26 ago 2024

Francisco, una entrevista muy personal/Jorge Fernández Menéndez

 Razones

Francisco, una entrevista muy personal/Jorge Fernández Menéndez

Excelsior, 26 de agosto de 2024

A principios de julio, mi hija Ana recibió una nota manuscrita enviada por WhatsApp del papa Francisco. Con su letra le escribía que nos esperaba el miércoles 7 de agosto a las 15 horas en Santa Marta. Ana le escribió para confirmar la cita, para preguntarle si teníamos que acordar el encuentro con alguien y le respondió que no, que llegáramos el día 7 a las 3 de la tarde a Santa Marta. Luego, el embajador Alberto Barranco consultó con su gente en el Vaticano y le dijeron que ésas, en la tarde, eran reuniones privadas del Papa y que sólo él llevaba esa agenda.

Así que ese miércoles 7 de agosto, en medio de un calor abrasador en Roma, llegamos a Santa Marta, un edificio ubicado a metros de la basílica de San Pedro, mi hija Ana con su esposo, Pablo Mac Cormack, yo, acompañado por mi esposa y compañera en Todo Personal, Bibiana Belsasso, y nuestra amiga Ximena Ugarte.

Pasamos dos controles de seguridad. Ya saben quiénes somos y nos esperan. Vamos a un salón de protocolo, donde el Papa recibe mandatarios, empresarios, invitados especiales, amplio, bellamente decorado. Pero a las tres en punto nos dicen que nos recibirá en el piso superior, en sus habitaciones privadas, es un gesto que ofrece a muy poca gente.

Sencillo, afable, como un abuelito que recibe a sus nietos, sin ninguna formalidad, saluda de mano, fomenta el tuteo, Ana lo abraza. Quiere hablar, especialmente de su abuela Esther Ballestrino de Careaga, abuela de mi hija Ana y madre de Ana María Careaga, mi suegra en mi primera juventud cuando vivía en Buenos Aires y nos casamos con Ana María. Francisco recuerda que ingresó a una escuela técnica a los 16 años y que eligió hacer sus prácticas en un laboratorio de productos cosméticos que dirigía Esther. Cuenta que Esther era muy estricta con el trabajo, pero que, sobre todo, era muy alegre, muy divertida. Pero lo más importante es que, dice, fue la mujer que le enseñó a pensar y, principalmente, a pensar políticamente.

Esther era marxista, progresista, ella le regalaba libros, le recomendaba autores, le proponía actividades, él tenía amigos, una novia y la fe lo impulsaba a ingresar al seminario. Fue Esther la que lo convenció de que, si su verdadero anhelo era el sacerdocio, debía seguir ese llamado. Así lo hizo un joven Jorge Bergoglio que mantuvo su amistad con Esther toda su vida, hasta que a ella la secuestraron, torturaron y mataron tirándola desde un avión viva al mar durante la dictadura militar argentina en 1977. Él era entonces provincial de los jesuitas en Buenos Aires.

Unos meses antes, en abril de 1977, Ana María y yo nos habíamos casado, los dos éramos unos jovencísimos dirigentes estudiantiles y estábamos entonces perseguidos, expulsados, ella de su preparatoria y yo de la universidad. Nuestros amigos y compañeros estaban siendo asesinados, desaparecidos, muchos habían huido del país. Era el momento más oscuro de la dictadura y Ana tenía un embarazo de dos meses. Decidimos casarnos. Esther, que ya entonces había comenzado a trabajar en un pequeño colectivo de derechos humanos que luego se llamaría las Madres de la Plaza de Mayo, recurrió a Francisco. En esa época, en Argentina, una boda civil y una religiosa tenían el mismo valor legal. Nos casó un sacerdote que ni Francisco ni nosotros recordamos si fue él mismo o alguno de sus jesuitas en una ceremonia clandestina, con un puñado de personas acompañándonos. Ocho semanas después de esa boda, cuando Ana tenía 16 años y estaba embarazada de tres meses, fue secuestrada y recluida en un campo de concentración. Estuvo los siguientes cuatro meses torturada, encadenada, desnuda con una capucha en la cabeza.

Desde la detención de Ana, toda la familia tuvo que esconderse, nuestras casas fueron allanadas, destrozadas. Esther recurrió para tratar de localizar a Ana María, entre otros, a su amigo Jorge Bergoglio. Y en ese momento se crea con Esther y un grupo de madres la asociación Madres de Plaza de Mayo para buscar a sus desaparecidos que ya eran miles en todo el país.

Las gestiones de Esther buscando a Ana llegan no sólo a Bergoglio, sino hasta el propio presidente electo Jimmy Carter, que le exige a la dictadura argentina la aparición de diez personas, diez menores de edad. Seis de ellos, entre los cuales está Ana, seguían vivos y Ana es liberada un 30 de septiembre en la noche. Y días después nos reencontramos en Sao Paulo, en Brasil. El 7 de noviembre, con el apoyo del ACNUR, Ana y yo viajamos de Brasil a Suecia, como asilados políticos, Ana en una situación crítica de salud por las torturas recibidas y con un embarazo de ocho meses que sabíamos incierto.

El 11 de diciembre en la ciudad de Växjo, en Suecia, nace mi hija Anita, en buen estado de salud, pero cuando llamamos a Buenos Aires para dar la buena noticia nos informan que Esther fue secuestrada por un comando de la Marina junto con otras madres del movimiento de las Madres de Plaza de Mayo y dos monjas francesas en la iglesia de la Santa Cruz. Luego se sabría que fueron brutalmente torturadas y arrojadas, vivas, al mar. Sus restos aparecieron en una lejana playa del océano Atlántico días después. Los pobladores los enterraron en una fosa común y fueron identificados muchos años después. Para entonces, Francisco, que ya era el cardenal de Buenos Aires, autorizó que esos restos descansaran en la iglesia de la Santa Cruz, el último lugar que habían pisado en libertad.

Vinieron los años de la dictadura. A Francisco le llegaban los informes de los desaparecidos, asesinados, torturados. Era provincial de los jesuitas. En el seminario de San Miguel comienza a refugiar, a esconder, a personas perseguidas. Se entera de la detención de un joven vecino, trabajador, casado, con dos hijas pequeñas y está seguro de que lo llevaron a un cuartel cercano de la fuerza aérea. Pide verlo. Le dicen que no está. Habla con el jefe de guardia que le parece un hombre bueno, le dice que está seguro de que el detenido está ahí y que sabe que ese hombre ahora está viviendo un infierno, pero que todos los que lo llevaron ahí, si no lo regresan, terminarán en el infierno. Lo busca el guardia de seguridad en secreto. Le dice que esa noche a cierta hora y lugar le entregarán al detenido. Esa noche, desde un coche, lo arrojan a la calle, herido, pero vivo. Lo ingresan al hospital italiano y le piden al consulado de Italia que lo haga salir del país con su familia. Como los aeropuertos están controlados, lo hacen salir en barco rumbo a Italia. Ahora vive en el norte de Roma, visita al pontífice con regularidad.

Nos cuenta que un día de 1977 lo llamó Esther por teléfono. Le dice que la abuela está muy mal, que por favor vaya a su casa a darle la extremaunción. Pero que “lleve el camión”. Comprende que el problema es otro. Va con una camioneta. Para esa fecha éramos perseguidos, había desaparecido la pareja de una de sus hijas, y la otra estaba clandestina. Esther le pide que se lleve todos sus libros y documentos, algunos de organizaciones políticas que, como todas, estaban prohibidas, incluyendo una biblioteca amplia de literatura y temas políticos. Francisco se los lleva al seminario que estaba también bajo acecho militar. Los libros los conserva y los integra a la biblioteca del propio seminario.

Ahora le indigna a Francisco que un grupo de diputados haya ido a visitar a los represores y torturadores que están cumpliendo cadena perpetua por delitos de lesa humanidad en una cárcel de baja seguridad en Ezeiza, cerca de Buenos Aires. Entre ellos está Alfredo Astiz, el marino que se infiltró entre los grupos de madres y familiares diciendo que estaba buscando a su hermana desaparecida, y que fue quien señaló a las madres que debían secuestrar y a las dos monjas francesas, y que ya en la ESMA participó activamente en sus torturas y vejaciones hasta que fueron asesinadas.

El Papa nos dice que no lo comprende, que son personajes que cometieron crímenes de lesa humanidad, cuenta la historia de un sacerdote de los militares, que consigue convertirse en capellán del ejército y participa en las torturas de los detenidos. Terminada la dictadura es detenido y condenado. Años después queda en libertad y pide ir al asilo de sacerdotes retirados. Francisco lo prohíbe, dice que ese hombre al que califica de terrorífico, no es un hombre de la Iglesia.

Le digo que Borges asegura que no se debe hablar de venganzas ni perdones, que el olvido es la única venganza y el único perdón, pero que Milan Kundera afirma que la historia es la lucha de la memoria contra el olvido. Dice que el olvido, el perdón, puede ser algo individual, pero que la memoria siempre debe permanecer. Le preguntamos si el perdón no es la esencia de la Iglesia. Duda, dice que a veces, para las sociedades, es muy difícil perdonar, que siempre se deben recordar este tipo de hechos para no repetirlos.

Hablamos de la importancia del diálogo para acabar con la polarización y con la ignorancia. Valora, por sobre todas las cosas, el diálogo, el intercambio de ideas, la bondad intrínseca de las personas, dice que el diálogo es lo único que puede romper la polarización y que por eso es siempre tan importante impulsarlo.

Hablamos de México y la violencia. Habla de cómo crecen esos niños que no tienen nada, pero que, sobre todo, no conocen lo que es el cariño, la ternura, que cuando se les quiere acariciar responden con un golpe, dice que de esos niños que no saben qué es la ternura es de donde nacen los criminales, los sicarios, y que falta mucho por hacer en ese sentido. Habla del tejido social destruido. Tiene fe en México porque, dice, un poco en broma, mucho en serio, que unos son católicos y otros son ateos, pero que todos son guadalupanos, y ésa es una base de unión. Pide que no olvidemos la alegría.

Entre abrazos, nos acompaña hasta la puerta de su pequeño departamento, nos despide con abrazos como el abuelito un poco débil, pero lúcido, inteligente, que todos deseamos tener. Es el fin de una de las tardes más entrañables que se puede tener.

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