17 oct 2009

Garzón

Así no, señor juez/Javier Gómez de Liaño, abogado y magistrado excedente
Publicado en EL MUNDO, 16/10/09;
Me entero por la prensa y también por las actuaciones en las que intervengo como defensor -la aclaración es obligada- que el juez Baltasar Garzón mientras fue instructor del caso Gürtel ordenó interceptar y grabar las comunicaciones entre varios imputados y sus letrados. Un suceso así, de entrada, puede tomarse a título de broma siniestra y pensar que ¡aviados vamos los abogados españoles! Pero si se interpreta en serio, entonces la cosa es muy grave porque demuestra, para desgracia y vergüenza, propia y ajena, el por qué su señoría es diferente, pese a los buenos y vanos consejos de amigos y colegas para que deje de serlo alguna vez.
A los efectos que aquí interesan, la evolución cronológica de los hechos es, en síntesis, la siguiente. A raíz del levantamiento parcial del secreto que pesa sobre ese proceso se ha descubierto que el juez Garzón había ordenado la observación y grabación de las comunicaciones de los imputados con sus letrados defensores. Lo hizo mediante dos autos. Uno, de fecha de 19/02/09; el otro, que prorroga el anterior, se dictó un mes y un día después. En ambas resoluciones el argumento es idéntico: «(…) dado que en el procedimiento empleado para la práctica de sus actividades pueden haber intervenido letrados y que los mismos aprovechando su condición pudiesen actuar como enlace de los tres mencionados (…), deviene necesaria también la intervención que aquellos puedan mantener con los mismos, dado que el canal entre otros miembros de la organización y los tres miembros ahora en prisión podrían ser los letrados que estarían aprovechando su condición en claro interés de la propia organización y con subordinación a ella».
A partir de este razonamiento que he reproducido fielmente para, entre otros motivos, evitar la adjudicación de una prosa insufrible, he aquí algunas observaciones. Primera, que la orden habla, genéricamente, de «todos los letrados que se encuentran personados en la causa u otros que mantengan entrevistas con ellos», si bien, en el primer auto se dice que «con carácter especial, las que mantengan con el letrado D. José (…)». Segunda, que aparte de éste, al que no conozco, otros abogados a quienes considero personas honorables y juristas de gran prestigio fueron grabados en sus conversaciones.
Tercera, que el segundo auto se dicta a pesar de que las fiscales -también vale fiscalas- habían hecho notar, aunque con suma tibieza, que «no se oponen a la prórroga (…) si bien con exclusión de las comunicaciones mantenidas con los letrados». Cuarta, que ninguno de los autos fue recurrido por el Ministerio Fiscal, lo que significa que los dio por buenos. Quinta, que, naturalmente -y seguro que con gozo-, la Policía cumplió lo pronunciado, mandado y firmado por el juez. Sexta, que su señoría, el 27/03/09 y a instancias de la fiscalía, dijo que había que «excluir las trascripciones de las conversaciones mantenidas que se refieren en exclusiva a estrategias de defensa»; decisión completamente absurda, pues el derecho fundamental ya se había vulnerado y no era posible la protección a pitón pasado. Y séptima que, pese a todo, el descarte no se hizo, pues las conversaciones interceptadas siguen en las diligencias y hasta se han podido leer en los periódicos.
De la lectura de los autos en cuestión se desprende que ninguno de ellos responde a dos exigencias básicas para adoptar la intromisión. Una, la motivación de la propia medida; otra la existencia de proporcionalidad entre la medida misma y su finalidad. Cualquiera que sea la interpretación que quiera darse al artículo 579 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal -este precepto sí que es de aplicación-, lo que no ofrece duda es que para la observación y grabación de conversaciones entre abogado y cliente resulta indispensable que en contra de letrado existan indicios de participación delictiva, lo que jamás equivale a sospechas. Esto lo saben todos los jueces de España. El señor Garzón, dentro del secreto sumarial decretado, tenía que haber exteriorizado cuáles eran los datos que justificaban esa intensa ingerencia en el derecho fundamental de los imputados y también en el de sus letrados. Muy al contrario, las dos resoluciones fueron fruto de su libre albedrío, en pleno desacuerdo con la ley. Téngase en cuenta, además, que como los afectados no conocían la medida y no la podían impugnar -algo obvio, pues de conocerse hubiera sido ineficaz-, mayor era la exigencia en la motivación.
La impresión que su señoría da con sus dos irregulares autos, es que para él los letrados son un estorbo en la investigación penal y que ignora que la presencia del abogado, aparte de ser un derecho fundamental del acusado, es un presupuesto indispensable del procedimiento penal. El derecho de defensa, por su carácter absoluto, está protegido por un sistema de garantías reforzadas, en el sentido que el Tribunal Constitucional dijo en la sentencia 58/1998, de 16 de marzo, al afirmar que «el hondo detrimento que sufre el derecho de defensa a raíz de este tipo de intervenciones, se basa en la especial trascendencia instrumental que tiene el ejercicio de este derecho (…)». De ahí que el Consejo General de la Abogacía que preside Carlos Carnicer y del que cabe decir que ha estado, en prontitud y contenido, a la altura de las circunstancias, hiciera público un comunicado denunciando que la actuación del juez Garzón era un «gravísimo atentado contra el Estado de Derecho». Por duras que sean, estas palabras me parecen una censura adecuada.
«No se puede obtener la verdad real a cualquier precio. No todo es lícito en el descubrimiento de la verdad. Sólo puede alcanzarse dentro de las exigencias, presupuestos y limitaciones establecidos en el ordenamiento jurídico». Así, de este modo, empezaba el auto de 18/06/92, pronunciado por el Tribunal Supremo y del que fue ponente Enrique Ruiz Vadillo, en la Causa especial 610/1990, conocida como caso Naseiro. En este sentido hay que recordar que no cabe hablar de pruebas lícitas que procedan de una prueba ilícita. Basta con aplicar la teoría del fruto del árbol envenenado, que tan insistentemente invoca la doctrina científica y que Raúl del Pozo -qué gran juez de paz se ha perdido su pueblo- recordaba el otro día.
Todo nuestro ordenamiento jurídico, pese a que ofrezca algunas lagunas, descansa en esos principios. Buena expresión de esto es el artículo 536 del Código Penal que contempla como hechos antijurídicos la interceptación de las comunicaciones con violación de las garantías constitucionales o legales por parte de la autoridad, funcionario público o agente de éstos. Y lo mismo cabe decir del artículo 11.1 de la Ley Orgánica del Poder Judicial sobre efectos de las pruebas obtenidas con violación de derechos fundamentales y la doctrina del Tribunal Constitucional y del Tribunal Supremo, todas ellas expresiones categóricas de cuanto vengo diciendo.
Pido disculpas al lector por citarme, pero el 23 de julio pasado, en estas mismas páginas, escribí que en el caso Gürtel, como en todos los que llegan a los tribunales, estamos obligados a la claridad, aunque también sospechaba que esa claridad deseada se estaba empañando con la eclosión de determinadas malas prácticas. El tiempo ha demostrado que para alguno cada vez está más confusa la linde que separa lo válido de lo que no vale. No pido la impunidad para quienes hayan podido delinquir. No. El nuevo Leviatán está perfectamente legitimado para combatir el delito, pero sólo a condición de que no haga suyo el lema del viejo Leviatán de que todo está permitido.
Al mirar el saldo de estas cuartillas, me doy cuenta de que me ha salido un artículo complicado, por comprometido, pero el oficio de defender, lo mismo que el de juzgar, se ejerce sin esperanza y sin miedo. Ha sido mi conciencia la que me ha impedido callar lo que pienso a propósito del asunto. Algunos me reprocharán eso de que mientras usted teoriza y se la coge con papel de fumar, los corruptos siguen robando y campando por sus respetos. No puede ser, dirán otros, que los delincuentes se aprovechen de la ley. He ahí la formulación errónea. Cuando se acepta reprimir el delito con eficacia antijurídica se realiza un acto terrible. La aparente inferioridad de la ley es la superioridad de la democracia y la grandeza del Estado de Derecho.
En bien de la moral pública, el asunto Gürtel debe continuar y hacerlo con todas las garantías. Lamentablemente, este proceso ha estado rodeado hasta ahora de demasiadas anomalías que pueden ponerlo en peligro. Lo que preocupa es el riesgo de que esas irregularidades ofrezcan flancos que en su día fundamenten la nulidad de todas las actuaciones. No vaya a ocurrir lo que en el caso Naseiro: que se hurte a los tribunales de justicia la posibilidad de pronunciarse sobre el fondo del asunto. Para que la Justicia pueda llegar hasta el final, es imprescindible extremar el respeto a las normas procesales. Y no es eso lo que ha ocurrido hasta ahora. Debo advertir que este párrafo no es mío. Lo he tomado prestado de un editorial publicado en el diario El País el 19/01/95, titulado Para que el sumario no descarrile, donde se analizaban varias infracciones de la instrucción por el secuestro de Segundo Marey y que luego fueron corregidas por el magistrado Moner, instructor de la causa en el Tribunal Supremo.
Otrosí digo: El 31/03/09, el juez Garzón, en ejecución del auto de inhibición a favor del Tribunal Superior de Justicia de Madrid, envió «todo lo actuado» a este órgano jurisdiccional. Quiero suponer que el nuevo instructor, el juez Pedreira, no ha convalidado las ilícitas intervenciones decretadas por su antecesor, que nada más recibir las diligencias dejó sin efecto las medidas y sus derivadas y que por consiguiente, desde entonces, las comunicaciones de los imputados con sus abogados se han desarrollado sin injerencia en los derechos y deberes de unos y otros. Habrá que esperar al próximo alzamiento del secreto para comprobar qué es lo que se ha hecho, aunque se me ocurre que quizá, sin necesidad de mayores dilaciones, o sea, con urgencia, el señor secretario judicial podría expedir la oportuna certificación o testimonio que así lo acreditase. ¡Ojo!
***
Perplejidades y parajodas (sic) judiciales/Javier Gómez de Liaño
EL MUNDO, 23/07/09;
Pese al título de este artículo -la errata es del genial Guillermo Cabrera Infante-, no se trata de exponer afirmaciones categóricas ni de proponer soluciones definitivas, sino de una invitación a la reflexión. Muchas de las cosas que desde hace meses y en especial durante las últimas y frenéticas semanas están sucediendo en relación a determinadas cuestiones judiciales, sobre todo con motivo del denominado “caso Gürtel”, producen en el ciudadano común y corriente, al menos en mí, cierto estupor y rechazo, a partes iguales. No obstante, quien esto escribe cree en la Justicia, en el sentido orteguiano y se siente orgulloso de hacer pública su fe. Es un convencimiento adquirido desde la razón. Después de haber vivido desde dentro lo que la Justicia es, va para ocho años que la contemplo atento, mirándola desde fuera, pero desde muy cerca; tan cerca como el estrado de la abogacía. Desde este emplazamiento, comienzo.
1. A propósito del caso Gürtel, en el que debo aclarar que ejerzo la defensa de algunos imputados, creo que como en todos los que llegan a los tribunales, estamos obligados a la claridad, aunque también sospecho que esa claridad deseada se está empañando con la eclosión de algunas malas prácticas. Apuesto por una claridad condicionada, esto es, servida poco a poco y sin pausa. Recuérdese a Goethe cuando nos dice que si la justicia pierde su frialdad, puede devenir en venganza, cosa tan indeseable como la ilegalidad a la que, en Derecho, se debe investigar y, llegado el caso, castigar.
2. Vaya por delante que me parece injusta la acusación general de que todos o la mayoría de los políticos son corruptos. Falso. Son muchos los políticos que actúan por generosidad y no por ánimo de lucro y tampoco es verdad que los partidos sean un semillero de delincuentes, aunque se me ocurre si acaso no sería útil que en cada sede se instalara un mecanismo para detectar a quienes se acerquen a él con intenciones aviesas.
3. Puestos a hablar de responsabilidades, me parece que entre el corruptor y el corrompido es mucho más grave la responsabilidad del segundo. El hombre público ha de ser ejemplar y quien no lo es deja en cueros a quien lo nombró para el cargo y, lo que es mucho peor, al pueblo que lo votó. El político también es responsable por omisiones o negligencias cometidas in eligendo o in vigilando.
4. Hay que perseguir al corrupto, pero la caza -o montería, según señala el último auto del TSJ de Valencia- tiene sus normas. Cada día están más confusas las lindes que distinguen lo válido, de lo que no vale; lo plausible de lo deleznable. La teoría de que el fin justifica los medios, quebró por su base hace años. En buena ley moral, creer lo contrario conduce a aceptar la siempre peligrosa razón de Estado -ese mal absoluto que se disfraza de mal menor- y admitir la siempre escurridiza y tortuosa postura de Maquiavelo, de quien Cela decía que no fue más que un practicón de la política que tanto éxito cosecha como mentor de políticos de medio pelo.
5. La eficacia en la persecución y la severidad deben ser compatibles con el respeto. No lo son cuando lo que prevalece es el afán de aplastar y denigrar al adversario. Aunque a algunos les parezca absurdo, también los delincuentes tienen derechos fundamentales y no son pocos los que se han proclamado pensando en ellos.
6. Un sumario o un procedimiento judicial, por más que se convierta en un secreto a voces, no puede ser la base de un juicio paralelo periodístico y a priori condenatorio, sin que se resquebrajen los cimientos del Estado democrático de Derecho. También conviene recordar que los indicios sumariales no son pruebas hasta que son debatidos en un juicio público, contradictorio y con todas las garantías, incluida la imparcialidad del tribunal. Precisamente por eso, no enervan la presunción de inocencia de los imputados ni de quienes no lo son.
7. El secreto de las actuaciones, cuando se decreta, es la cámara blindada del proceso penal en su fase de instrucción. Si las filtraciones proceden de fuentes judiciales, ningún sentido tiene mantener el sigilo, y el juez ha de levantarlo y permitir que las partes personadas accedan a las diligencias para evitar la indefensión. Si lo aparecido en los medios de comunicación sólo fuera aparentemente judicial, en ese caso habría que corregir lo que sin duda constituye un desafuero.
8. Si las declaraciones de unos o las conversaciones telefónicas interceptadas salen de un procedimiento secreto, no puede extrañar que poco después los acusados en el proceso paralelo y periodístico se defiendan acusando en otro u otros medios de comunicación.
9. El extremado fortalecimiento del Estado conduce al mal uso y peor abuso de su poder, en detrimento de los derechos de los ciudadanos y de los inabdicables principios exigibles al responsable de turno. Eso de que unas conversaciones interceptadas policialmente, y supongo que con autorización judicial, pero rechazadas por el juez instructor y con orden de destrucción, salgan publicadas a bombo y platillo es señal alarmante de delito. Lo que ha pasado, está pasando y mucho me temo que puede seguir pasando en algunos procesos penales es vergonzoso, aunque aquí no se avergüenzan más que los que todavía tienen capacidad para la vergüenza. Baltasar Gracián, con el elíptico valor que a veces da a las palabras, recomienda siempre esforzarse en distinguir lo válido de lo cierto y lo justo de lo eficaz.
10. Aunque creíamos enterrada la semilla de la denuncia anónima y cobarde, desde hace algún tiempo los fantasmas de la delación han resucitado. Buen ejemplo es el de un fiscal que para apuntalar sus débiles tesis echa mano de un narcotraficante condenado a largas penas y en estado terminal por un cáncer galopante, para que cuente, previa concesión del estatuto de testigo protegido, lo que el acusador público quiere oír. Cuidado, porque el cómplice o coautor convertido en acusador agazapado suele dirigir sus dardos contra tirios y troyanos y el tiro, normalmente, le sale por la culata.
11. No sé con precisión qué podemos hacer para evitar este estado de cosas. Sin embargo, creo que algunos remedios caseros hay. Como escribió Francisco Tomás y Valiente, los principios y más si son constitucionales, no se discuten. Si se acepta un determinado sistema no es posible cuestionar los fundamentos en que aquél descansa. Entre otros consejos, quien fue presidente del Tribunal Constitucional recomendaba que la justicia tenía que recuperar su autonomía respecto a la política; que las causas, las normales y las especiales, esto es, las que afectan a aforados, se instruyesen con celeridad y discreción; que los jueces instructores procuraran ser escrupulosos en grado sumo, porque los escrúpulos propios son garantías ajenas; que esos mismos jueces guardasen y protegiesen con el máximo celo el secreto sumarial, llegasen al fondo de sus indagaciones y que cuanto antes fuera posible, sin perjuicio de la investigación, cerrasen la fase de instrucción para pasar a la siguiente, o sea, la del juicio oral con todas sus garantías. Para mí que no era mucho lo que pedía.
12. Vivimos una época enturbiada por el «barra libre procesal», en la que los principios constitucionales parecen haber prescrito. En este panorama salpicado de extravagancias de rábulas y leguleyos no es fácil conservar ni la perspectiva ni la serenidad necesarias. No se trata de poner en duda la honradez profesional de nadie, sino de criticar las incoherencias de ciertos comportamientos procesales que no tienen cabida en el modelo de proceso penal constitucional.
Otrosí digo: «La primera condición del Estado fuerte es la fe del pueblo en la Justicia». Así, con esta cita del gran jurista Piero Calamadrei, Fernando Gómez de Liaño, catedrático de Derecho Procesal y juez en excedencia, comienza un extenso y jugoso análisis que titula La Justicia invertebrada, en el que pone el dedo en la llaga con el propósito de despertar bastantes espíritus adormecidos en la comodidad o en la conformidad desesperada. Tiene razón mi pariente en sus lamentos. Sí; la Justicia tiene mala fama. Es verdad que tampoco la tienen buena -incluso en algún caso, peor- los partidos políticos, el Gobierno o la prensa. Será que cuando el viento del descrédito azota, no queda nada y hasta pagan justos por pecadores.
Segundo otrosí digo. Aunque agosto es tiempo en el que el país cierra y menos mal que no por defunción irreparable y pese a la previsión legal de que ese mes es inhábil a efectos judiciales, con las debidas consideraciones y no menor aprecio, me permito quejarme de la indolencia de un tribunal que prefiere irse de vacaciones antes de celebrar juicio a una persona que lleva en prisión provisional cerca de cuatro años. Con el mismo interés felicito a esos jueces que sacrifican buena parte de sus vacaciones para atender a quienes las tienen pagadas por el Estado dentro de un penal. Y es que está demostrado que cuando nos gusta nuestro oficio, lo ejercemos con respeto. Y viceversa.
Tercer otrosí digo: ¿Qué pasa en el Consejo General del Poder Judicial para que algunos de sus miembros, en unos momentos en los que la gente está con el agua al cuello, se sitúen en el polo opuesto y tengan como inmediata preocupación subirse el sueldo? El venerable don José Castán Tobeñas, aquel gran presidente del Tribunal Supremo, afirmaba que una de las más firmes características del juez español era su falta de apego a los bienes materiales. Nuestra judicatura siempre supo distinguir lo adjetivo de lo sustantivo. A un gran magistrado ya muerto varias veces le oí decir que para un juez la mejor receta era la de no tener jamás un duro de sobra ni cuatro reales en falta.

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