Publicado en EL PAÍS, 13/06/09;
Bien se sabe que si todos los países son particulares, algunos lo son más, como la Argentina, esa sorprendente nación en que convivieron en su día los Borges y Bioy Casares con la siniestra Triple A, así como hoy respiran el mismo aire un líder organizador a destajo de piquetes callejeros, que lo mismo corta una avenida o copa un “casino”, con artistas excelsos como el bailarín Julio Bocca o el grupo de Les Luthiers, expresión refinada del humorismo porteño. Esa zarabanda multicolor adquiere hoy particular expresión en Gran Cuñado, una parodia humorística de Gran Hermano, que dirige el animador televisivo Marcelo Tinelli. Como explicara estos días Soledad Gallego (EL PAÍS, 20 de mayo), se trata de una caricatura de los políticos que el 28 de junio dirimirán supremacías en una elección parlamentaria de medio término que incluye a la propia presidenta Cristina Fernández de Kirchner y a su antecesor y marido.
Los políticos viven aterrorizados por lo que allí les pueda pasar y la gente se ríe como si le hicieran cosquillas, porque el trabajo es técnicamente memorable, con artistas que logran imitaciones desopilantes de esas figuras.
¿Por qué tanto azareo, entonces? Pues porque un programa así, en el 2001, fue fundamental en la caída del presidente De la Rúa, un político de larga trayectoria, legislador con historia, alcalde bonaerense y, sobre todo, una buena persona, a quien la caricatura lo estampó como un hombre vacilante, distraído, casi tonto, que siempre equivocaba la puerta de salida. En una palabra, se trata de un arma terrible, como ya lo decía Maquiavelo en sus consejos al Príncipe, que podía ser amado o temido, pero nunca ridiculizado.
Hay quienes se han preguntado si era aceptable que la mismísima jefe de Estado pudiera ser caricaturizada, como lo hace este programa. La respuesta obvia es que dentro del vasto espacio de la libertad de expresión cabe la sátira al gobernante, que la han sufrido todos, aun en la vieja Grecia y en la sofisticada República Romana. La pregunta es si no hay límite, si no hay una frágil frontera en que la crítica se desborda para llegar a ser agravio institucional. La cuestión no ha pasado del debate periodístico, pues nadie se ha atrevido a llevar el tema a un tribunal y más vale así porque, en la duda, siempre ha de preferirse la libertad.
La trascendencia popular del tema impone reflexionar sobre la manera en que un programa de esta naturaleza puede transformarse en un escenario decisivo del punto de vista político, hasta dónde pueden corroerse las instituciones con la ridiculización al barrer, cuál es el punto en que la sátira termina minando la confianza ciudadana o desviando el juicio sereno de un votante hacia anécdotas y estereotipos necesariamente farsescos. Lo indudable es que el programa es un prodigio escénico por su ritmo y color, la gracia de los libretos y la eficacia de las imitaciones, que recogen a su vez el veredicto de un público que marca récords de audiencia a la hora de los sketches. Es verdad que luego del primer programa, que llevó tanta gente como la final del mundial, el rating algo ha bajado, manteniéndose sin embargo en un nivel de expectativa realmente sorprendente.
A la intriga de quién será desalojado del juego por el voto de los televidentes se le añade un elemento lúdico de suspenso que atrapa a multitudes, prendidas en la suerte de los desenlaces, con la ilusión de que con su voto van decidiendo a quiénes no soportan más. La tentación de votar en contra, esa especie de morbosa inclinación a denostar, a defenestrar, a poder responderle a alguien notorio con una bolilla negra, es particularmente seductora para el grisáceo televidente común, ese ser anónimo que en ese instante mágico de votar se siente protagonista.
En Uruguay, desde donde escribo este comentario, también se sigue el programa como si fuera propio. Cabe recordar que sigue cortado por los piqueteros argentinos el puente sobre el río Uruguay que une a los dos países rioplatenses y como ello lleva a que casi todo el espectro político del país mire con recelo al Gobierno argentino, ocurre que las caricaturas sean festejadas como si fueran asunto propio.
No es despreciable también ese efecto secundario de la globalización, que es el traspaso de las fronteras por programas alusivos a la política del vecino.
En una palabra, el homo videns de Sartori va produciendo sorprendentes productos. Y modificando hábitos ciudadanos y pautas culturales que parecían invulnerables. ¿Hasta qué punto la ridiculización de los titulares desgasta a la institución? Una república en zapatillas, sorprendida en ropas menores, ¿preserva su esencia?
Por lo menos, da para pensar en que estamos ante algo muy distinto a lo que imaginó Jefferson cuando redactaba los principios de libertad que estampó en la primera gran Constitución liberal de Occidente. Entonces, la palabra escrita era la autoridad. Nadie imaginaba que la imagen, la sola imagen, podía llegar a sustituirla, y mucho menos en el debate político, entablado en un juego de emociones, risas, ridículos, en que la razón es la gran ausente.
Los políticos viven aterrorizados por lo que allí les pueda pasar y la gente se ríe como si le hicieran cosquillas, porque el trabajo es técnicamente memorable, con artistas que logran imitaciones desopilantes de esas figuras.
¿Por qué tanto azareo, entonces? Pues porque un programa así, en el 2001, fue fundamental en la caída del presidente De la Rúa, un político de larga trayectoria, legislador con historia, alcalde bonaerense y, sobre todo, una buena persona, a quien la caricatura lo estampó como un hombre vacilante, distraído, casi tonto, que siempre equivocaba la puerta de salida. En una palabra, se trata de un arma terrible, como ya lo decía Maquiavelo en sus consejos al Príncipe, que podía ser amado o temido, pero nunca ridiculizado.
Hay quienes se han preguntado si era aceptable que la mismísima jefe de Estado pudiera ser caricaturizada, como lo hace este programa. La respuesta obvia es que dentro del vasto espacio de la libertad de expresión cabe la sátira al gobernante, que la han sufrido todos, aun en la vieja Grecia y en la sofisticada República Romana. La pregunta es si no hay límite, si no hay una frágil frontera en que la crítica se desborda para llegar a ser agravio institucional. La cuestión no ha pasado del debate periodístico, pues nadie se ha atrevido a llevar el tema a un tribunal y más vale así porque, en la duda, siempre ha de preferirse la libertad.
La trascendencia popular del tema impone reflexionar sobre la manera en que un programa de esta naturaleza puede transformarse en un escenario decisivo del punto de vista político, hasta dónde pueden corroerse las instituciones con la ridiculización al barrer, cuál es el punto en que la sátira termina minando la confianza ciudadana o desviando el juicio sereno de un votante hacia anécdotas y estereotipos necesariamente farsescos. Lo indudable es que el programa es un prodigio escénico por su ritmo y color, la gracia de los libretos y la eficacia de las imitaciones, que recogen a su vez el veredicto de un público que marca récords de audiencia a la hora de los sketches. Es verdad que luego del primer programa, que llevó tanta gente como la final del mundial, el rating algo ha bajado, manteniéndose sin embargo en un nivel de expectativa realmente sorprendente.
A la intriga de quién será desalojado del juego por el voto de los televidentes se le añade un elemento lúdico de suspenso que atrapa a multitudes, prendidas en la suerte de los desenlaces, con la ilusión de que con su voto van decidiendo a quiénes no soportan más. La tentación de votar en contra, esa especie de morbosa inclinación a denostar, a defenestrar, a poder responderle a alguien notorio con una bolilla negra, es particularmente seductora para el grisáceo televidente común, ese ser anónimo que en ese instante mágico de votar se siente protagonista.
En Uruguay, desde donde escribo este comentario, también se sigue el programa como si fuera propio. Cabe recordar que sigue cortado por los piqueteros argentinos el puente sobre el río Uruguay que une a los dos países rioplatenses y como ello lleva a que casi todo el espectro político del país mire con recelo al Gobierno argentino, ocurre que las caricaturas sean festejadas como si fueran asunto propio.
No es despreciable también ese efecto secundario de la globalización, que es el traspaso de las fronteras por programas alusivos a la política del vecino.
En una palabra, el homo videns de Sartori va produciendo sorprendentes productos. Y modificando hábitos ciudadanos y pautas culturales que parecían invulnerables. ¿Hasta qué punto la ridiculización de los titulares desgasta a la institución? Una república en zapatillas, sorprendida en ropas menores, ¿preserva su esencia?
Por lo menos, da para pensar en que estamos ante algo muy distinto a lo que imaginó Jefferson cuando redactaba los principios de libertad que estampó en la primera gran Constitución liberal de Occidente. Entonces, la palabra escrita era la autoridad. Nadie imaginaba que la imagen, la sola imagen, podía llegar a sustituirla, y mucho menos en el debate político, entablado en un juego de emociones, risas, ridículos, en que la razón es la gran ausente.
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