¿Letras de transición?
JOSÉ-CARLOS MAINER
Babelia, 22/01/2011
Babelia, 22/01/2011
Un recorrido por la literatura en español durante los últimos veinte años hasta llegar a la fusión de lo narrativo con el ensayo, que ha de tener algún parentesco con la promiscuidad del blog.
Veinte años es una unidad de medida emocional: la frase de Gil de Biedma ("ahora que de casi todo hace veinte años") puede ser apócrifa pero el tango es certeramente preciso cuando nos recuerda que "veinte años no es nada". Y ambos nos invitan a comprobar si los augurios o las ilusiones han sido ciertos. Italo Calvino pronosticó para el milenio que iba a comenzar el año 2001 "levedad, rapidez, exactitud, visibilidad, multiplicidad". Y no sé si pensó en que la realización de todo esto iba a correr de cuenta de la electrónica: en la velocidad de zapping, la levedad del blog y la visibilidad de los foros de participación, ya que no es fácil que la exactitud sobreviva en alguna parte que no sea en las propias entrañas de la máquina. La fusión de lo narrativo con el ensayo, tan reciente, ha de tener algún parentesco con la promiscuidad del blog: la cercanía del autor y sus lectores nos llevan a narrar las cosas, más que a exponerlas de un modo teórico. Así sucede hoy en los trabajos de crítica literaria de Vicente Luis Mora, o en los libros misceláneos de José Luis Pardo, o en textos como los de Agustín Fernández Mallo, una suerte de zapping cultural, y de Eloy Fernández Porta, que ha hablado de la cultura afterpop, como hace más de treinta años se empezó a hablar de lo postmoderno. Y un canal televisivo donde zapear (con sus consecuencias morales, como el orden arbitrario y la cita errónea) ha sido la forma interior de la última novela de Manuel Vilas.
La norma constituyente de muchos de estos libros es la inclusión, la bulimia. Algunas memorias de escritores (pienso en las de Josep Maria Castellet y Rafael Argullol) ceden buena parte del espacio legítimo del yo a viajes, historias, personajes conocidos: son demoradas galerías de espejos. Y otras, sin embargo, se adelgazan hasta convertirse en un provocativo y fibroso ensayo de antropología cultural: la autobiografía de Félix de Azúa. Hay dietarios en los que habita fundamentalmente el mundo exterior, golosamente gozado, como fueron los de Antonio Martínez Sarrión, y hay otros en que los muchos acontecimientos nunca acaban de desplazar al terco "yo" que los trae y lleva: el Salón de pasos perdidos, de Andrés Trapiello. Y hay literatura que se alimenta de literatura, como le sucede fecundamente a la de Enrique Vila-Matas, Sergio Pitol y José Carlos Llop. Y a su manera paródica, a la de César Aira... Ricardo Piglia acaba de publicar la novela que nunca escribió Borges pero que le hubiera gustado leer al autor de El Sur. Por eso, los libros suelen ser tan dilatados como la dieta bulímica que los alimenta, pero también la vivencia del mundo ha aconsejado a otros agazaparse en las formas breves: el microrrelato se ha convertido en una experiencia de nuestro tiempo y un plante desdeñoso a la sobreabundancia (siguen siendo referencia las actitudes al respecto del inolvidable Augusto Monterroso). Otros han encontrado la proporción áurea del cuento de diez páginas y las columnas de a dos, artefactos de precisión que condensan y ejercitan el ingenio mediante el arte de prescindir: cada cual a su modo, lo hacen Cristina Fernández Cubas, José María Merino, Luis Mateo Díez, Quim Monzó, Manuel Rivas, Hipólito García Navarro, que han hecho del cuento un género imprescindible. Las columnas son el dominio de Manuel Vicent, por ejemplo. Juan José Millás respira por igual en el cuento, el artículo y el reportaje.
No todo es inclusión indefinida o drástica levedad que elimina. Los vaticinios de gurús de la crítica como George Steiner y Harold Bloom clamaban hace veinte años por el regreso de la trascendencia en la literatura. Y no es esa paradoja el único síntoma de esquizofrenia cultural. Atravesamos -como sabía Frank Kermode- Reinos de Transición, y la Transición es una parte del Apocalipsis. A todos nos ha acontecido todo, en España, en América Latina, en el mundo... Y una de las ventajas de la edad de las globalizaciones es que somos menos provincianos. Las editoriales traducen más o reeditan títulos que no recordábamos. Los escritores ya no tienen como referencia a la tradición propia (en lo que Juan Benet fue un innovador), ni siquiera persiste el último marbete regional que parecía sólido como una roca. En El insomnio de Bolívar, Jorge Volpi ha declarado la muerte de Latinoamérica como concepto cultural. Tiene buena parte de razón: él mismo se dio a conocer con un libro sobre Alemania. Roberto Bolaño fue chileno, mexicano y español, por este orden cronológico, pero siempre nativo de su imaginación. Los argentinos Patricio Pron y Andrés Neuman cuentan, por avecindamiento, como escritores españoles.
A la vuelta de unos años, la salomónica práctica del Premio Cervantes -un año a cada lado de Atlántico- va a ser difícilmente sostenible. Ahora nos recuerda, como justa ceniza penitencial, que los de este costado no somos los únicos dueños de la casa. Pero ¿es adecuada la partición? Esta ha hecho que Monterroso ya nunca podrá ser Premio Cervantes, ni Juan José Saer, ni Julio Ramón Ribeyro, ni Idea Vilariño y Blanca Varela, ni Roberto Juarroz y Homero Aridjis. No es por fastidiar el recordarlo, pero estamos en tiempo de cánones y listas: valen para el pasado lejano, para el pasado familiar y para orientar el presente. En los primeros noventa todavía reinaba Valle-Inclán por lo que hace al pasado lejano, pero ahora parecen compartir la hegemonía dos personajes tan diferentes como el híspido Pío Baroja y el fervoroso Juan Ramón Jiménez. La generación del 50 era ya entonces un referente vital y lo sigue siendo: nos reconocemos todavía en el nihilismo de Sánchez Ferlosio, la avidez inteligente de Gil de Biedma, el sarcasmo de Ángel González, la displicencia irónica de Juan Benet, la emoción de Brines o las infracciones de Caballero Bonald (y en rasgos de algunos americanos de esa misma generación que allí fue menos adánica porque tenía strong fathers).
Pero lo cierto es que hoy no hay tanto canibalismo cultural como antaño: sean ejemplos la actitud de Luis García Montero ante personajes tan dispares como Francisco Ayala, Alberti y Ángel González, o la lealtad de Andrés Sánchez Robayna a Valente y Juan Goytisolo; la de Miguel Sánchez-Ostiz a Baroja, o el culto a sus sombras literarias amadas que tributa el rey de Redonda, Javier Marías.
Otras cosas han cambiado más, pero quizá sólo porque eran simplificaciones. Se agotó la rebatiña entre "poetas de la experiencia" y "metafísicos", lo necesario para saber que Olvido García Valdés, Ramiro Fonte, Luis Muñoz, Vicente Gallego o el último Carlos Marzal están en el mismo territorio. Unos se han hecho más maduros (Luis García Montero) y otros -pienso en Joan Margarit, Pere Gimferrer, Guillermo Carnero, Jaime Siles o Andrés Sánchez Robayna- van a lo suyo, que a fin de cuentas es lo que nos importa: la experiencia de vivir o de descubrirlo otra vez, o la reflexión angustiada de no hacerlo, la grata variedad del mundo o la profunda unidad de todo. Sólo había un pronóstico de 1990 que era de cumplimiento seguro: que la Guerra Civil seguiría siendo un tema fundamental para los narradores. Ahora sabemos de añadidura que no era un rito aborigen y que toda la Europa posterior a 1980 se ha edificado sobre recuerdos culpables mal escondidos: el fantasma de la Segunda Guerra Mundial, la memoria del Holocausto y el Gulag, el frío de la primera guerra fría, la desazón de los años rojos -los setenta- de Italia y Alemania, los largos días de las dictaduras militares y las reconversiones tathcherianas de poco después. Si Eduardo Mendoza, Rafael Chirbes, Bernardo Atxaga, Antonio Muñoz Molina, Manuel Rivas, Javier Cercas, Almudena Grandes e Ignacio Martínez de Pisón dedican sus novelas a la contienda del 36, sus antecedentes o sus consecuencias, no es por oportunismo o por capricho...
Veinte años es mucho y también nada. Como escribió Baroja, en cuestión de la vida "siempre se está al principio... y al fin".
José-Carlos Mainer (Zaragoza, 1944) es director de la colección de nueve volúmenes Historia de la literatura española, de la editorial Crítica
Veinte años es una unidad de medida emocional: la frase de Gil de Biedma ("ahora que de casi todo hace veinte años") puede ser apócrifa pero el tango es certeramente preciso cuando nos recuerda que "veinte años no es nada". Y ambos nos invitan a comprobar si los augurios o las ilusiones han sido ciertos. Italo Calvino pronosticó para el milenio que iba a comenzar el año 2001 "levedad, rapidez, exactitud, visibilidad, multiplicidad". Y no sé si pensó en que la realización de todo esto iba a correr de cuenta de la electrónica: en la velocidad de zapping, la levedad del blog y la visibilidad de los foros de participación, ya que no es fácil que la exactitud sobreviva en alguna parte que no sea en las propias entrañas de la máquina. La fusión de lo narrativo con el ensayo, tan reciente, ha de tener algún parentesco con la promiscuidad del blog: la cercanía del autor y sus lectores nos llevan a narrar las cosas, más que a exponerlas de un modo teórico. Así sucede hoy en los trabajos de crítica literaria de Vicente Luis Mora, o en los libros misceláneos de José Luis Pardo, o en textos como los de Agustín Fernández Mallo, una suerte de zapping cultural, y de Eloy Fernández Porta, que ha hablado de la cultura afterpop, como hace más de treinta años se empezó a hablar de lo postmoderno. Y un canal televisivo donde zapear (con sus consecuencias morales, como el orden arbitrario y la cita errónea) ha sido la forma interior de la última novela de Manuel Vilas.
La norma constituyente de muchos de estos libros es la inclusión, la bulimia. Algunas memorias de escritores (pienso en las de Josep Maria Castellet y Rafael Argullol) ceden buena parte del espacio legítimo del yo a viajes, historias, personajes conocidos: son demoradas galerías de espejos. Y otras, sin embargo, se adelgazan hasta convertirse en un provocativo y fibroso ensayo de antropología cultural: la autobiografía de Félix de Azúa. Hay dietarios en los que habita fundamentalmente el mundo exterior, golosamente gozado, como fueron los de Antonio Martínez Sarrión, y hay otros en que los muchos acontecimientos nunca acaban de desplazar al terco "yo" que los trae y lleva: el Salón de pasos perdidos, de Andrés Trapiello. Y hay literatura que se alimenta de literatura, como le sucede fecundamente a la de Enrique Vila-Matas, Sergio Pitol y José Carlos Llop. Y a su manera paródica, a la de César Aira... Ricardo Piglia acaba de publicar la novela que nunca escribió Borges pero que le hubiera gustado leer al autor de El Sur. Por eso, los libros suelen ser tan dilatados como la dieta bulímica que los alimenta, pero también la vivencia del mundo ha aconsejado a otros agazaparse en las formas breves: el microrrelato se ha convertido en una experiencia de nuestro tiempo y un plante desdeñoso a la sobreabundancia (siguen siendo referencia las actitudes al respecto del inolvidable Augusto Monterroso). Otros han encontrado la proporción áurea del cuento de diez páginas y las columnas de a dos, artefactos de precisión que condensan y ejercitan el ingenio mediante el arte de prescindir: cada cual a su modo, lo hacen Cristina Fernández Cubas, José María Merino, Luis Mateo Díez, Quim Monzó, Manuel Rivas, Hipólito García Navarro, que han hecho del cuento un género imprescindible. Las columnas son el dominio de Manuel Vicent, por ejemplo. Juan José Millás respira por igual en el cuento, el artículo y el reportaje.
No todo es inclusión indefinida o drástica levedad que elimina. Los vaticinios de gurús de la crítica como George Steiner y Harold Bloom clamaban hace veinte años por el regreso de la trascendencia en la literatura. Y no es esa paradoja el único síntoma de esquizofrenia cultural. Atravesamos -como sabía Frank Kermode- Reinos de Transición, y la Transición es una parte del Apocalipsis. A todos nos ha acontecido todo, en España, en América Latina, en el mundo... Y una de las ventajas de la edad de las globalizaciones es que somos menos provincianos. Las editoriales traducen más o reeditan títulos que no recordábamos. Los escritores ya no tienen como referencia a la tradición propia (en lo que Juan Benet fue un innovador), ni siquiera persiste el último marbete regional que parecía sólido como una roca. En El insomnio de Bolívar, Jorge Volpi ha declarado la muerte de Latinoamérica como concepto cultural. Tiene buena parte de razón: él mismo se dio a conocer con un libro sobre Alemania. Roberto Bolaño fue chileno, mexicano y español, por este orden cronológico, pero siempre nativo de su imaginación. Los argentinos Patricio Pron y Andrés Neuman cuentan, por avecindamiento, como escritores españoles.
A la vuelta de unos años, la salomónica práctica del Premio Cervantes -un año a cada lado de Atlántico- va a ser difícilmente sostenible. Ahora nos recuerda, como justa ceniza penitencial, que los de este costado no somos los únicos dueños de la casa. Pero ¿es adecuada la partición? Esta ha hecho que Monterroso ya nunca podrá ser Premio Cervantes, ni Juan José Saer, ni Julio Ramón Ribeyro, ni Idea Vilariño y Blanca Varela, ni Roberto Juarroz y Homero Aridjis. No es por fastidiar el recordarlo, pero estamos en tiempo de cánones y listas: valen para el pasado lejano, para el pasado familiar y para orientar el presente. En los primeros noventa todavía reinaba Valle-Inclán por lo que hace al pasado lejano, pero ahora parecen compartir la hegemonía dos personajes tan diferentes como el híspido Pío Baroja y el fervoroso Juan Ramón Jiménez. La generación del 50 era ya entonces un referente vital y lo sigue siendo: nos reconocemos todavía en el nihilismo de Sánchez Ferlosio, la avidez inteligente de Gil de Biedma, el sarcasmo de Ángel González, la displicencia irónica de Juan Benet, la emoción de Brines o las infracciones de Caballero Bonald (y en rasgos de algunos americanos de esa misma generación que allí fue menos adánica porque tenía strong fathers).
Pero lo cierto es que hoy no hay tanto canibalismo cultural como antaño: sean ejemplos la actitud de Luis García Montero ante personajes tan dispares como Francisco Ayala, Alberti y Ángel González, o la lealtad de Andrés Sánchez Robayna a Valente y Juan Goytisolo; la de Miguel Sánchez-Ostiz a Baroja, o el culto a sus sombras literarias amadas que tributa el rey de Redonda, Javier Marías.
Otras cosas han cambiado más, pero quizá sólo porque eran simplificaciones. Se agotó la rebatiña entre "poetas de la experiencia" y "metafísicos", lo necesario para saber que Olvido García Valdés, Ramiro Fonte, Luis Muñoz, Vicente Gallego o el último Carlos Marzal están en el mismo territorio. Unos se han hecho más maduros (Luis García Montero) y otros -pienso en Joan Margarit, Pere Gimferrer, Guillermo Carnero, Jaime Siles o Andrés Sánchez Robayna- van a lo suyo, que a fin de cuentas es lo que nos importa: la experiencia de vivir o de descubrirlo otra vez, o la reflexión angustiada de no hacerlo, la grata variedad del mundo o la profunda unidad de todo. Sólo había un pronóstico de 1990 que era de cumplimiento seguro: que la Guerra Civil seguiría siendo un tema fundamental para los narradores. Ahora sabemos de añadidura que no era un rito aborigen y que toda la Europa posterior a 1980 se ha edificado sobre recuerdos culpables mal escondidos: el fantasma de la Segunda Guerra Mundial, la memoria del Holocausto y el Gulag, el frío de la primera guerra fría, la desazón de los años rojos -los setenta- de Italia y Alemania, los largos días de las dictaduras militares y las reconversiones tathcherianas de poco después. Si Eduardo Mendoza, Rafael Chirbes, Bernardo Atxaga, Antonio Muñoz Molina, Manuel Rivas, Javier Cercas, Almudena Grandes e Ignacio Martínez de Pisón dedican sus novelas a la contienda del 36, sus antecedentes o sus consecuencias, no es por oportunismo o por capricho...
Veinte años es mucho y también nada. Como escribió Baroja, en cuestión de la vida "siempre se está al principio... y al fin".
José-Carlos Mainer (Zaragoza, 1944) es director de la colección de nueve volúmenes Historia de la literatura española, de la editorial Crítica
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