Publicado en ABC, 25/11/10;
En mi horizonte vital y literario, Ana María Matute ha sido siempre propiamente una torre vigía, o más bien el vigía de su propia torre. A esta presencia he dedicado muchas horas de lectura y palabras escritas o dichas volanderamente, según el caso, desde mi adolescencia hasta la presentación de su último libro, «Paraíso inhabitado». Entre la impermanencia de lo oral y la permanencia de lo escrito, agavillar palabras fijadas y precisas es a la vez el más condigno y el más indispensable homenaje mío en esta hora: un retrato de Ana María Matute como persona y autora y posiblemente un retrato de mí mismo como autor, amigo y lector.
En el recuerdo de aquellos años, Barcelona era una ciudad en la que hacía mucho frío. Estoy hablando de mi adolescencia, y ninguna época resulta más adecuada que esta para hablar de una escritora cuyo espacio imaginativo natural parece ser el tiempo adolescente. Las casas, por dentro, eran destartaladas, solemnes y hórridas, siempre de otra época, siempre con aquella mezcla de aparatoso mal gusto ajado y de luz desconchada que parecía caracterizar al universo adulto: ser adulto, dejar de ser adolescente, era sin duda ingresar en este ámbito en el que al carácter anacrónico y como enfundado en cretona del mobiliario se aunaba cierta rigidez a un tiempo físico y moral, hasta tal punto que uno podía creer fácilmente que oía crujir las vértebras y articulaciones de los mayores, casi como huesos de pájaro o varillajes metálicos, con cada difícil movimiento, apenas concebible en un mundo cuya supervivencia parecía depender de la más perfecta inmovilidad. Yo me santiguo ahora al ver con qué inconsciencia muchas personas de mi generación han podido caer de nuevo en la misma trampa, y ser tan rígidos, tan poco flexibles, tan peones de otra ortodoxia, tan escasamente imaginativos como sus mayores: han llegado a ser, en suma, aquello que se juraron no ser jamás. Entonces y ahora —en aquella Barcelona fría, en aquel Madrid de hollín; también en esta Barcelona de luz, en este Madrid de nácar—, la escritura de Ana María Matute encarnó, y encarna, la subversión que parecía un privilegio efímero y frágil de la adolescencia.
Manifiestamente, la literatura era esto: no el sopicaldo que dispensaba en tacitas el periódico matinal, ni tampoco aquellos medallones de chafarrinones y de similor que exhibían los escaparates en la calle venteada y gris como un fotograma en blanco y negro. No: la literatura eran aquellas palabras de Ana María Matute que surgían donde menos se las esperaba, los faros de aquel auto de línea que avanzaba por la carretera solitaria en un relato aparecido en un semanario femenino y quedaba grabado en la mente y aun diríamos que en la retina, con tanta intensidad como, muchísimos años más tarde, un coche parecido en alguna película de Víctor Erice, de Gutiérrez Aragón o de cierto Carlos Saura. Naturalmente, la poesía que de tales textos dimanaba era —como en el título de un relato de la autora que tuve la satisfacción de premiar en un jurado ferroviario presidido por Camilo José Cela— «de ninguna parte»: ni de aquí ni de allá, ni de un tiempo ni de otro, del lugar y el tiempo de Ana María Matute. Tal es, precisamente, el rasgo distintivo de quien es de verdad escritor.
En aquel cono de luz tamizada o cúpula de claridad invertida del recuerdo adolescente, la voz de Ana María Matute —poco más de treinta años podía tener ella entonces— emerge, en la estupefacción de la tarde narcotizada, de la carcasa de una radio. Le preguntan qué libro regalaría, y menciona los Evangelios. Le preguntan por los escritores jóvenes y responde que los Goytisolo darán mucho que hablar. Pero la persona, unida a la voz, mucho más tarda en aparecérseme: será ya al filo de mis veinte años, de modo fugaz en algún bar olvidado —¿acaso el Neguri?—, y luego, en Sitges, en el hotel Calípolis, en la cena de los premios de la Crítica, probablemente en 1972, cuando los obtuvieron Salvador Espriu y Francisco Ayala. Y aquí y allá y acullá: en este o aquel premio, o en la terraza de su antigua casa de la calle de Provenza, con una fortaleza medieval de madera, juguete para niña mayor, miniatura terribilísima en el regazo; o, ya en la estación ferrocarrilera de aquel su cuento galardonado, permanente «Matutova», como se lee en algunas de sus traducciones eslavas, y como solía llamarla Jaime Gil de Biedma. Pero no vaya a creerse que todo esto es pacotilla de decires y de mohines entre amigos, no; cumple rendir homenaje, no a tal o cual cristalización momentánea de los humores de una época, sino a una escritora de cuerpo entero. Y, para hacerlo de modo cabal, es preciso acudir al punto de intersección temporal, en el que, en mi experiencia, se estableció el más fecundador diálogo con su escritura.
Era un verano montuno o montaraz, a fines de los años 50, en las soledades del valle de Núria. Acababa de aparecer la obra hasta entonces de mayor aliento de la escritora: «Los hijos muertos». Aun con algún reparo ocasional o menor, la crítica le había sido muy favorable. Y lo que, de modo disperso, había podido yo vislumbrar en algún cuento o en novelas más breves podía aquí desplegarse en su total granazón. La escritora ha tenido luego —en «Primera memoria» o en «La trampa» o en «La torre vigía»— otros momentos de plenitud, y los tendrá sin duda, de nuevo en el futuro, acaso ahora mismo, pero a «Los hijos muertos» le corresponde la doble prerrogativa o prioridad de haber sido ocasión para que por primera vez se expansionara el aliento fabulador y poético que aparecía ya, cuán poderoso, en la turbadora novela inicial «Los Abel», y también de haber constituido el lugar de un encuentro, en la vastedad pirenaica, que equivalió a un reconocimiento en mi trayectoria de lector. Aquellos nombres de personas o lugares —los Corvo, Hegroz—, con resonancia de sima mítica; aquella prosa galvanizada de imágenes; aquel lenguaje táctil y visual a un tiempo; aquellos parajes de monte abrupto, aquella ciudad —la mía— a la vez reconocible e irreconocible en la invención y el destello de la página; aquella guerra por mí no vivida, que se convertía, no en cromo edificante o en vinoso cartelón de romance de ciego, sino en este peculiar género de arquetipos trágicos que denotan una verdad profunda; y, acaso por encima de todo ello, aquella infancia crucificada, aquella adolescencia herida, aquel muñón de luz cautiva en los ojos que a un tiempo expresan el dolor, el deseo y la inocencia, ojos de niño vistos con sensibilidad adulta, para decirlo en libre paráfrasis, cabalmente, de cierto ensayo de T. S. Eliot que por entonces tradujo Jaime Gil de Biedma: así se me apareció, restallante en su plenitud e inalterable en ella ya, el arte de Ana María Matute, que ha sabido ser también soñadora de un ultramundo de amores sombríos y de torreones ásperos. A ningún otro escritor se parece. Me dirán acaso algunos que a Faulkner; ocurre más bien que su modo de no parecerse a nadie hace pensar en el modo de no parecerse a nadie que Faulkner tiene. Le debemos hoscas baladas legendarias, viñetas urbanas o rurales, esquirlas de sagas broncíneas, cuajarones de epopeyas de nuestro tiempo envueltas en papel de periódico ensangrentado. Le debemos, muy principalmente, este instante de revelación abismal que permite vislumbrar los intersticios del ser, lo que en lo hondo somos —«Yo sé quién soy», decía don Quijote—, lo que la palabra común antes ignora que nombra, la comarca que sólo el poeta, o quien la alteza del habla poética ha conquistado, descubre para maravilla de cada lector. Era humosa y coqueta sin gracia y redicha aquella Barcelona; pero aquellas palabras de Ana María Matute eran muy de verdad y, aventada la ciudad del tiempo de impostura, permanecen.
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