Revista
Proceso # 2061, 30 de abril de
2016...
La noche del
fuego/MARIANO ALBOR
Te
enterramos, te lloramos, te morimos,
te
estás bien muerto y bien jodido y yermo
mientras
pensamos en lo que no hicimos. Jaime Sabines
El
reproche ha sido severo y bien fundado. La Organización de las Naciones Unidas
ha reprendido con dureza al gobierno de la República por las actitudes que ha
asumido en relación con los acontecimientos de la noche de Ayotzinapa. Rupert
Colville, vocero del Alto Comisionado para los Derechos Humanos de la ONU,
expresó la preocupación del organismo sobre el conflicto al que ha dado lugar
el cerrojazo dado al Grupo Interdisciplinario de Expertos Internacionales
(GIEI) dependiente de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. Para
ello, con el propósito de dar fuerza moral y jurídica a sus razones, recogió
las tesis jurídicas y morales que publicó Proceso pocos días después de lo
sucedido.
En
la exposición argumental se hace un énfasis sobre la resistencia a investigar
las conductas omisivas en que incurrieron los agentes de la autoridad federal y
estatal, así como los miembros de las Fuerzas Armadas. En uno de los sentidos
más relevantes de las imputaciones que formula el funcionario de la ONU, debe
entenderse que uno de los problemas realmente relevantes para la investigación
y determinación de las responsabilidades en este caso es el orden jurídico.
Ante
las tesis publicadas por Proceso, las autoridades gubernamentales quedaron
advertidas de que éste no es un caso que pueda reducirse a las fojas de un
expediente penal. Intentarlo, como se ha hecho, ha dado lugar a todas las
vicisitudes que se han padecido y han provocado al país. No pueden negar que se
señaló de manera oportuna que la desaparición forzada o la muerte injusta de
los muchachos mexicanos destruidos en Iguala provocaría una inquietud nacional
e internacional, porque en la noche del fuego se despreció a los jóvenes, se
afrentó a la dignidad de las personas y se atacó con fuerza desmedida la
santidad de la vida humana.
La
amplitud y profundidad histórica de los hechos, desde luego no descarta ni la
interpretación del derecho ni la aplicación de la ley. Pero ambas actividades
requieren conocimiento y destreza. Cuando el entonces procurador Jesús Murillo
Karam extrajo el artilugio inservible de la “verdad histórica” del desvencijado
baúl donde se guardan los cachivaches del derecho penal, puso en evidencia que
como hombre de leyes –si alguna vez lo fue– había caducado, también mostró que
en estos menesteres del derecho sin lecturas ni estudios es muy difícil andar los
caminos espinosos de la teoría y la práctica en este campo jurídico. Más grave
aún, creó una situación vulnerable que afectó el curso de las investigaciones,
los procesos judiciales que están en marcha y el resultado de estos mismos
procesos. Su posición quedó expuesta a los cuatro vientos.
Rechazó
y guardó silencio sobre la comisión de los actos omisivos que son relevantes
para las leyes penales. Quienes continuaron con las investigaciones, entre los
vericuetos de concesiones y transacciones penales que son inadmisibles para el
sistema mexicano, ofrecieron la misma resistencia.
Por
otra parte, cuando se accedió a la intervención del grupo de expertos
internacionales, para ambas partes debió haber quedado claro o bien ser objeto
de un tratamiento preliminar que el orden jurídico penal mexicano es
rudimentario, complejo y muy punitivo. Que los órganos de procuración de
justicia e incluso el sistema de justicia oral son instituciones que obedecen
al proyecto penal de la codiciosa sociedad liberal que se pretende construir.
En este ámbito no hay transacciones.
Sin
embargo, el sistema mexicano, por su trama y estructura, permite la observación
e interpretación metódica que se puede ejercer desde las diferentes corrientes
penalísticas que invocan jueces, fiscales y abogados. Como dice una conseja
práctica: contra arbitrariedad, técnica.
Centrarse
en el conflicto que se ha presentado entre el GIEI y el gobierno entraña el
riesgo de lo trivial. Se debe entender que para una y otra parte no hubo
sombras ni oscuridad que ocultaran lo que sucedería en el desarrollo y
conclusión de sus relaciones institucionales. Quien piense que iban a ser
cordiales y solidarias en la búsqueda de un resultado común es un iluso o un
ingenuo.
Si
se atiende la antigua advertencia maquiavélica, en política como en derecho,
las mejores armas son las propias. La autoridad penal mexicana ha optado
finalmente por asumir la investigación, proceso y resultado final de los hechos
criminales de Iguala. A la decisión debe seguirle un conjunto de acciones a
desarrollar con un mínimo de decoro republicano. Es claro que su discurso se
refiere exclusivamente a la aplicación de la ley penal que no alcanza a reparar
los daños profundos que ha resentido la sociedad mexicana.
El
compromiso se ofrece en tiempos de desprestigio y desencanto. La pérdida de la
confianza ha sido inevitable. Ahora deben desandar el camino. Volver al
principio.
Walter
Benjamin ha dicho que la crítica es solamente una explicación informada. Los
funcionarios mexicanos, como lo hizo el vocero del Alto Comisionado para los
Derechos Humanos de la ONU, deben recoger las opiniones que vienen de la
sociedad o de los medios de comunicación cuando son fundadas o informadas.
Su
arrogancia intelectual es muy peligrosa, como se ha visto en la experiencia. Si
se decide reordenar las cosas, habrá que ubicarse en la línea de salida.
Doctores, maestros y licenciados: abran su libro en la página uno y lean en voz
alta: “Derecho penal es el conjunto de normas jurídicas, de derecho público
interno, que definen los delitos y señalan las penas aplicables para lograr la
permanencia del orden social”.
Mientras
la burocracia ministerial repite y asimila la lección, que puede llevarla a
mejores planos terminológicos, conceptuales y normativos, junto a los padres de
los jóvenes de Ayotzinapa leamos una vez más las últimas líneas del poema XIV
en Algo sobre la muerte del mayor Sabines:
(…)
y queremos tenerte aunque sea enfermo.
nada
de lo que fuiste, fuiste y fuimos
a
no ser habitantes de tu infierno.
Después,
elevemos un coro de silencios: ¡Esperamos!
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