El País | (Hoy, 16 de octubre, es el Día Mundial de la Alimentación).
No se dejen engañar por el peso abrumador de las cifras de hambrientos y la recurrencia de crisis alimentarias africanas de los últimos años: erradicar la desnutrición infantil no es una misión imposible. Hace mucho tiempo que dejó de serlo. Nos lo acaban de demostrar 120 millones de personas: la cifra en la que ha retrocedido el hambre en el mundo según acaban de anunciar las Naciones Unidas. Además de ellas, varios hechos pueden probarlo: uno) el hambre ha retrocedido en términos relativos, si se tiene en cuenta el aumento de la población mundial; dos) cuando se desarrollan y financian políticas adecuadas y se movilizan recursos en los países pobres, el hambre retrocede; tres) la investigación en la lucha contra la desnutrición ha avanzado a pasos de gigante en los últimos años, con el alimento terapéutico listo para su uso como uno de los máximos exponentes.
Uno de los ejemplos más recientes del segundo hecho lo encontramos en los países del Sahel. Es cierto que la crisis alimentaria de este verano puso en jaque a más de 18 millones de personas en la región. Pero también es cierto que podría haber sido mucho peor. Esta vez la alerta temprana ha funcionado. Los sofisticados sistemas que cruzan información relacionada con factores que van desde el nivel de biomasa y pastos disponibles al número medio de raciones diarias por familia, pasando por los resultados de las cosechas o el nivel de sus precios en el mercado, han cumplido su deber. Advertimos desde finales de 2011 de lo que se avecinaba para la estación del hambre (la que se produce todos los años al acabarse las reservas de una cosecha y recoger la siguiente) de 2012 por la sequía prolongada en la región. Con el recuerdo de la hambruna del Cuerno de África aún demasiado fresco en la memoria colectiva, la alerta dio en esta ocasión algunos frutos: gobiernos y organizaciones humanitarias se apresuraron a poner en práctica medidas preventivas para mitigar el impacto de la crisis. Y también funcionaron. La entrega de dinero por trabajo, por ejemplo, permitió a muchas familias disponer de algún ingreso para cuando se vaciasen sus graneros con el que comprar alimentos, al tiempo que se realizaban obras comunitarias para retener mejor el agua de las lluvias en el futuro o, simplemente, adaptarse a un cambio climático lento pero inexorable. El Gobierno de Níger, uno de los países más pobres del mundo, ha dado pasos importantes a su vez con políticas como la “Iniciativa de las tres” N (les Nigériens Nourrissent les Nigériens). Con medidas como la provisión de reservas de cereales o programas de irrigación, las autoridades del país han puesto la disminución de la desnutrición infantil en lo más alto de la agenda política. Otros países, como Perú, han incorporado la prevención, el diagnóstico y el tratamiento de la desnutrición en las políticas de salud pública, con asignaciones presupuestarias para ello.
Nada de esto se produce en balde. De lo que se tienen que convencer nuestros gobernantes es de que una política de cooperación que funcione a golpe de emergencias, no es sostenible, y tampoco útil en tiempos de recortes. Está sobradamente probado que prevenir, también desde la óptica humanitaria, es mucho más rentable que curar. No solo salva más vidas a la larga, sino que es mucho más barato hacerlo, por aberrante que pueda parecer este argumento cuando hablamos de vidas humanas. Hay que sumar también el valor añadido que supone una sólida cooperación internacional para la política exterior de un país, una visión que muchos países europeos mantienen a pesar de la crisis, pero que se ha sacrificado en España volviendo a los niveles presupuestarios de 1981.
Por último, la investigación científica para el tratamiento de la desnutrición infantil ha sido una de las más fructíferas en las últimas décadas. De las revolucionarias leches terapéuticas de los años setenta del siglo pasado, con fórmulas capaces de recuperar en tres semanas a los niños que ingresaban con desnutrición severa en los centros de nutrición, nos encontramos hoy con los alimentos terapéuticos listos para su uso, un instrumento infalible para hacer retroceder la desnutrición. Estos alimentos no requieren hospitalización, algo crucial en países donde las madres tienen una media de seis hijos y no pueden permitirse desatender a sus otros pequeños para ingresar junto al hijo enfermo. Consisten en un concentrado calórico y de micronutrientes distribuido en sobres que no necesitan agua (que podría estar contaminada) para su consumo. Un tratamiento completo para salvar la vida de un niño cuesta solo 40 euros. Se calcula que tratar a todos los niños con desnutrición severa que hay en el mundo costaría 9.000 millones de euros al año, apenas el 10% de la Ayuda Oficial al Desarrollo de los países de la OCDE. Es barato, fácil de producir y distribuir, fácil de utilizar. Pero hoy solo uno de cada 10 niños desnutridos tiene acceso a él.
No es necesario reinventar la rueda. Podemos empezar por ampliar masivamente el alcance de este tratamiento. Este es el reto al que gobiernos, donantes, organizaciones humanitarias, sector privado y ciudadanos deben ahora, ya, responder.
Si los recortes sirven para algo, que sea entonces para actuar mejor. Más allá de los recursos y del día a día de la crisis actual, necesitaremos la voluntad y la visión política para entender que vencer el hambre es factible. Quizás sea este el único legado que seamos capaces de transmitir a las futuras generaciones. Erradicar el hambre es una misión posible.
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