24 abr 2011

Infierno Guantánamo

Infierno Guantánamo
Imágenes inéditas de los campos de detención que EE UU mantiene al margen de la ley desde hace más de cuatro años. Un escenario de pesadilla para centenares de individuos a los que la Administración de Bush asocia con Al Qaeda. Sin derechos, sin garantías y aparentemente sin futuro
YOLANDA MONGE
Publicado en El País, 08/10/2006
Si la guerra contra el terrorismo de George W. Bush tiene como fin último promover los valores del mundo civilizado contra la barbarie, alguien debería de explicárselo a Mohamed al Qahtani. En nombre de la civilización, Qahtani llegó encapuchado y encadenado de pies y manos con grilletes a la base naval militar estadounidense de Guantánamo (Cuba) en enero de 2002. Le arrebataron todos sus derechos y se le otorgó un número: el 063. Los carceleros de Guantánamo y las autoridades militares de Washington le consideraban el piloto “número 20”, el hombre que debería de haber redondeado la cifra de 19 terroristas suicidas en los atentados del 11 de septiembre de 2001 hasta las dos decenas. Pero Inmigración no le permitió la entrada en Estados Unidos menos de un mes antes de los ataques terroristas contra Nueva York y Washington.
El reo 063 fue capturado en las montañas de Tora Bora (Afganistán) por las tropas del comandante en jefe George W. Bush en diciembre de 2001. Y de Afganistán a Guantánamo, donde en nombre de la civilización se torturó a Qahtani. Durante el tiempo de su cautiverio –o lo que se le supone, porque nadie sabe hoy si el preso 063 sigue en Guantánamo o no–, a Qahtani le arrancaron la ropa mientras que una mujer se le insinuaba; se le obligó a colocarse unas bragas en la cabeza y un sujetador en la cara; se le dijo incontables veces que su madre era una puta; se le afeitó la barba y la cabeza; se le puso una correa al cuello y se le obligó a ladrar como un perro; fue aislado en una celda durante cinco largos meses, celda que tuvo encendida durante todo el tiempo una penetrante luz; se le hizo pasar frío; se le hizo pasar calor; se le inyectó de forma intravenosa líquido hasta que su vejiga estaba a punto de reventar, pero no se le permitía ir al baño. Qahtani se orinaba encima, se cagaba encima; cuando no quería beber agua, los soldados se la echaban por la cabeza (la técnica es conocida como “o la bebes, o te la pones”); los interrogatorios comenzaban a las cuatro de la madrugada –al preso 063 se le despertaba con música altísima de Christina Aguilera– y duraban hasta medianoche; se le condujo a un cuarto de interrogatorio empapelado con fotos de víctimas del 11-S, banderas estadounidenses e iluminado por luz roja. Allí tuvo que permanecer firme mientras sonaba el himno estadounidense.

Éste es un relato al que, si se pudieran aportar fotos, el parecido con Abu Ghraib sería asombroso. Abu Ghraib, dictaminaron las autoridades, fue responsabilidad de soldados rasos. Pero la cárcel de Guantánamo fue diseñada al milímetro en los despachos de Washington. El 11-S fue la pesadilla que despertó a los estadounidenses de su tranquilo sueño de seguridad y lanzó a su Administración a luchar contra el terrorismo global. Pero para poder obtener información relevante había que esquivar la incómoda Convención de Ginebra. La Administración de Bush definió a los terroristas de Al Qaeda capturados como “combatientes enemigos ilegales” (por tanto, razonó alguna mente privilegiada, no sujetos necesariamente a lo que estipula la Convención de Ginebra sobre prisioneros de guerra, ya que no luchaban bajo ninguna bandera). A renglón seguido se hacinó a esos “combatientes ilegales” en la prisión de la base de Guantánamo, que antes había alojado a refugiados cubanos y haitianos. Como la soberanía de Guantánamo reside en última instancia en Cuba, el Gobierno de Bush creyó encontrar una solución: los detenidos no están en territorio norteamericano, con lo que en ningún caso disfrutarán de los derechos constitucionales que tendrían en Estados Unidos.

El 11 de enero de 2002, un avión militar de carga, modelo C-141, con la bandera de Estados Unidos pintada en el fuselaje, partió de Afganistán rumbo a Guantánamo. A bordo viajaban 20 detenidos vestidos con monos de color naranja y antifaces. Eran los primeros habitantes. Al aterrizar en la base militar fueron encerrados en celdas individuales de 1,8 por 2,4 metros hechas de malla de alambre y cubiertas por techo de madera. Eran unas instalaciones temporales, según dijeron las autoridades en aquel momento.

Hoy, Guantánamo es una prisión de máxima seguridad. Ha costado al Departamento del Tesoro norteamericano 100 millones de dólares, y el presupuesto anual de funcionamiento oscila entre 90 y 100 millones. A pesar de las decisiones judiciales y la polémica, el Pentágono construyó un nuevo centro para reclusos de 30 millones. La empresa a la que se adjudicó la obra pertenecía al conglomerado de Halliburton, el negocio privado del vicepresidente Dick Cheney. En su página web oficial se define a Guantánamo como “la base naval más antigua de todas las de Estados Unidos en el extranjero y la única en un país con el que Estados Unidos no mantiene relaciones diplomáticas” (léase, la Cuba comunista de Fidel Castro). Estados Unidos se estableció allí en 1898, tras la guerra con España, y en 1903 firmó el acuerdo que consagró a perpetuidad su presencia, salvo por decisión conjunta de La Habana y Washington.

Más de un siglo después, Guantánamo es mucho más de lo que declara ser su página web. Es un centro de tortura por el que han pasado al menos 750 personas –entre ellos se encontraban al menos dos individuos de menos de 16 años–, donde hoy permanece sustraída al mundo en un limbo legal una cifra superior a 500 seres humanos, a los que se les presupone una relación con la red terrorista Al Qaeda, pertenecientes a 40 países. No tienen derecho a un abogado. Sólo 10 han sido formalmente acusados de crímenes de guerra. Los datos sobre sus identidades son vagos y confusos, y se tuvo que llegar a los tribunales para que el Pentágono los hiciera públicos. Las organizaciones de derechos humanos no tienen acceso al recinto. Las visitas concedidas al Comité Internacional de la Cruz Roja han sido mínimas. En su último informe, Amnistía Internacional recoge el caso de Sean Baker, un guardia militar que se ofreció voluntario para hacerse pasar por un detenido. Sus compañeros, ajenos a su identidad, le golpearon hasta provocarle lesiones cerebrales permanentes. El único español encarcelado –y luego liberado– recordaba desde su libertad una frase del general al mando en Guantánamo: “No sois seres humanos, sino cerdos con un número de expediente”.

Como el preso 063, quien resistía bien los interrogatorios, para desesperación de sus verdugos. Corría el otoño de 2002. A punto de comenzar el invierno, el secretario de Defensa, Donald Rumsfeld, aprobaba una amplia serie de “métodos coercitivos” más exitosos. Ahora los interrogadores podían ir un poco más allá y emplear técnicas consistentes en aplicar una toalla empapada sobre la cara del detenido para provocarle una sensación de asfixia o sumergirle en agua hasta el límite de sus fuerzas. Los interminables días discurren entre humillaciones. Semana tras semana. Las fuerzas de Qahtani flaquean. Encapuchado, pies y manos rodeados de grilletes y atado a una camilla, es conducido en ambulancia a su celda desde la sala de interrogatorio.

Cuatro años secuestrados a la realidad. Ha habido quien no pudo más y se quitó la vida. Sin acceso a lo más básico. Donde el tiempo sólo tiene dos ritmos: el de las comidas y el de los interrogatorios. Tres detenidos se suicidaban ahorcados con sus propias sábanas en junio de este año. Fue “una tragedia anunciada”, según denunciaron las organizaciones de derechos humanos. Durante los más de 1.500 días que lleva Guantánamo en funcionamiento se han registrado 41 intentos de suicidio por parte de 25 presos, según el Pentágono. Uno de ellos lo intentó 12 veces. Pero la Administración de Estados Unidos tiene una visión distinta y llegó a calificar las muertes de junio de este año como “una buena operación de relaciones públicas para llamar la atención”. Para el comandante del mayor campo de detención de Estados Unidos en el extranjero, el contraalmirante Harry Harris, los suicidios “no fueron un acto de desesperación, sino un acto de guerra asimétrica contra América”.

Gitmo –la abreviatura con la que se conoce a la larga y complicada pronunciación de Guantánamo para los norteamericanos– ha sido desde el principio un factor de choque entre el poder judicial y el ejecutivo en Washington y un motivo de enfrentamiento en el Congreso. El vicepresidente Cheney descartó en su momento su cierre y dijo que los prisioneros reciben “bastante mejor trato” que el que tendrían bajo cualquier otro Gobierno, incluidos los suyos, a los que no les quieren repatriar porque, irónicamente, allí sus derechos fundamentales “no están garantizados”, dice la Casa Blanca. A finales del mes de junio, el Tribunal Supremo propinaba un fuerte revés a la política de la Casa Blanca y fallaba que Bush se extralimitó en su autoridad cuando, tras el 11-S, ordenó que los detenidos como presuntos terroristas en Afganistán y otros lugares y retenidos en Guantánamo fueran procesados en tribunales extraordinarios, las llamadas comisiones militares. Esas comisiones “violan los acuerdos internacionales sobre prisioneros de guerra y las normas militares de Estados Unidos”, afirmó el Supremo. La justicia de Estados Unidos dictaminó que Bush no tenía “un cheque en blanco” en su lucha contra el terrorismo.

La primera consecuencia directa del fallo del Supremo no se hizo esperar. El Pentágono anunciaba una semana después que todos los detenidos en la prisión de Guantánamo y en otras instalaciones bajo custodia militar estadounidense verían reconocidos los derechos y las garantías que otorga la Convención de Ginebra en su artículo 3. Para que nadie se llamara a engaño, el Pentágono reproducía en su comunicado de dos páginas el citado artículo, que prohíbe, entre otras cosas, la violencia, el trato cruel y la tortura sobre prisioneros de guerra, así como los atropellos de la dignidad de los detenidos y los tratos humillantes y denigrantes.

Pero lejos de clausurar el “gulag de nuestro tiempo” –como polémicamente lo ha definido Amnistía Internacional–, y contra sus propias y anunciadas intenciones (Bush aseguró la pasada primavera por tres veces que su deseo era cerrar la prisión de Guantánamo), la Casa Blanca anunciaba a principios de septiembre el envío de 14 nuevos inquilinos –“lo peor de lo peor”– a la base militar provenientes de las cárceles secretas que la CIA mantenía esparcidas por el mundo. Puede que compartan interrogador con Qahtani, el preso 063 al que nunca se le ha imputado ningún crimen, no tiene abogado y permanece retenido en Guantánamo. O no.

Prisioneros y carceleros

Huelgas de hambre, humillaciones, motines, suicidios… Así es el día a día en Guantánamo. Y éste, el relato del coronel Bumgarner, como responsable de la base militar estadounidense, y el de sus intentos, según él, de aliviar las tensiones entre los soldados a su mando y los detenidos. Por Tim Golden.

El coronel Bumgarner fue nombrado responsable de la prisión de Guantánamo en abril de 2005. Él confiaba en que le enviarían a Irak: entre los altos mandos de la policía militar del Ejército de Tierra, acabar en el campo de detención estadounidense en Cuba no se considera un gran reto; sí un puesto arriesgado para el futuro de cualquier carrera. Pensó que supondría pasar como mínimo un año lejos de su familia. Un año controlando las pequeñas insurgencias y la furia de cientos de presos acusados de terrorismo. “¿Seguí pensando eso cuando me iba a la cama cada noche?”, se preguntaba casi un año después, mientras espantaba los mosquitos en una asfixiante noche cubana. “No”.

Bumgarner, que tenía 45 años, recibió al llegar instrucciones precisas del jefe del mando conjunto en Guantánamo, el general de división Jay W. Hood, famoso por ser estricto, minucioso y poco tolerante con los fallos. Sus órdenes para Bumgarner fueron breves. Tenía que velar por la seguridad de los detenidos y de sus guardianes. Impedir cualquier evasión. Y estudiar la Convención de Ginebra. Empezar a pensar en cómo podía Guantánamo ajustarse a sus disposiciones relativas al trato a prisioneros de guerra.

Tres años antes, el presidente Bush había declararado que Estados Unidos no se sometería en modo alguno a la Convención de Ginebra en lo tocante al trato a los prisioneros capturados en la lucha contra el terrorismo. Ordenó a las fuerzas estadounidenses que trataran a los cautivos de un modo “acorde” a los convenios, pero sin especificar en la práctica qué significaba tal afirmación.

En el atiborrado cuartel general de una sola planta del Grupo de Operaciones de Detención de Guantánamo, Bumgarner pidió a su jefe de operaciones que buscara el texto de la convención en Internet e imprimiera una copia. Después de casi 24 años como oficial de la policía militar, Bumgarner conocía bien el documento. Le parecía evidente que muchos de los derechos nunca se aplicarían a los detenidos de Guantánamo. Sin ir más lejos, nadie iba a permitir la distribución de “instrumentos musicales” a los sospechosos de terrorismo, como se había estipulado para los soldados capturados por el enemigo en las convenciones firmadas en los años cuarenta.

Parecía claro que su misión iba más lejos que un retoque aquí y otro allá en el funcionamiento del campo. Le estaban pidiendo que mejorase las condiciones de vida de unos prisioneros a los que el presidente y sus asesores incluían entre los terroristas más peligrosos del mundo.

Las tensiones en el campo iban en aumento. De los 530 prisioneros retenidos cuando llegó a Guantánamo, la mayoría se consideraban “rebeldes”. Los dos complejos de aislamiento en los que se confinaba a los detenidos que habían atacado a sus guardias estaban llenos. Igual sucedía con los dos a los que se enviaba a los autores de infracciones menores.

En las partes más antiguas del campo, los detenidos golpeaban durante horas la malla metálica de las celdas. De cuando en cuando, según informes militares desclasificados, trataban de atacar a los guardias con planchas de metal arrancadas del suelo de sus letrinas. Los detenidos rara vez intentaban fabricarse las barras o cuchillos que se hacen los prisioneros violentos en Estados Unidos. Pero sí conseguían desquiciar e incitar a los vigilantes jóvenes, a menudo salpicándoles con mezclas de excrementos conocidas entre ellos como “cócteles”. Cuando Bumgarner asumió el mando en Guantánamo se habían difundido informaciones que indicaban que muchos de los detenidos no eran los curtidos terroristas que los funcionarios del Pentágono habían proclamado haber capturado. El coronel caminaba por las instalaciones del campo Delta, el núcleo cercado del centro. E intentaba hablar con algunos de los detenidos más influyentes.

Analistas del ejército y la CIA vienen estudiando a la población de Guantánamo desde la apertura del campo, en enero de 2002. Repararon en que había portavoces de los presos, que solían hablar inglés, y líderes religiosos, o “jeques”, que vertían su opinión sobre cuestiones relativas a la ley islámica. También había un colectivo más oculto, cuyo liderazgo los analistas calificaban de “político”, o bien de “militar”. No obstante, según me dijeron posteriormente agentes del servicio de espionaje, estos analistas no tenían claro quiénes eran los líderes más importantes. Bumgarner, al igual que la mayoría de los jefes de vigilancia anteriores, trató de acercarse a los que hablaban inglés.

Las ambiciones de Bumgarner eran modestas. “Buscaba que el campo, tal como quería el general Hood, estuviera en paz”, recordaba hace poco. Bumgarner declaró que su mensaje inicial a los detenidos fue: “Mirad, estoy dispuesto a daros cosas, a haceros la vida más fácil si me correspondéis”. Lo que pidió a cambio fue: “Limitaos a no atacar a mis guardianes”.

Antes de trasladarse a Cuba, Bumgarner supervisó el desarrollo de la doctrina sobre detenciones en la Escuela de Policía Militar del Ejército de Tierra, en Fort Leonard Wood, en Misuri. Como muchos otros coroneles de la policía militar, se sintió profundamente avergonzado cuando salió a la luz el escándalo de Abu Ghraib, en mayo de 2004, y estaba decidido a desmantelar su legado.

En Guantánamo, Bumgarner trató inmediatamente de mitigar las tensiones dentro del campo. Si los detenidos querían relojes en las paredes de las celdas del complejo, él no veía razón alguna para que no los tuvieran. En respuesta a las innumerables quejas que expresaban los presos sobre el agua corriente, convenció a Hood para que permitiera la distribución de agua embotellada durante las comidas. Sólo se disponía de las reservas de los propios soldados, botellas etiquetadas con barras y estrellas. Para evitar problemas se ordenó a los guardianes que arrancaran las etiquetas antes de distribuir los envases.

Los detenidos no respondieron, con todo, como las autoridades militares esperaban. A finales de junio de 2005, dos meses después de que Bumgarner asumiera el mando, algunos prisioneros se declararon en huelga de hambre para exigir mejores condiciones de vida, un trato más respetuoso hacia el Corán por parte de los guardianes y, lo más importante, juicios justos o la liberación. Aunque ese tipo de protesta no era ni mucho menos novedoso, al personal médico del campo le preocupaba el número inusualmente alto de prisioneros que se sumaron. Poco después de iniciada la huelga, Bumgarner fue informado de un alboroto en el campo Echo, un área de celdas más aisladas situada en el extremo este del centro de detención. El problema era con un saudí de 38 años llamado Shaker Amer.

El coronel no le conocía hasta entonces, pero ya sabía del carácter legendario del prisionero número 239, al que sus guardianes llamaban El Profesor. Les impresionaba la fluidez de su inglés y su presencia imponente. Algunos agentes del servicio de espionaje creían que había sido un destacado miembro de Al Qaeda en Londres, donde vivía y se había casado antes de trasladarse a Afganistán en el verano de 2001 (Amer ha negado en todo momento cualquier vinculación con Al Qaeda o el terrorismo).

Al principio, lo que preocupaba al coronel era que Amer estaba sacando de sus casillas a los guardianes, forzando una de las esporádicas campañas de desobediencia que le habían hecho famoso. “Al final me dije: ¡ya está bien!, yo mismo hablaré con él”. Según recuerda Bumgarner, irrumpió en el pequeño cuarto blanco, de aspecto hospitalario, y Amer estaba en su litera, detrás de la alambrada pintada que lo arrinconaba en una esquina.

“O cumples las reglas”, le advirtió Bumgarner, “o la vida se te va a hacer bastante cruda”. El coronel afirmó que no pretendía amenazarle con castigos físicos, sólo dejar muy claro que los pocos privilegios de que gozaba Amer –como utilizar un cepillo de dientes– podían esfumarse.

Amer ni se inmutó. El prisionero, que no llevaba puestas sus gafas, achicó los ojos durante un momento, tratando de leer la insignia del coronel. “Coronel”, dijo al final, “no me venga con ésas”. Cuando Bumgarner se acomodó en una silla de plástico blanca, Amer cruzó las piernas sobre la litera y comenzó a contarle su vida. Le habló de su familia, de su viaje a Afganistán y de sus sentimientos hacia Estados Unidos. Le dijo que había trabajado como intérprete para los soldados estadounidenses en Arabia Saudí durante la primera guerra del Golfo, y que después había estado empleado en una cafetería a las afueras de Atlanta. “Me dio la impresión de que en aquella época era un bala perdida”, me dijo Bumgarner. “Le encantaban las mujeres. Pero, según él, se había dado cuenta de que estaba equivocado”. Amer le dijo al coronel que había tenido una revelación, “que no iba por el buen camino persiguiendo a las chicas y bebiendo sin parar”.

“Atraerme así formaba parte de su carisma”, diría más tarde Bumgarner. “Se convirtió en una persona”. Gran parte de la conversación se centró en la opinión que tenía Amer sobre la organización de la prisión y qué podía hacerse para mejorarla. Parecía que las ideas del saudí tal vez no eran muy diferentes de las de Hood. “Insinuaba que, si se aplicaba totalmente la Convención de Ginebra, todo iría bien en los campos”, recordaba Bumgarner.

Después de casi cinco horas, Amer preguntó al coronel si había enfurecido a alguien para acabar allí. “De no ser así, no estarías en Guantánamo”, le contestó. “Nadie sobrevive a Guantánamo. Tú tampoco sobrevivirás”.

Cuando, el 6 de septiembre, la Casa Blanca estableció en una directiva que “se deberán acatar los requerimientos de las leyes de guerra y respetar lo establecido en el artículo 3 de la Convención de Ginebra de 1949”, parecía anunciar importantes cambios en las prácticas de detención y en el procesamiento de sospechosos de terrorismo. El presidente Bush dijo: “Se acerca el día en el que finalmente podamos cerrar el centro de detención de Guantánamo”. Sin embargo, al enviar allí a 14 importantes presos de la CIA y presionar para que los detenidos fueran juzgados ante nuevos tribunales militares, la vida del centro se antojaba larga.

En lugar de prescindir del centro, la Administración de Estados Unidos ha tratado de reducir su tamaño y de hacerlo menos censurable. Todo lo poco censurable, claro, que puede ser tener a 460 hombres detenidos, de los cuales sólo 10 han sido formalmente acusados de delitos. Mientras tanto, las ruinas del campo X-Ray, las instalaciones provisionales donde los primeros prisioneros vivían en jaulas, están siendo devoradas poco a poco por la selva.

Pero la memoria de los detenidos es duradera, y las descripciones de quienes han sido liberados –en ocasiones, horribles, y con frecuencia, imposibles de verificar– han determinado las percepciones del mundo hasta un punto imposible de superar por la Administración de Bush. Sus relatos han aparecido en libros, películas, obras teatrales y canciones de rap, y en su mayoría presentan un mundo orwelliano, unas veces brutal, otras premeditado y otras simplemente torpe.

Durante los últimos dos años, las organizaciones de defensa de los derechos humanos y Cruz Roja Internacional han detectado ciertas mejoras. Hood declaró que el uso de métodos de interrogatorio más extremos se había restringido a los pocos meses de que él asumiera el mando, más o menos cuando se hizo público el escándalo de Abu Ghraib. Sin embargo, los políticos nunca han aclarado cuestiones más generales que plantea la detención indefinida en Guantánamo: cómo prevenir la radicalización de los detenidos o cómo controlar a hombres que apenas tienen esperanza de alcanzar la libertad. Las han dejado en manos de los militares que trabajan sobre el terreno.

La huelga de hambre a la que hizo frente el coronel Bumgarner a mediados de junio de 2005 se agravó con rapidez. De las numerosas protestas de esta clase registradas desde comienzos de 2002, pocas habían forzado a los médicos a alimentar por la fuerza a los detenidos mediante tubos conectados al estómago. Sin embargo, en esta ocasión, no había un puñado de huelguistas, sino docenas de ellos.

Altos mandos del centro de Guantánamo empezaron a reunirse regularmente con Hood para hacer un seguimiento. Al principal oficial médico, el doctor y capitán de Marina John S. Edmondson, le preocupaba tener que alimentar a la fuerza a muchos presos. “Nunca es deseable tener que seguir un procedimiento que el paciente no quiere”, diría posteriormente. “¿Qué es más prioritario? ¿Los derechos del paciente o su vida? No es una pregunta fácil”.

Bumgarner no tardó en recurrir al carismático e influyente Shaker Amer, que estaba en huelga más o menos desde la época de aquella primera conversación. Entonces, afirma Bumgarner, el prisionero había tratado de convencerle “de forma muy sutil de que él podía controlar las cosas en el campo”. El coronel decidió considerar la propuesta y así se lo planteó a Amer durante dos encuentros: quería que el campo de detención funcionara sin sobresaltos y facilitar las cosas a los presos que obedecieran las normas; quería saber qué era lo que, según Amer, hacía falta para que terminara la huelga.

El coronel ha declarado que siempre intentó ofrecer en estas conversaciones sólo cosas que él mismo pudiera cumplir, es decir, ligeras mejoras de las condiciones de vida de los detenidos. Amer le había dicho: “Si usted consigue que yo pueda caminar por los campos a mis anchas, puedo acabar con esto”.

No había precedentes de consultas supervisadas entre los detenidos, pero el 26 de julio de 2005 el número de presos en huelga de hambre llegaba a 56 y los médicos estaban empezando a preocuparse por la salud de algunos de ellos. Bumgarner decidió actuar.

Fue a visitar a Amer a un pequeño hospital situado dentro del campo de detención. Estaba sentado en una cama, con un tobillo encadenado al armazón y rodeado por algunos de los seguidores más decididos de la huelga de hambre. Según Bumgarner, Amer le dijo que varios de los detenidos habían tenido una “visión” en la que tres de ellos tenían que morir para que los demás quedaran libres. Pese a todo, Amer consintió en tratar de convencerlos para que abandonaran la protesta.

Según el abogado de Amer, éste aceptó interrumpir su propia protesta el 26 de julio, pero no logró convencer a los demás. Bumgarner afirmó que esa noche o quizá la siguiente ordenó que unos guardianes sacaran a Amer del hospital y se reunió con él en el campo 5, la imponente sección de máxima seguridad. Recorrieron las celdas una por una, mientras Amer hablaba con algunos de los detenidos más influyentes.

Ex presidiarios que fueron testigos de la visita me relataron que Shaker Amer les propuso, en árabe, que pusieran fin a la huelga, explicándoles que otros reclusos del campo 5 estaban de acuerdo. A cambio, les dijo, las autoridades militares prometían tratar de resolver los problemas de los prisioneros y respetar ciertas cláusulas de la Convención de Ginebra.

Después de semanas de conversaciones con sus asesores, Bumgarner estableció un nuevo programa para simplificar la disciplina del campo. Según el sistema anterior, basado en cuatro niveles, los delitos se castigaban con la pérdida de “privilegios” como los libros de oraciones, o con confinamientos en barracones disciplinarios o aislados. El sistema, en opinión de algunas fuentes militares, era tan complicado que con frecuencia su aplicación parecía arbitraria.

El nuevo plan no contemplaba medias tintas. Todos los detenidos recuperaban la categoría de cumplidores y recibían todas las comodidades de las que se podía disponer; entre otras cosas, pastillas de jabón más grandes. Los que infringieran las normas serían degradados al estatus de “suministro básico”, y no habría categorías intermedias.

Se eligió un comité de seis detenidos, que darían su opinión sobre cómo mejorar las condiciones en el campo. En él estaba Abdul Salam Zaeef, un ex ministro talibán y embajador en Pakistán que fue liberado de Guantánamo a finales del verano de 2005. “La gente era muy escéptica”, recuerda Zaeef, en referencia al plan de representación.

No obstante, la mayoría de los huelguistas interrumpieron sus protestas alrededor del 28 de julio. Los problemas disciplinarios en las diversas secciones cesaron y, según me dijeron después algunos oficiales, el estado de ánimo en los campos mejoró notablemente. Más tarde, Bumgarner llamaría a este intermedio el “periodo de paz”.

El comité de prisioneros se reunió con los administradores del campo y pidió una mejora de las condiciones de vida, respeto por el Corán y, finalmente, un juicio, y si éste les proclamaba inocentes, su liberación. En una reunión celebrada el 6 de agosto, Zaeef recordaba que Bumgarner hizo varias promesas: permitiría la circulación de libros religiosos entre los detenidos y se aseguraría de que su comida fuera “adecuada”. Para Zaeef, el compromiso más importante del coronel fue el de enviarles a otro funcionario para hablar sobre el “futuro” de los detenidos. Según algunos funcionarios, el 8 de agosto se permitió a los seis miembros del comité reunirse a solas dentro del patio cercado, con dos intérpretes militares cerca para supervisar la conversación. Según Zaeef y los propios soldados, los detenidos comenzaron a utilizar el papel y los bolígrafos que les habían dado para tomar notas. Uno de los militares que observaba el encuentro les interrumpió: no podían pasarse notas, les dijo. Cuando insistieron en la confidencialidad, volvió a interrumpirles. Pero al proceder a confiscarles las notas, algunos reclusos se las metieron en la boca y empezaron a masticarlas. Hood decretó el fin del experimento. “Este grupo ya no volverá a reunirse”, recuerda el coronel que dijo Hood. “Y usted ya no va a reunirse más con ellos”.

El “periodo de paz” terminó bruscamente. Según varias fuentes –mandos del ejército, ex presos y el abogado de Amer, Clive Stafford Smith–, a los reclusos también les enfurecieron algunos incidentes registrados durante el fin de semana anterior a la segunda reunión del consejo. En uno de los casos, un prisionero había sido sacado a la fuerza de su celda, para después estar sentado durante horas esperando a que le interrogaran. En otro, el interrogatorio de un menudo recluso tunecino por parte de un investigador criminal mucho más voluminoso terminó en una violenta refriega que arrojó el saldo de una nariz rota y la expulsión del investigador de la isla.

Según algunos funcionarios, dos días después de la interrupción de las negociaciones se produjo un altercado en los campos 2 y 3. Decenas de detenidos destrozaron sus celdas, arrancaron las sujeciones de sus retretes y las utilizaron para tratar de soltar las alambradas que los separaban. Se desplegaron guardianes en torno al perímetro de los complejos. El agua y la electricidad quedaron interrumpidos, y al final Bumgarner habló por un megáfono, sirviéndose de un intérprete de árabe, para convencer a los detenidos de que abandonaran acompañados sus destrozadas celdas.

A mediados de agosto, la huelga de hambre que los comandantes militares creían resuelta estaba recobrando fuerza. Según fuentes militares y abogados de los detenidos, ya no se insistía en las condiciones de vida, sino que los prisioneros se centraban en su futura situación legal. Las renovadas protestas alcanzaron su punto álgido poco después del 11 de septiembre de ese año, cuando, según fuentes oficiales, 131 prisioneros rechazaron su comida al menos durante tres días seguidos.

Cuando los doctores comenzaron a intubar a los huelguistas más contumaces para alimentarlos, la protesta consumió al personal médico. Se envió a especialistas desde los hospitales navales de Florida. El peso de gran parte de los detenidos se mantenía por encima o cerca del 80% del denominado peso corporal ideal. Pero, según los médicos, al irse prolongando la huelga, algunos llegaron a estar por debajo del 75% o incluso del 70% de ese índice.

En diciembre, varios de los presos en huelga de hambre más influyentes fueron enviados al campo Echo. El número de los que protestaban, que a comienzos de enero era de 84 personas, no tardó en reducirse a sólo un puñado. En la primavera de 2006, Hood y Bumgarner señalaban que el estado de ánimo de Guantánamo había cambiado.

Entonces, el 18 de mayo, los guardias del campo 1 encontraron a un detenido en estado comatoso y echando espumarajos por la boca, en lo que parecían síntomas de una sobredosis. La expresión en clave “bola de nieve” –utilizada por los guardianes para informar por radio de un intento de suicido– se trasmitió una y otra vez. Se descubrió que un total de cinco detenidos había ingerido medicamentos que ellos y otros habían ido acumulando. Posteriormente, los médicos determinaron que los prisioneros habían tomado somníferos, ansiolíticos y antipsicóticos. Como a ninguno de ellos se le habían recetado esas medicinas, era evidente que otros reclusos habían colaborado en el plan. Más tarde se encontraría un alijo de otras 20 pastillas en la pierna ortopédica de un detenido.

En algún momento antes de la medianoche del 9 de junio, tres jóvenes árabes, recluidos en celdas cercanas en una sola zona del campo 1, se trasladaron en silencio a la parte posterior de sus pequeños cubículos y empezaron a colgar cuerdas cuidadosamente elaboradas a partir de trozos de sábanas y ropa. Los focos habían sido apagados durante la noche. En cualquier caso, los prisioneros tenían que actuar con rapidez: se suponía que los guardias pasaban por el complejo cada tres minutos. Después de sujetar las cuerdas en la alambrada de acero de sus celdas, los tres –Mani al Utaibi y Yaser Talal al Zahrani, saudíes, y Alí Abdulá Ahmed, yemení– amontonaron ropa bajo las sábanas para que pareciera que estaban plácidamente dormidos. Con las sogas rodeándoles el cuello, los prisioneros se deslizaron tras las mantas que habían colgado junto a las esquinas posteriores de sus celdas y se pusieron de pie sobre los pequeños fregaderos de acero inoxidable. La caída era corta –sólo unos 46 centímetros–, pero suficiente. Cuando los descubrieron, y según las conjeturas de los médicos, hacía por lo menos 20 minutos, probablemente más, que se habían asfixiado y muerto. Tanto militares como agentes del servicio de espionaje declararon que parecía que la veintena de prisioneros que estaban en la misma sección que los suicidas sabían que éstos se estaban preparando.

No se han hecho públicas las breves notas que dejaron esos hombres, y la investigación que realiza la Marina sobre los suicidios sigue abierta. Sin embargo, los mandos militares de Guantánamo no esperaron sus resultados, sino que llegaron inmediatamente a la conclusión de que los suicidios constituían un ataque relámpago dentro de la prolongada campaña de protesta de los reclusos. Durante una conferencia de prensa celebrada horas después de los suicidios, el nuevo comandante en jefe de Guantánamo, Harry Harris, los calificó de acto de “guerra asimétrica”.

Desde entonces, los militares han incrementado las medidas de seguridad para impedir posibles altercados o muertes. En su veredicto de junio sobre los tribunales militares, el Tribunal Supremo no dejaba al Gobierno más salida que acatar las mínimas condiciones que fijan las Convenciones de Ginebra para el trato a los detenidos. Sin embargo, puede que los demás privilegios y libertades que se les otorgan a éstos se pongan todavía más en cuestión, ahora que la población de Guantánamo está siendo cribada para reducirla a un pequeño núcleo al que se unirán los más destacados sospechosos de terrorismo capturados por la CIA.
Quizá la remodelación del campo 6, un flamante complejo de seguridad media que tendría que haberse abierto este verano, pueda darnos alguna pista sobre el futuro de Guantánamo. Hasta la pasada primavera, el nuevo campo debía encarnar las condiciones que el coronel Bumgarner y otros oficiales confiaban en institucionalizar, con espacios para comidas colectivas y amplias zonas de recreo en las que los detenidos cumplidores podrían jugar al fútbol y a otros deportes. Después del altercado y de los suicidios, el campo ha sufrido una notable reorganización. Al final, cuando se reabra, y según fuentes militares, se parecerá en cierto modo al campo 5, la sección de máxima seguridad que hay al lado.

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