22 mar 2020

Pandemia, unidad y liderazgo

 Pandemia, unidad y liderazgo/ Nicolás Redondo Terreros, ex dirigente político.
El Mundo, Sábado, 21/Mar/2020

Las grandes crisis ponen a las sociedades ante el insobornable espejo de su realidad. En unos casos las crisis económicas, en otros momentos las provocadas por las guerras y hoy la pandemia provocada por el coronavirus, que ha doblegado la normalidad de nuestra sociedad, han dejado a la intemperie la propaganda y la demagogia que ha inundado nuestra vida política. Nunca será tan diáfana la política pequeña como en estos momentos; el miedo y el dolor dejan en evidencia el teatrillo que se construye para esconder los intereses pequeños, que en ocasiones dominan la política. Los egoísmos y la insolidaridad que anidan habitualmente en ideologías nacionalistas y populistas, a los que nos habíamos casi acostumbrado, resultan, con un telón de fondo muy distinto, extravagantes, inconcebibles.
Podríamos deleitarnos con los errores de quienes tienen la responsabilidad del gobierno de España –falta de previsión, sordera ante una crisis sanitaria y económica que venía anunciándose desde que apareció en China y con más intensidad desde que desarboló instituciones y sociedad en Italia, además de la imposibilidad de reacción plena, debido a los apriorismos que imponen ideologías achatarradas–, pero ejerciendo la ecuanimidad y la moderación, más necesarias que nunca para enfrentar la crisis sanitaria y sus consecuencias, debemos reconocer que no hemos sido ni los últimos ni los peores. Solo necesitamos fijar nuestra atención en la política temeraria y carente de la mínima humanidad exigible en el siglo XXI del primer ministro británico o en la irresponsabilidad doble de Macron, manteniendo unas elecciones municipales e interrumpiendo después el posterior proceso; y nos vemos obligados a convenir en que la pandemia ha provocado unas reacciones improvisadas, persiguiendo los dirigentes políticos desalentados y desorientados los acontecimientos. «Ante las fatales nuevas que llegaban de los países infectados, de esos países que forman alrededor de Milán una línea semicircular distante de algunos puntos apenas 20 millas… ¿quién no creería en una emoción general, en precauciones presurosas, o al menos en una estéril inquietud?», refiere Monzoni en su novela Los novios del primer tercio del siglo XIX sobre los amores y desamores de Renzo y Sofía con la epidemia de peste que asoló Lombardía hacia 1630 como telón de fondo. «Como era el jueves de la tercera semana de cuaresma, como hacía un sol espléndido y un tiempo delicioso, los parisinos se divertían con toda su jovialidad en los bulevares… se vieron incluso máscaras que, parodiando el color enfermizo y la cara descompuesta, se burlaban del temor al cólera y de la enfermedad misma», escribe H. Heine sobre la reacción de parisinos ante la epidemia de cólera de 1832; evaluaremos mejor la importancia del texto si conocemos que ese mismo día anunciaba la epidemia el diario Le Moniteur. En ambos textos, citados por Jean Delumeau en su libro El miedo en Occidente, vemos las grandes similitudes entre nuestras reacciones y las de nuestros antepasados: ante peligros de una desmesurada envergadura no es infrecuente la improvisación y la irresponsabilidad.
Son los comportamientos posteriores los que nos diferencian. El conocimiento, el avance de la ciencia, años y siglos en los que la razón ha ido ganando la batalla a las creencias y a las supersticiones, nos asegura unos resultados mejores, con menos costes y más eficaces. No debemos olvidar que los tiempos de dolor y sacrificio son muy proclives a charlatanes, iluminados y embaucadores; pero, y esa es la demostración de nuestra evolución, cada vez tienen menos espacio, cada día se les descubre antes.
Ganaremos al virus, volveremos a la cotidianidad de nuestras vidas, pero nada volverá a ser igual, porque la crisis sanitaria ha terminado desnudando a todos los protagonistas del espacio público. Los nacionalismos, especialmente el catalán, han vuelto a mostrar su verdadera naturaleza. Ya habían dado suficientes ejemplos de su egoísmo, de su insolidaridad y su ignorancia, pero parece que esa experiencia, que nos ha servido a muchos en Cataluña, en el País Vasco y en el resto de España, había sido insuficiente para no pocos españoles, siempre esperando posiciones políticas inteligentes, comprometidas y solidarias de una ideología incapacitada por su misma esencia para que sus decisiones tengan esas características. Cuando los contagiados se cuentan por miles, cuando los muertos son ya centenares, cuando las medidas mínimas nos exigen a la sociedad española en pleno recluirnos en nuestras casas y, sabiendo que el futuro nos exigirá un esfuerzo desconocido en estos últimos cuarenta años, ellos siguen peleándose pon retener no sabemos qué competencias, por seguir aparentando que mandan, que gobiernan sin las ataduras que impone la solidaridad nacional.
También hemos visto los esfuerzos de otros por poner a todas las medidas del Gobierno su marca ideológica, en no pocas ocasiones sin tener en cuenta las razones científicas y las verdaderas capacidades de nuestro país. Son los que creen que las catástrofes, las guerras y las crisis que padecemos son una magnífica oportunidad para imponernos su forma de entender la vida y las relaciones sociales. Hemos visto y seguiremos viendo las embestidas de la ideología contra la ciencia, del adoctrinamiento contra la realidad, del oportunismo ideológico contra la necesidad de tener en cuenta por encima de todo a los españoles. Vemos y veremos cómo intentarán imponer su discurso por encima de la gestión eficiente de las cosas.
Como en otras tristes ocasiones la pandemia ha definido la sentimentalidad de la nación española. Cuando las instituciones y los gobiernos son incapaces de controlar los sentimientos de la sociedad –miedo, furia, rechazo, solidaridad–, aparecen con naturalidad los perfiles que han venido definiendo lenta y permanentemente nuestra historia. Y esa realidad necesita un discurso apropiado, sin mirar conveniencias o partidismos, egoísmos tribales o interés particulares. El presidente del Gobierno logró por momentos el pasado sábado conectar con esa realidad tantas veces preterida y, en estos momentos convertida en insoslayable por el miedo a las consecuencias sanitarias y económicas de la pandemia. Que no le quepa duda al Ejecutivo ni tampoco a los diferentes políticos que, después de controlar los efectos sanitarios del virus, quedará el gran esfuerzo de recuperar, en el mejor de los casos, una economía paralizada durante semanas; para esa gran tarea será necesario mantener ese discurso nacional, que ni menoscaba la pluralidad ni disminuye las diferencias que a la vez nos caracterizan y nos enriquecen.
En estos momentos, sabiendo que todo cambiará, es más necesaria que nunca la concertación política entre el Gobierno y la oposición, entre quien gobierna y quienes pueden sucederle en el futuro. Volver a poner España en funcionamiento, sacarla de la parálisis y ponerla en marcha, necesita de altura de miras, superando siglas y partidismos. Como en otras ocasiones la furia y el dolor, hoy el miedo a la pandemia y a sus devastadoras consecuencias, ha delimitado una nación sentimental unida en la zozobra, pero también en la esperanza; unida en el miedo, pero también en la voluntad de seguir adelante. Este impulso nacional, entendido en el más noble y profundo sentido republicano, no debe ser desperdiciado por nuestros representantes. Pedimos a todos nuestros dirigentes políticos, desde la jefatura del Estado al último concejal del pueblo más pequeño, que administren con grandeza este impulso de solidaridad nacional que se ha expresado en la lucha que tenemos contra el coronavirus. La sociedad española saldrá adelante, pero lo hará antes y mejor con unos gobernantes dignos de su confianza.
En este marco político no debemos olvidar que gran parte de nuestro margen de maniobra se debe a nuestra pertenecía al club europeo. Pero, como la epidemia ha puesto en evidencia a los estados, también ha mostrado la debilidad y las contradicciones de las débiles estructuras institucionales de la Unión Europea. De esta crisis puede salir una Unión más fuerte, más comprometida, más solidaria, más activa en el mundo y más responsable; pero también podemos terminar viendo el enseñoreamiento de los particularismos, el fortalecimiento de los nacionalismos o la irrupción imparable del egoísmo de los países ricos. Hoy más que nunca debemos tener la responsabilidad de apuntalar primero y fortalecer después a la Unión Europea. Los gobiernos deben convertir este extraordinario objetivo por su magnitud, en una tarea diaria con la que todos los ciudadanos europeos se sientan comprometidos e ilusionados.
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