10 sept 2011

Religión en el ámbito de lo público

Religión en el ámbito de lo público/Andrés Ollero Tassara, de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas
Publicado en ABC, 30/08/11.
La visita del Papa, al encuentro de una nutrida juventud mundial, ha provocado con Madrid como escaparate una presencia de lo religioso que no se experimentaba hace años. Por las mismas calendas, el Congreso Mundial de Filosofía Jurídica y Social de Frankfurt hacía hueco a un grupo de trabajo sobre «La religión en el ámbito público». Se ve que, escarceos políticos aparte, el asunto merece que se le eche un poco de filosofía. No es para menos.
La doble sentencia del Tribunal Europeo de Derecho Humanos sobre el caso Lautsi contra Italia se ha convertido en paradigma de la dificultad que Europa viene experimentando a la hora de fijar el adecuado emplazamiento de la religión en el ámbito público. La sentencia de la primera instancia optó, de modo unánime, por la obligada exclusión de los crucifijos de las escuelas públicas italianas. ¿Quién se atrevería a discutir la necesaria neutralidad del Estado respecto a las variadas concepciones del mundo de una sociedad pluralista? La sentencia posterior de la Gran Sala estimó, por el contrario, con notable mayoría, que la carga cultural y la dimensión más pasiva que adoctrinadora del crucifijo haría admisible en Italia la decisión estatal de mantenerlos ¿Debe Europa vivir la neutralidad de modo tan surrealista como para obligar a los Estados escandinavos a eliminar la cruz de sus banderas?

La situación parece condenar a la perplejidad. Quizá porque la polémica política se entrecruza con un soterrado debate filosófico. No se trata sólo de discutir si tiene sentido admitir que, como algunos denuncian, una religión ejerza poder; habría que abordar también la respuesta a otra cuestión: qué relación guardan entre sí la racionalidad y la fe religiosa. No en vano la neutralidad del poder estatal aparece como consecuencia de las exigencias de racionalidad propias de la Modernidad. Si la fe es fenómeno irracional, habría que alejarla del ámbito público, obligadamente regido por criterios racionales.

Habrá quien, como Rorty, discuta ese punto de partida. Democracia y derechos humanos, como toda dimensión ética, tendrían menos que ver con una petulante razón que con la riqueza que emana de la emoción y el sentimiento. Puede parecer que a lo religioso se lo pondrían así más fácil de lo que tal autor pudiera imaginar. No en vano las obras de misericordia se llevaron organizadamente a la práctica bastante antes de que el Estado de bienestar las desamortizara, convencido de que con libertad e igualdad la fraternidad se convertía en superflua. Pero, si la religión fuera mero sentimiento, su destino obligado sería verse enclaustrada en las catacumbas de la privacidad.

La religión, sin embargo, no se limita a expansiones sentimentales. Si algo la caracteriza es su —para algunos, casi insultante— pretensión de verdad. ¿Puede ésta considerarse compatible con la racionalidad moderna? La respuesta afirmativa admitirá que la gestación religiosa de una propuesta ética o política no resta necesariamente racionalidad a su contenido. Lo contrario sería tan poco razonable como sustituir el confesional argumento de autoridad por un laicista argumento de «no autoridad», que descalificaría sin debate alguno cualquier proposición con pedigrí religioso.

Basta recurrir a la historia para dejar en evidencia la debilidad del intento. No parece que dejara de aportar razones al debate público Francisco de Vitoria, cuando la igualdad interracial resultaba tan novedosa como preguntarse hoy si un selenita recién aterrizado debería ser considerado titular de derechos humanos. ¿Habría tenido sentido hacer callar al fraile español, acusándole de meterse en política y recluyéndolo en su convento? No es muy distinto el problema que se plantea Rawls, al que le parece poco razonable imaginar que Martin Lutero King habría llevado adelante su lucha por los derechos civiles si previamente le hubieran sido extirpadas sus convicciones religiosas.
Escribo en Münster, donde se firmó la paz de Westfalia. Fue una llamada a la neutralidad la que se mostró, hace siglos, capaz de generar una tregua en la Europa sumida en guerras de religión. Habría resultado imposible sin la convicción de poder contar con la existencia de un derecho natural fruto de un indisimulado punto de partida creacionista. Eso era lo que Grocio ofrecía como espacio neutral; no una concepción inmanentista de la existencia, tan poco neutral como la basada en la transcendencia. De ahí que plantearla como su alternativa real le pareciera blasfema ocurrencia.
Quienes se sitúan en una irreversible era postmetafísica se conforman hoy con poder partir de intuiciones, que luego han verse debidamente argumentadas. ¿Puede jugar ahí un papel la religión? ¿Estará en condiciones de aportar razones al discurso público? La respuesta negativa sólo puede proceder de ese planteamiento laicista que le niega toda aportación, ni siquiera por los cauces institucionales del sufragio democrático, porque habría desbordado en todo caso el ámbito de una concepción inmanentista, presentada artificiosamente como neutral. Habermas dejará a más de uno con el pie cambiado porque no dudará en considerar a la religión como posible fuente de razones argumentables.

En caso contrario, no sólo ser ciudadano obligaría al creyente a suscribir una práctica apostasía, sino que se acabaría generando un empobrecimiento de la aportación de razones al debate público. «El Estado no puede desalentar a los creyentes y a las comunidades religiosas para que se abstengan de manifestarse como tales también de una manera política, pues no puede saber si, en caso contrario, la sociedad secular no se estaría desconectando y privando de importantes reservas».
Para que ello resulte viable en su contexto postmetafísico, Habermas considerará necesario, como añadido novedoso, un enfoque «postsecular» de notable calado ético. La principal consecuencia será que el no creyente se verá invitado a un exigente cambio de mentalidad. Habría de abandonar una postura laicista, empeñada en desnudar al ciudadano de su plural veste religiosa, imponiéndole vestir un uniforme secularizado. Mientras que, en países como el nuestro, con confesión religiosa hegemónica, las invocaciones a la igualdad se plantean respecto al trato entre unas y otras confesiones, para él la exigencia de igualdad se situará en evitar una generalizada e inconsciente discriminación por razón de religión. Es esto lo que exigirá al no creyente asumir también un proceso de aprendizaje, que le lleve a traducir sus propios argumentos de modo inteligible para el creyente, como a éste mismo se le ha venido imponiendo.
A nadie pues puede suscitar rechazo la presencia pública de aportaciones procedentes de las tradiciones religiosas de la sociedad, ni extrañarle que resulte tan fácil detectarlas como fundamento, no necesariamente consciente, de planteamientos públicos ya consolidados.
Sólo una caprichosa discriminación justificaría la exclusión de toda propuesta pública con posible parentesco religioso. Para el laicista será fácil acabar identificando la postura propia con el sentido común, convertirla en pagana religión civil, negar el ejercicio del derecho fundamental de libertad religiosa y conceder al creyente, con generosa tolerancia, la honrosa posibilidad de desahogar posibles discrepancias en la intimidad de su hogar. Con tal modelo poco habría hoy que agradecer, en un riguroso balance histórico, a las aportaciones que la cultura europea ha brindado en el ámbito internacional al discurso de la ética pública. Más inteligente que ignorar nuestra historia sería aceptar el auténtico origen de elementos culturales de los que no dudamos en sentirnos orgullosos. Ello invitaría sin duda a un planteamiento político de la presencia de la religión en el ámbito público más atento a una laicidad positiva, descartando a ese laicismo empeñado en reducir lo que se ofrece como aportación racional a mero afán de poder.

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