3 abr 2010

Vía Crucis

La tercera caída/Jorge Juan Fernández Sangrador, director de la Biblioteca de Autores Cristianos
ABC, 01/04/10):
El vía crucis que, presidido por el Papa, tiene lugar cada Viernes Santo en el Coliseo de Roma, es seguido, gracias a los medios de comunicación, por millones de personas, que acompañan internamente a Cristo en su camino hacia la cruz, mientras escuchan las meditaciones y plegarias que, escritas por una personalidad relevante del cristianismo, son leídas, en el Anfiteatro Flavio, por profesionales de la palabra.
Hace cinco años, el 25 de marzo de 2005, Viernes Santo, Juan Pablo II no pudo desplazarse al Coliseo para participar en el vía crucis. No se hallaba en condiciones físicas para permanecer a la intemperie por espacio de dos horas. Desde su oratorio, se asociaba, abrazado a un crucifijo, a aquella multitud que, al pie del Palatino, recordaba cómo habían sido los últimos momentos de la historia terrenal del Hijo de Dios. Una cámara de la televisión fungía de vínculo de unión entre la capilla del apartamento pontificio y el resto del mundo, que, gracias a ella, podía contemplar con tierno afecto la figura curvada del Papa, que, en su valetudinario estado, conservaba, sin embargo, incólume el vigor interior. Ocho días después, el 2 de abril, a las 21,37 horas, Karol Józef Wojtyla entregaba el alma a Dios.
Las meditaciones y oraciones del vía crucis de aquel año estuvieron a cargo del entonces prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, Joseph Ratzinger, quien articuló las catorce estaciones en torno a un versículo del Evangelio según san Juan: «Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto» (Juan 12,24). Las relaciones entre la pasión y muerte de Jesucristo con la eucaristía fueron magistralmente puestas de relieve por el cardenal alemán, que, de este modo, contribuía a disponer espiritualmente a toda la Iglesia para la celebración de la XI Asamblea General del Sínodo de los Obispos, convocada para el mes de octubre de ese mismo año en Roma. El argumento propuesto por Juan Pablo II para la reflexión colegial era precisamente ese: la eucaristía en la vida y en la misión de la Iglesia.
Al comentar la piadosa tradición de las tres caídas de Jesús, tumbado al suelo por el peso de los pecados de la humanidad, Joseph Ratzinger atribuía la primera a la soberbia. Esta induce al hombre a pensar en la posibilidad de producir él mismo, como si fuera Dios, otros seres humanos, a los que ve, en el intento por lograrlo, no como iguales a él, sino como mero material de laboratorio, mercancía que se puede comprar y vender, instrumentos que se emplean con el fin de superar la propia muerte.
A Cristo, según el prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, lo abate a tierra, por segunda vez, aquel peso que, desde Adán, viene derrumbando a todos los hombres, que, a merced de la concupiscencia y de los vicios de cada época, con sus excesos y perversiones, sucumben al acoso de fuerzas adversas y siempre renovadas. Y junto a esto, las imponentes ideologías que, en los países de tradición cristiana, tratan de construir un nuevo paganismo, que, a la par que arrumba a Dios, banaliza al hombre y se desentiende de él.
La tercera caída de Jesús, bajo el peso de la cruz, se debe, según Joseph Ratzinger, a los traspiés existenciales del hombre en general, pero también a los pecados de la Iglesia: contra la eucaristía, la palabra de Dios y el sacramento de la reconciliación. Y a la infidelidad de los sacerdotes. La traición de los discípulos y la recepción indigna de su Cuerpo y Sangre -decía, en aquella ocasión, el purpurado- hieren sobremanera el corazón de Cristo. Y lo exponen a befa. A Él y a los suyos.
La raíz de este desorden se halla, una vez más, en la soberbia y en la autosuficiencia. Y algunos opinan que hay caídas de las que la Iglesia, si es que se levanta, no va a reponerse de ellas plenamente. Es el caso de los abusos sexuales por parte de sacerdotes y religiosos, de los que, en estos días, los medios de comunicación ofrecen abundante información. En la carta pastoral que Benedicto XVI escribió a los católicos de Irlanda, firmada el pasado 19 de marzo, advierte a todos que el camino de curación, renovación y reparación, para la Iglesia, en este asunto, no va a ser fácil ni de recorrido corto.
Hace dos años, en abril de 2008, durante el viaje a los Estados Unidos, el Papa explicó cuáles han de ser los pasos que la Iglesia debe seguir en esa andadura, con arreglo a tres niveles de actuación. En primer lugar, colaborar con las instancias civiles para que se haga justicia y se apliquen las correspondientes penas a los responsables de abusos. Y ayudar de todas las formas posibles a las víctimas, siendo ésta, de entre las múltiples acciones que se acometan, prioritaria. En segundo lugar, trabajar por la reconciliación entre la Iglesia y las personas que han sufrido tales desmanes, a sabiendas de que tienen motivos para no perdonarla. En tercer lugar, llevar a cabo, en los seminarios y noviciados, un adecuado programa de selección y formación de candidatos al sacerdocio y a la vida religiosa.
Este protocolo, afinado aún más en la carta pastoral dirigida a los católicos de Irlanda, que la Iglesia se ha autoimpuesto para poner en claro los casos de abusos, movida por la voluntad de proceder con verdad y en justicia, contribuirá no poco a que sea tenida como instancia de referencia por parte de aquellas instituciones que van a verse urgidas a arrostrar también, en un futuro próximo, ese drama, que, según revelan las estadísticas, viene dándose en ellas desde hace tiempo. La misión de la Iglesia es ser sal y luz, y su autoridad moral resplandecerá renovada a los ojos del mundo.

Viajando a Austria, en septiembre de 2007, Benedicto XVI fue entrevistado en el avión por un periodista que le preguntó cómo andaban las cosas en ese país después de haber vivido, en los años 90, serias tensiones y divergencias en el seno de la Iglesia. Quería saber si ya habían sido superadas. El Papa respondió con toda franqueza que no, pero antes de decir esto, dio las gracias a cuantos, en medio de las dificultades, fueron fieles a la Iglesia, en la que, a pesar de contar entre sus filas con pecadores, supieron reconocer el rostro de Cristo. Y es que también existen en ella testigos luminosos de la fe y de la caridad. Son la mayoría: laicos, religiosos y sacerdotes, que, fortalecidos por la gracia de Dios, aspiran a la santidad y a vivir sencilla y gozosamente las enseñanzas evangélicas.
Es precisamente en la comunión de la Iglesia en donde se encuentra realmente a Jesucristo, que, incluso después de la resurrección, lleva, en su cuerpo glorioso, las llagas de la pasión. Injusta, desproporcionada, humillante. Puede, por ello, compadecerse de la humanidad afligida y sanar, por el efecto salvífico de sus heridas, aquellas que, por no haber recurso humano que las alivie, se muestran incurables. Y el esfuerzo enorme que, en su debilidad extrema, aplastado bajo el peso de los pecados de los hombres, hace Cristo para alzarse del suelo en el camino hacia el Gólgota, es impulso que tira hacia arriba de cuantos, postrados en el vía crucis de la vida, parece que ya no se pueden levantar. Incluidos los de la tercera caída.

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