25 sept 2011

La balada más triste de los Carpenters

La balada más triste de los Carpenters/DIEGO A. MANRIQUE
EP Semanal, 25/09/2011
En cada casa de ensueño, un corazón roto. In every dream home a heartache. La canción de Bryan Ferry parece imponerse como melancólico fondo de la historia de los Carpenters. Es un drama con caparazón radiante: el dúo más popular y reconfortante de los setenta, formado por Richard y Karen Carpenter, terminó bruscamente en 1983, cuando ella sucumbió ante una enfermedad entonces poco diagnosticada: la anorexia nerviosa.
Un nuevo libro reconstruye la tragedia: Little girl blue: the life of Karen Carpenter, de Randy L. Schmidt. Una visión que compensa la pesadilla de Superstar: the Karen Carpenter story, el sombrío mediometraje de Todd Haynes donde muñecas Barbie reemplazaban a actores de carne y hueso. Apenas estuvo tres años en distribución, antes de que Richard Carpenter y el sello discográfico A & M consiguieran que fuera prohibido. Haynes no se había molestado en pedir los derechos de sincronización de las canciones. Se supone que prácticamente todas las copias de Superstar fueron destruidas, pero, signo de los tiempos, ahora se puede visionar -e incluso descargar gratuitamente- en Internet.
Todd Haynes tenía una agenda ideológica evidente: retrataba a Karen como víctima de una familia cruel, una industria voraz y un hermano empeñado en ocultar su supuesta homosexualidad. La realidad es más compleja y amarga, aunque requiere un esfuerzo de la imaginación: los Carpenters representaban esa parte de la generación de los sesenta que sintió los terremotos culturales, pero nunca rompió los lazos con la vida convencional. Hijos de Agnes y Arnold Lynn, los hermanos llegaron al mundo en Connecticut, pero vivieron su adolescencia en un suburbio de clase media de Los Ángeles. Richard, nacido en 1946, estudió música y tocaba teclados. Karen, nacida en 1950, terminó en la batería. Hacia 1966 ganaban un concurso de grupos nuevos con un trío instrumental. Al año siguiente, Karen comenzaba a cantar y, como Spectrum, se hacían un hueco en el circuito nocturno de la ciudad. Asombra saber que ocuparon el puesto de los Doors en el Whisky A Go Go, pero tiene lógica: ambos grupos coincidían inicialmente en la querencia por el jazz ligero y la bossa-nova.
La pareja fue fichada por A & M Records, gracias a la insistencia de la madre ante el trompetista que se escondía detrás de la primera inicial, Herb Alpert. A & M era una compañía sin prejuicios: se había subido al carro del rock contracultural, pero sabía que todavía había gran mercado para el pop light.

La empresa se fió de los hermanos. Ella tenía una voz dulce y abundante en recursos; él demostró arte para componer, arreglar, producir. Eran chicos sensatos: aunque Richard firmaba abundantes canciones con John Bettis, regularmente renunciaba al ego -y a las regalías como compositor- para dar primacía a versiones de otros autores. Recibieron tratamiento Carpenters temas de Burt Bacharach, los Beatles, Hank Williams o Leon Russell. El olfato de Richard era notable: reconoció material apropiado en un jingle publicitario para un banco y de ahí salió We've only just begun, una de sus piezas emblemáticas. En total, los Carpenters cosecharon unos veinte éxitos. Tenían una imagen propia de la mayoría silenciosa de Richard Nixon: dentaduras perfectas, ropas de buenos estudiantes, maneras educadas. Eran capaces de censurar alguna canción, si les parecía que la letra tenía versos "atrevidos". Y editaban regularmente discos navideños, sin ninguna ironía.

Eso sí: les quemaba que el ambiente musical cool no reconociera el talento que había detrás de sus deliciosas tartas sonoras. Ellos sí que escuchaban atentamente a los demás: Paul McCartney suele contar que, cuando era considerado un apestado por sus primeros trabajos en solitario, fueron Karen y Richard los primeros en llamarle para felicitarle por Band on the run (1973), el disco que permitió su revalorización como creador.

Sin embargo, la consideración de sus coetáneos no era su principal problema. A principios de 1979, la afición de Richard a las drogas de farmacia le llevó a internarse en un centro de rehabilitación. Decidió tomarse el resto del año como periodo sabático y su hermana se encontró con tiempo libre. Karen viajó a Nueva York, donde colaboró con el productor Phil Ramone confeccionando un disco de ritmos bailables que rompía los esquemas del sonido Carpenters. Fue un frustrado intento de emanciparse. De vuelta en Los Ángeles, tanto Richard como el sello criticaron la grabación, que quedó archivada. Aunque los éxitos ya escaseaban, A & M prefería mantener el foco en el dúo en vez de probar con una solista. Aparte del golpe a su autoestima, Karen debió pagar el medio millón de dólares que costó la aventura.

Y aquí es cuando la historia se torna siniestra. Karen no era feliz. La familia Lynn funcionaba como un matriarcado donde Agnes no repartía equitativamente su amor: Richard era el mimado y Karen se sentía postergada. En 1980, ella dejó el nido. Se había enamorado de Tom Burris, un empresario inmobiliario de gran encanto personal y empeñado en casarse. Unos días antes de la boda, Burris confesó que se había sometido a una vasectomía y que Karen no debía hacerse ilusiones de tener descendencia. Mortificada, ella intentó suspender la ceremonia, pero la madre se negó: las invitaciones estaban enviadas, se había convocado a los medios, el escándalo sería mayúsculo.

La boda se celebró el 31 de agosto de 1980 y el matrimonio fracasó rápidamente. En contra de las apariencias, Burris tenía urgentes problemas de dinero y esperaba que Karen los resolviera. Además, se burlaba de su delgadez: "Se te notan todos los huesos". Al año siguiente, la pareja se separaba y Karen se sumergió en el trabajo. Los Carpenters habían resucitado para grabar lo que sería su último disco largo, Made in America, y realizar una gira europea. Allí salió a la luz el secreto. En una entrevista televisada por la BBC, la periodista preguntó a bocajarro si sufría "la enfermedad del adelgazamiento". Karen lo negó una y otra vez.

A principios de los ochenta, la anorexia y la bulimia eran trastornos poco conocidos y un tanto vergonzantes. Para el autor de la reciente biografía Little girl blue: the life of Karen Carpenter, aquí obedecían a sus frustraciones emocionales. Karen dependía de su hermano para la dirección musical y no recibía ternura de su madre; solo le quedaba el control de su cuerpo. Y únicamente se veía bella cuando estaba como un palo. En los inicios de su carrera no cuidaba mucho su imagen y algunas cámaras la retrataban rellenita. Un pecado en el show business californiano. Se transformó en una fanática de las dietas y el ejercicio físico: viajaba con máquinas de gimnasio y un entrenador personal. Los resultados fueron brutales: en 1975 bajó a 41 kilos. Tardó en darse cuenta de que su look esquelético resultaba repelente: el público se quedaba boquiabierto al verla sobre el escenario, y hasta un crítico de Variety sugirió que debería aprender a vestirse.

Lo hizo, a su modo: tras exhibir su cuerpo flaco con trajes de noche, se acostumbró a disimularlo poniéndose capas de ropa: camisetas, blusas, jerséis... También se hizo experta en fingir que comía. Y se escondía para tomar el sol: ya no tenía pechos. Pero no pudo engañar a sus músicos, a sus amigos, a su familia. Fue obligada a alimentarse y recuperó volumen. Todo se fue al traste tras el fracaso del enlace con Burris. Durante la gira de 1981 se descubrieron sus malas costumbres: en una farmacia de París se alborotaron cuando ella pretendió comprar cantidades industriales de laxantes; confesó que tomaba unas 90 píldoras purgantes al día. A la vuelta de la gira fue despachada a Nueva York, donde pasaba consulta Steven Levenkron, uno de los escasos expertos en desórdenes alimentarios, autor de un popular libro sobre el tema, The best little girl in the world. Se trataba de un psicoterapeuta, pero no era doctor en Medicina, y puede que Karen le toreara. Aparte de diuréticos, ella utilizaba incluso fármacos para la glándula tiroides que aceleraban su metabolismo.
Al advertir que no mejoraba, Levenkron forzó una reunión familiar en Nueva York. Un fracaso: los Lynn no entendían la enfermedad -"está siendo testaruda para llevarnos la contraria"- y su impotencia generaba ira y sentimientos de culpa. Pero no se llegó a la raíz del trauma. La madre fue incapaz de mostrar en petit comité el cariño que, según Levenkron, Karen necesitaba: "De donde yo vengo no hacemos esas cosas".

El 20 de septiembre de 1982 ingresó en un hospital neoyorquino: padecía deshidratación extrema, y en urgencias se empeñaron en nutrirla por vía intravenosa. A pesar de algún tropiezo para colocar un catéter, el tratamiento logró que Karen volviera a los alimentos sólidos, ganara peso y recuperara la menstruación. El 16 de noviembre volvía a Los Ángeles. La brecha con sus padres había aumentado: se instaló en un edificio de apartamentos para solteros. Aparentaba normalidad. Acudió a la comida del Día de Acción de Gracias, visitó la sede de A & M para anunciar que estaba dispuesta a grabar, se compró ropa y volvió a cuidar su aspecto. Solo alguna amiga y la mujer que limpiaba el apartamento advirtieron que dormía demasiado, como si se desmayara a cualquier hora.

Había pasado la noche en la casa familiar cuando, el 4 de febrero de 1983, su madre la encontró muerta en el suelo. La autopsia determinó que había sido víctima de una parada cardiaca. Demasiado tarde, comprobaron que llevaba meses abusando del jarabe de ipecacuana, un producto que induce vómitos. Efectivamente: en cada casa de ensueño hay un corazón roto.

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