Discurso de Benedicto XVI al cuerpo diplomático acreditado ante la Santa Sede,
Lugar Sala Regia del Palacio Apostólico
Vaticano
Excelencias,
Señoras y
Señores:
Como al inicio
de cada nuevo año, me alegra recibiros, distinguidos miembros del Cuerpo
diplomático acreditado ante la Santa Sede, para expresaros mi saludo y mis
deseos personales, que extiendo complacido a las amadas naciones que
representáis, a las que aseguro mi recuerdo y oración constante. Agradezco
particularmente a vuestro Decano, el Embajador Alejandro Valladares Lanza, y al
Vicedecano, Embajador Jean-Claude Michel, sus deferentes palabras en nombre de
todos. Deseo saludar de modo especial a los que participan por primera vez en
este encuentro. Su presencia
es un apreciado signo revelador de las relaciones
fructíferas que la Iglesia católica mantiene con las autoridades civiles del
mundo entero. Se trata de un diálogo que tiene como interés el bien integral,
espiritual y material, de todo hombre, y que busca promover por todas partes su
dignidad trascendente. Como recordé en mi alocución del último consistorio
ordinario público para la creación de nuevos cardenales, «ya desde sus
comienzos, la Iglesia está orientada kat’holon, abraza a todo el universo» y
con él a todo pueblo, cultura y tradición. Esta «orientación» no supone una
ingerencia en la vida de las distintas sociedades, sino que sirve para iluminar
la conciencia recta de sus ciudadanos y para invitarlos a trabajar por el bien
de cada persona y el progreso del género humano. Con este motivo, y para
favorecer una colaboración fructífera entre la Iglesia y el Estado al servicio
del bien común, el año pasado se firmaron acuerdos bilaterales entre la Santa
Sede y Burundi, así como con Guinea Ecuatorial, mientras que el de Montenegro
fue ratificado. En ese mismo espíritu, la Santa Sede toma parte en los trabajos
de las distintas organizaciones e instituciones internacionales. En este
sentido, me complace que, en el pasado mes de diciembre, se aceptara su
petición de convertirse en observador extrarregional en el Sistema de
Integración de América central, en virtud también de la aportación que la
Iglesia católica ofrece en muchos sectores de las sociedades de esa Región. Las
visitas de diversos Jefes de Estado y de gobierno que he recibido durante el
año transcurrido, así como los inolvidables viajes apostólicos efectuados a
México, Cuba y Líbano, han sido una ocasión privilegiada para fortalecer el
compromiso cívico de los cristianos en esos países, así como para promover la
dignidad de la persona humana y los fundamentos de la paz.
En este lugar,
me complace asimismo mencionar el valioso trabajo desempeñado por los
Representantes pontificios, en diálogo constante con vuestros gobiernos. Deseo
recordar en particular la estima de la que era objeto Monseñor Ambrose Madtha,
Nuncio apostólico en Costa de Marfil, que hace un mes pereció trágicamente en
un accidente de tráfico, junto con el conductor que lo acompañaba.
Señoras y
Señores embajadores.
El evangelio
de Lucas nos narra que los pastores, en la noche de Navidad, escucharon los
coros angélicos que glorificaban a Dios e invocaban la paz sobre la humanidad.
El evangelista subraya así la estrecha relación entre Dios y el deseo ardiente
del hombre de cualquier época de conocer la verdad, de practicar la justicia y
vivir en paz (cf. Beato Juan XXIII, Pacem in terris: AAS 55 [1963], 257). A
veces hoy se nos hace creer que la verdad, la justicia y la paz son una utopía
y que se excluyen mutuamente. Parece imposible conocer la verdad y los
esfuerzos por afirmarla parece que desembocan con frecuencia en la violencia.
Por otra parte, y de acuerdo con una concepción muy difundida, el empeño por la
paz consistiría en una búsqueda de compromisos que garanticen la convivencia
entre los pueblos o entre los ciudadanos dentro de una nación. Desde el punto
de vista cristiano, por el contrario, existe un vínculo íntimo entre la
glorificación de Dios y la paz de los hombres sobre la tierra, de modo que la
paz no es fruto de un simple esfuerzo humano sino que participa del mismo amor
de Dios. Y es precisamente este olvido de Dios, en lugar de su glorificación,
lo que engendra la violencia. En efecto, ¿cómo se puede llevar a cabo un
diálogo auténtico cuando ya no hay una referencia a una verdad objetiva y
trascendente? En este caso, ¿cómo se puede impedir el que la violencia,
explícita u oculta, no se convierta en la norma última de las relaciones
humanas? En realidad, sin un apertura a la trascendencia, el hombre cae
fácilmente presa del relativismo, resultándole difícil actuar de acuerdo con la
justicia y trabajar por la paz.
A estas
manifestaciones del olvido de Dios se pueden añadir las que son debidas a la
ignorancia de su verdadero rostro, que es la causa del fanatismo pernicioso de
matriz religiosa, y que también en 2012 ha provocado víctimas en algunos países
aquí representados. Como ya he afirmado, se trata de una falsificación de la
religión misma, ya que ésta por el contrario busca reconciliar al hombre con
Dios, iluminar y purificar las conciencias y dejar claro que todo hombre es
imagen del Creador.
Así pues, si
la glorificación de Dios y la paz en la tierra están estrechamente relacionadas
entre ellas, es evidente que la paz es, al mismo tiempo, don de Dios y tarea
del hombre, puesto que exige su respuesta libre y consciente. Por esta razón he
querido titular el Mensaje anual para la Jornada Mundial de la Paz:
Bienaventurados los que trabajan por la paz. Compete ante todo a las
autoridades civiles y políticas la grave responsabilidad de trabajar por la
paz. Ellas son las primeras que tienen la obligación de resolver los numerosos
conflictos que siguen ensangrentando a la humanidad, empezando por esta Región
privilegiada en el designio de Dios que es Oriente Medio. Pienso ante todo en
Siria, desgarrada por incesantes masacres y teatro de espantosos sufrimientos
entre la población civil. Renuevo mi llamamiento para que se depongan las armas
y prevalezca cuanto antes un diálogo constructivo que ponga fin a un conflicto
que, de continuar, no conocerá vencedores sino sólo vencidos, dejando atrás
solo ruinas. Permitidme, Señoras y Señores Embajadores, que os pida que sigáis
sensibilizando a vuestras Autoridades, para que se faciliten urgentemente las
ayudas indispensables para afrontar la grave situación humanitaria. Miro además
con especial atención a Tierra Santa. Después del reconocimiento de Palestina
como Estado Observador no Miembro de las Naciones Unidas, renuevo el deseo de
que israelíes y palestinos, con el apoyo de la Comunidad internacional, se
comprometan en una convivencia pacífica dentro del marco de dos estados
soberanos, en el que se preserven y garanticen el respeto de la justicia y las
aspiraciones legítimas de los dos pueblos. Jerusalén, que seas lo que tu nombre
significa. Ciudad de la paz y no de la división; profecía del Reino de Dios y no
mensaje de inestabilidad y oposición.
Dirigiendo mi
atención a la querida población iraquí, deseo que pueda recorrer el camino de
la reconciliación, para llegar a la estabilidad deseada.
En Líbano,
donde en el pasado mes de septiembre he encontrado sus diversas realidades
constitutivas, que todos cultiven la pluralidad de tradiciones religiosas como
una verdadera riqueza para el país, así como para toda la región, y que los
cristianos den un testimonio eficaz para la construcción de un futuro de paz
con todos los hombres de buena voluntad.
La
colaboración de todos los miembros de la sociedad es también prioritaria en
África del Norte y, a cada uno de ellos se le ha de garantizar la plena
ciudadanía, la libertad de profesar públicamente su religión y la posibilidad
de contribuir al bien común. Aseguro mi cercaría y oración a todos los
egipcios, en este período en que se implementan nuevas instituciones.
Dirigiendo la
mirada a África subsahariana, aliento los esfuerzos para construir la paz,
sobre todo allí donde permanece abierta la plaga de la guerra, con graves
consecuencias humanitarias. Pienso particularmente en la región del Cuerno de
África, como también en la del este de la República Democrática del Congo,
donde las violencias se han reavivado, obligando a numerosas personas a
abandonar sus casas, sus familias y sus ambientes. Al mismo tiempo, no puedo
dejar de mencionar otras amenazas que se perfilan en el horizonte. A intervalos
regulares, Nigeria es el teatro de atentados terroristas que provocan víctimas,
sobre todo entre los fieles cristianos reunidos en oración, como si el odio
quisiera transformar los templos de oración y de paz en centros de miedo y
división. He sentido una gran tristeza al saber que, precisamente en los días
en que celebrábamos la Navidad, unos cristianos fueron asesinados de modo
bárbaro. Malí está también desgarrada por la violencia y marcada por una
profunda crisis institucional y social, que exige una atención eficaz por parte
de la Comunidad internacional. Espero que las negociaciones anunciadas para los
próximos días en la República Centroafricana devuelvan la estabilidad y eviten
que la población reviva los horrores de la guerra civil.
La
construcción de la paz pasa siempre por la protección del hombre y de sus
derechos fundamentales. Esta tarea, incluso cuando se lleva a cabo con diversa
modalidad e intensidad, interpela a todos los países y debe estar
constantemente inspirada por la dignidad trascendente de la persona humana y
por los principios inscritos en su naturaleza. Entre estos figura en primer
lugar el respeto de la vida humana, en todas sus fases. A este propósito, me
alegra que una Resolución de la Asamblea parlamentaria del Consejo de Europa,
en enero del año pasado, haya solicitado la prohibición de la eutanasia,
entendida como la muerte voluntaria, por acto o por omisión, de un ser humano
en estado de dependencia. Al mismo tiempo, compruebo con tristeza como en
diversos países de tradición cristiana se pretenden introducir o ampliar
legislaciones que despenalizan o liberalizan el aborto. El aborto directo, es
decir, querido como fin o como medio, es gravemente contrario a la ley moral.
Cuando afirma esto, la Iglesia no deja de tener comprensión y benevolencia,
también hacia la madre. Se trata, más bien, de velar para que la ley no llegue
a alterar injustamente el equilibrio entre el derecho a la vida de la madre y
el del niño no nacido, que pertenece a ambos por igual. En este ámbito, es una
fuente de preocupación el reciente fallo de la Corte interamericana de derechos
del hombre, relativo a la fecundación in vitro, que redefine arbitrariamente el
momento de la concepción y debilita la defensa de la vida prenatal.
Sobre todo en
Occidente, se encuentran lamentablemente muchos equívocos sobre el significado
de los derechos del hombre y los deberes que le están unidos. Los derechos se
confunden con frecuencia con manifestaciones exacerbadas de autonomía de la
persona, que se convierte en autorreferencial, ya no está abierta al encuentro
con Dios y con los demás y se repliega sobre ella misma buscando únicamente
satisfacer sus propias necesidades. Por el contrario, la defensa auténtica de
los derechos ha de contemplar al hombre en su integridad personal y
comunitaria.
Siguiendo
nuestra reflexión, vale la pena subrayar que la educación es otra vía
privilegiada para la construcción de la paz. Nos lo enseña, entre otras cosas,
la crisis económica y financiera actual. Ésta se ha desarrollado porque se ha
absolutizado con demasiada frecuencia el beneficio, en perjuicio del trabajo, y
porque se ha aventurado de modo desenfrenado por el camino de la economía
financiera en vez de la economía real. Conviene encontrar de nuevo el sentido
del trabajo y de un beneficio que sea proporcionado. A este respecto, sería
bueno educar para resistir la tentación del interés particular y a corto plazo,
para orientarse más bien hacia el bien común. Por otra parte, es urgente la
formación de líderes que guíen en el futuro las instituciones públicas
nacionales e internacionales (cf. Mensaje para la XLVI Jornada Mundial de la
Paz, 8 diciembre 2012, n. 6). La Unión Europea necesita también de
Representantes clarividentes y cualificados que tomen las difíciles decisiones
que se necesitan para enderezar su economía y poner las bases sólidas de su
desarrollo. Es posible que algunos países podrían ir más rápido solos, pero
todos, juntos, irán ciertamente más lejos. Si el índice diferencial entre los
tipos financieros constituye una preocupación, las crecientes diferencias entre
un pequeño número, cada vez más rico, y un gran número, irremediablemente más
pobre, debería despertar preocupación. Se trata, en una palabra, de no
resignarse al «Spread de bienestar social», mientras se combate el financiero.
Invertir en la
educación en los países en vías de desarrollo de África, Asía y América Latina,
significa ayudarles a vencer la pobreza y las enfermedades, así como a
establecer sistemas de derechos equitativos y respetuosos de la dignidad
humana. Es cierto que, para establecer la justicia, no basta con buenos modelos
económicos, aunque sean necesarios. La justicia solamente se realiza si hay
personas justas. Construir la paz significa, por consiguiente, educar a los
individuos a combatir la corrupción, la criminalidad, la producción y el
tráfico de drogas, así como a evitar divisiones y tensiones, que amenazan con
debilitar la sociedad, obstaculizando el desarrollo y la convivencia pacífica.
Continuando
nuestra conversación, quisiera añadir que la paz social esta amenazada también
por ciertos atentados contra la libertad religiosa: en ocasiones se trata de la
marginación de la religión en la vida social; en otros casos, de intolerancia o
incluso de violencia contra personas, símbolos de identidad e instituciones
religiosas. Se llega también al extremo de impedir a los creyentes,
especialmente a los cristianos, contribuir al bien común a través de sus
instituciones educativas y asistenciales. Para salvaguardar efectivamente el
ejercicio de la libertad religiosa es esencial además respetar el derecho a la
objeción de conciencia. Esta «frontera» de la libertad toca principios de gran
importancia, de carácter ético y religioso, enraizados en la dignidad misma de
la persona humana. Son como «los muros de carga» de toda sociedad que desea ser
verdaderamente libre y democrática. Por consiguiente, prohibir, en nombre de la
libertad y el pluralismo, la objeción de conciencia individual e institucional,
abriría por el contrario las puertas a la intolerancia y a la nivelación
forzada.
Por otra
parte, en un mundo de fronteras cada vez más abiertas, construir la paz a
través del diálogo no es una opción sino una necesidad. En esta perspectiva, la
Declaración conjunta entre el Presidente de la Conferencia episcopal polaca y
el Patriarca de Moscú, firmada en el pasado mes de agosto, es un signo fuerte
ofrecido por los creyentes para favorecer las relaciones entre el Pueblo ruso y
el polaco. Deseo igualmente mencionar el acuerdo de paz concluido recientemente
en Filipinas y subrayar la importancia del diálogo entre las religiones para
una convivencia pacífica en la región de Mindanao.
Excelencias,
Señoras y Señores.
Al final de la
Encíclica Pacem in terris, cuyo cincuentenario se celebra este año, mi
Predecesor, el beato Juan XXIII, recordó que la paz será solamente «palabra
vacía», si no está vivificada e integrada por la caridad (AAS 55 [1963], 303).
Así, este es el corazón de la acción diplomática de la Santa Sede y, ante todo,
de la solicitud del Sucesor de Pedro y de toda la Iglesia católica. La caridad
no sustituye a la justicia negada, ni por otra parte, la justicia suple a la
caridad rechazada. La Iglesia vive cotidianamente la caridad en sus obras de
asistencia, como los hospitales y dispensarios, en sus obras educativas, como
los orfanatos, escuelas, colegios, universidades, así como a través de la
asistencia a las poblaciones en dificultad, especialmente durante y después de
los conflictos. En nombre de la caridad, la Iglesia quiere también estar cerca
de todos los que sufren a causa de las catástrofes naturales. Pienso en las víctimas
de las inundaciones en el sur de Asia y del huracán que se abatió sobre la
costa oriental de los Estados Unidos de América. Pienso también a los que han
sufrido un fuerte temblor de tierra, que devastó algunas regiones de Italia
septentrional. Como sabéis, he querido acercarme personalmente a estos lugares,
donde he constatado el deseo ardiente con el que se quiere reconstruir lo que
se ha destruido. Deseo que, en este momento de su historia, este espíritu de
tenacidad y de compromiso compartido anime a toda la amada nación italiana.
Al concluir
nuestro encuentro, deseo recordar que el siervo de Dios, Papa Pablo VI, al
final del Concilio Vaticano II, que comenzó hace cincuenta años, dirigió
algunos mensajes que son todavía actuales, uno de los cuales destinado a todos
los gobernantes. Les exhortaba en estos términos: «A vosotros corresponde ser
sobre la tierra los promotores del orden y de la paz entre los hombres. Pero no
lo olvidéis: es Dios (…) el gran artesano del orden y la paz sobre la tierra» (Mensaje
a los gobernantes, 8 diciembre 1965, n. 3). Hoy, hago mías estas
consideraciones al formularos, Señoras y Señores Embajadores y Miembros
distinguidos del Cuerpo Diplomático, a vuestros familiares y colaboradores, mis
más fervientes votos para el año nuevo. Gracias.
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