“La
complejidad de las cosas, las cosas dentro de las cosas, es sencillamente
inagotable”, afirma Alice Munro. Julieta, la última película de Almodóvar, está
basada libremente en tres relatos de la autora canadiense. Con los relatos de
esta autora nunca puedes estar seguro de lo que estás leyendo y esto pasa con
la Julieta de Almodóvar que cuanto más avanza la película más nos desconcierta
lo que se nos cuenta. Julieta tiene una estructura abierta, está hecha de
fragmentos, de historias que nunca se explican del todo. No hay forma de
conocer a nadie, de explicar la conducta de los demás, ni siquiera la de los
seres más cercanos y queridos, se nos dice en esta película tan bella como
llena de dolor.
Este
acontecimiento desgraciado marcará fatalmente a Julieta cuya vida se irá
convirtiendo con el paso del tiempo en una sucesión de dolorosas pérdidas: la
del hombre que ama, la de su madre, la de su propia hija, que se apartará de su
lado al crecer sin darle explicación alguna. La culpa se extiende por la
historia como un virus que todo lo contamina. Pero Julieta no es culpable de
nada. Almodóvar lo ha dicho en una reciente entrevista: su película habla del
fracaso de alguien que no ha hecho nada para merecerlo. Julieta es una película
oscura y luminosa a la vez. Habla de cosas terribles y sin embargo nunca la
puesta en escena había sido en el cine de Almodóvar tan despojada y desnuda, ni
sus imágenes habían transmitido tanta fragilidad y dolor. La película iba a
titularse Silencio, y todo en ella parece detenido, quieto, sumido en una
inasible belleza (a lo que contribuye la interpretación de sus dos actrices
principales: Emma Suárez y Adriana Ugarte, cuyas presencias recuerdan las de
esas Madonnas renacentistas que cargan sobre su corazón el peso del mundo.).
“Sé fiel a la historia, porque cuando es así es el silencio el que habla”,
puede leerse en La página en blanco, uno de los últimos relatos de Isak
Dinesen. Es una reflexión sobre el papel del narrador. Cuando la historia es
traicionada el silencio solo es vacío, pero si no lo es, “¿dónde leeremos una
historia más profunda que en la página mejor impresa del libro más valioso? En
la página en blanco”, se contesta la escritora danesa haciendo del silencio la
sustancia última de todo relato. Y en Julieta se callan muchas cosas. De ahí su
aparente frialdad, su misteriosa belleza, ya que el silencio es el alma de lo
bello. “Una fruta que se mira sin extender la mano, una desgracia que se acepta
sin retroceder”, así definió Simone Weil la belleza. Julieta es un melodrama
sin lágrimas. No puede haberlas pues las lágrimas pertenecen al reino del amor.
Remiten a la infancia y, en cierta forma, implican la pervivencia de la magia
en el corazón del que llora. Eso pasa con las lágrimas, que pensamos que a
través suyo es posible recuperar lo perdido. Es así incluso cuando lloramos la
muerte de alguien, como si las lágrimas que se vierten tuvieran el poder de
traerle de vuelta. Pero ¿qué sucede cuando aceptamos lo inevitable de la
pérdida? Entonces no se puede llorar.
Julieta
habla de ese lugar donde ya no quedan lágrimas, de todo lo que perdemos al
vivir. Habla de lo doloroso que es ver cómo se separan los seres que se aman,
incluso los que han vivido más cerca, los que han tenido unos vínculos más
hondos. Porque la pregunta de la película no es solo por qué su hija abandona a
Julieta, sino por qué esta también, en cierta forma, ha abandonado a su propia
madre. Es decir, por qué las personas que se quieren se abandonan unas a otras
y aquellos que todo lo hacían juntos se transforman de pronto en dos completos
extraños y dejan de necesitarse. Y por qué hasta la memoria de la culpa puede
morir. Ya que la culpa, con su toxicidad, implica al menos la pervivencia de un
vínculo y nos mantiene unidos a los demás. Pero ¿qué pasa cuando hasta la culpa
desaparece y no queda nada? La culpa es el último asidero del amor, ya que
puede transformarse en deuda y las deudas se pueden y deben pagar.
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