido en pijama a un avión, y llevado a otro país, son también imágenes de una vieja película que creíamos no volveríamos a ver jamás. Pero están allí, ante nuestros ojos, y corresponden a las realidades del siglo veintiuno.
Las justificaciones legales de toda la trama son torpes. He oído al diputado Roberto Micheletti, nombrado presidente de la república por el Congreso Nacional después del golpe para suceder a Zelaya, que la acción se debió a la orden de un juez, impartida a los mandos militares. Imaginen el tamaño de la artimaña. Un juez que da un mandamiento a quien no debe, porque el ejército no tiene funciones de policía más que bajo un régimen ocupación, y menos puede ordenar a los militares que saquen de su cama a un presidente debidamente electo, que goza de inmunidad, y que lo extrañen del país, desde luego que el destierro no existe ni como medida preventiva, ni como pena, bajo la ley. Sólo usar esta coartada es ya una vergüenza.
La magnitud de la agresión que ha sufrido el orden democrático en Honduras, deja atrás cualquier debate acerca de la precaria situación en que el presidente Zelaya se había puesto en los días anteriores al golpe militar. Parado en el filo de la navaja, no supo hacer una lectura sensata del balance político de fuerzas, cuando todo se acumulaba en su contra. Horas antes de ser sacado violentamente de su casa y del país, había perdido el respaldo de la Asamblea Nacional, que luego votó de manera unánime su sustitución; de su propio partido, el Partido Liberal, cuyos diputados votaron todos por la sustitución, junto con los de los otros partidos; de la Corte Suprema de Justicia, del Consejo Electoral, y de la Fiscalía; de buen número de los medios de comunicación con los que había entrado en una áspera pugna, de las cúpulas de empresarios, y de la jerarquía de la Iglesia Católica. Se hallaba solo, y no parecía reparar en ello.
El presidente Zelaya se olvidó, Dios sabe por qué, del terreno que estaba pisando, al insistir en llevar adelante una consulta popular, organizada por él mismo, y que debió realizarse el propio domingo de su derrocamiento, cuando los otros poderes del estado se lo habían prohibido bajo argumentos de inconstitucionalidad. Conforme esta consulta, pretendía obtener respaldo para hacer que en las elecciones generales de noviembre próximo se instalara una cuarta urna en la que los ciudadanos debían votar si quería un cambio de Constitución Política, algo que el Consejo Electoral le había ya negado, con el respaldo de la Corte Suprema de Justicia.
Siguió actuando con atolondramiento cuando ordenó al Ejército desembarcar el material electoral de la consulta, llegado desde Venezuela, y repartirlo en los centros de votación; y cuando el jefe del ejército se negó, hizo destituirlo, para que de inmediato sus adversarios en los otros poderes del estado respaldaran al destituido, previa renuncia de todo el estado mayor en solidaridad con su jefe. Para provocar una crisis de este tamaño, el presidente debió sentir que tenía alguna clase de respaldo sustancial. ¿Pero dónde estaba ese respaldo? ¿En qué instituciones? ¿En qué organizaciones populares, en qué sindicatos, en qué partidos políticos, en qué corporaciones? ¿Contaba acaso con la mayoría de la opinión pública?
Siento que el presidente Zelaya se vio en otro país que no era Honduras, y subestimó el poder de los estamentos conservadores, que miraron con antipatía y desconfianza su alineamiento con la izquierda populista que representan Chávez y Ortega, y su amistad con Fidel Castro, una legítima escogencia personal suya, de todas maneras. Es, al menos, uno de los argumentos que de manera solapada utiliza Micheletti para justificar el golpe: ha dicho que Zelaya, su correligionario liberal, cambió de ideología en el camino, y "se volvió de izquierda", lo que al fin y al cabo le cobraron con el golpe militar.
Los errores de apreciación política del presidente Zelaya, que no advirtió el terreno que estaba pisando, y sus enfrentamientos con el orden legal para promover un cambio constitucional que le permitiera la reelección, como es ahora el impulso de los líderes en el gobierno en no pocos países de América Latina, se vuelven anecdóticos. Fue depuesto de manera ilegal y brutal, y eso es lo que cuenta.
La prueba de fuego es ahora para la Organización de Estados Americanos (OEA), que debe demostrar si es capaz de hacer valer su Carta Democrática. No puede haber trasgresores del orden constitucional, ni los golpes militares pueden quedar en la impunidad.
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