DISCURSO DEL
SANTO PADRE FRANCISCO
A LOS OBISPOS DE LA CONFERENCIA EPISCOPAL DE MÉXICO
EN
VISITA "AD LIMINA APOSTOLORUM"
Sala
Clementina
Lunes 19 de mayo de 2014
Queridos
hermanos en el episcopado:
Reciban
mi más cordial bienvenida con motivo de la visita ad limina Apostolorum.
Agradezco las amables palabras que el Cardenal José Francisco Robles, Arzobispo
de Guadalajara y Presidente de la Conferencia del Episcopado Mexicano, me ha
dirigido en nombre de todos, como testimonio de la comunión que nos une en el
auténtico anuncio del Evangelio.
En
estos últimos años, la celebración del Bicentenario de la Independencia de
México y del Centenario de la Revolución Mexicana ha constituido una ocasión
propicia para unir esfuerzos en favor de la paz social y de una convivencia
justa, libre y democrática. A esto mismo los animó mi predecesor Benedicto XVI
invitándolos a “no dejarse amedrentar por las fuerzas del mal, a ser valientes
y trabajar para que la savia de sus propias raíces cristianas haga florecer su
presente y su futuro” (Despedida en el Aeropuerto de Guanajuato, 26
marzo 2012).
Como
en muchos otros países latinoamericanos, la historia de México no puede
entenderse sin los valores cristianos que sustentan el espíritu de su pueblo.
No es ajena a esto Santa María de Guadalupe, Patrona de toda América, que en
más de una oportunidad, con ternura de Madre, ha contribuido a la
reconciliación y a la liberación integral del pueblo mexicano, no con la espada
y a la fuerza, sino con el amor y la fe. Ya desde el principio, la “Madre del
verdaderísimo Dios por quien se vive” pidió a San Juan Diego que le construyera
“una Casita” en la que pudiera acoger maternalmente tanto a los que “están
cerca” como a los que “están lejos” (Nican Mopohua, n. 26).
En
la actualidad, las múltiples violencias que afligen a la sociedad mexicana,
particularmente a los jóvenes, constituyen un renovado llamamiento a promover
este espíritu de concordia a través de la cultura del encuentro, del diálogo y
de la paz. A los Pastores no compete, ciertamente, aportar soluciones técnicas
o adoptar medidas políticas, que sobrepasan el ámbito pastoral; sin embargo, no
pueden dejar de anunciar a todos la Buena Noticia: que Dios, en su
misericordia, se ha hecho hombre y se ha hecho pobre (cf. 2 Co 8, 9), y ha
querido sufrir con quienes sufren, para salvarnos. La fidelidad a Jesucristo no
puede vivirse sino como solidaridad comprometida y cercana con el pueblo en sus
necesidades, ofreciendo desde dentro los valores del Evangelio.
Conozco
vuestros desvelos por los más necesitados, por quienes carecen de recursos, los
desempleados, los que trabajan en condiciones infrahumanas, los que no tienen
acceso a los servicios sociales, los migrantes en busca de mejores condiciones
de vida, los campesinos… Sé de vuestra preocupación por las víctimas del
narcotráfico y por los grupos sociales más vulnerables, y del compromiso por la
defensa de los derechos humanos y el desarrollo integral de la persona. Todo
esto, que es expresión de la “íntima conexión” que existe entre el anuncio del
Evangelio y la búsqueda del bien de los demás (cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 178), coopera, sin duda, a
dar credibilidad a la Iglesia y relevancia a la voz de sus Pastores.
No
tengan reparo en destacar el inestimable aporte de la fe a “la ciudad de los
hombres para contribuir a su vida común” (Carta enc. Lumen fidei, 54). En este contexto, la tarea
de los fieles laicos es insustituible. Su apreciada colaboración intraeclesial
no debería implicar merma alguna en el cumplimiento de su vocación específica:
transformar el mundo según Cristo. La misión de la Iglesia no puede prescindir
de laicos, que, sacando fuerzas de la Palabra de Dios, de los sacramentos y de
la oración, vivan la fe en el corazón de la familia, de la escuela, de la
empresa, del movimiento popular, del sindicato, del partido y aun del gobierno,
dando testimonio de la alegría del Evangelio. Los invito a que promuevan su
responsabilidad secular y les ofrezcan una adecuada capacitación para hacer
visible la dimensión pública de la fe. Para eso, la Doctrina social de la
Iglesia es un valioso instrumento que puede ayudar a los cristianos en su
diario afán por edificar un mundo más justo y solidario.
De
esta forma también se superarán las dificultades que surgen en la transmisión
generacional de la fe cristiana. Los jóvenes verán con sus propios ojos
testigos vivos de la fe, que encarnan realmente en su vida lo que profesan sus
labios (cf. Carta enc. Lumen fidei, 38). Y, además, se irán generando
espontáneamente nuevos procesos de evangelización de la cultura, que, a la vez
que contribuyen a regenerar la vida social, hacen que la fe sea más resistente
a los embates del secularismo (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 68, 122).
En
este sentido, el potencial de la piedad popular, que es “el modo en que la fe
recibida se encarnó en la cultura y se sigue transmitiendo” (íbid., 123),
constituye “un imprescindible punto de partida para conseguir que la fe del
pueblo madure y se haga más profunda” (Congregación para el Culto Divino y la
Disciplina de los Sacramentos, Directorio sobre la piedad popular y la liturgia,
n. 64).
La
familia, célula básica de la sociedad y “primer centro de evangelización” (III
Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, Documento de Puebla, n.
617), es un medio privilegiado para que el tesoro de la fe pase de padres a
hijos. Los momentos de diálogo frecuentes en el seno de las familias y la
oración en común permiten a los niños experimentar la fe como parte integrante
de la vida diaria. Los animo, pues, a intensificar la pastoral de la familia
–seguramente, el valor más querido en nuestros pueblos– para que, frente a la
cultura deshumanizadora de la muerte, se convierta en promotora de la cultura
del respeto a la vida en todas sus fases, desde su concepción hasta su ocaso
natural.
En
la hora presente, en la que las mediaciones de la fe son cada vez más escasas,
la pastoral de la iniciación cristiana adquiere un relieve especial para
facilitar la experiencia de Dios. Para ello es necesario que cuenten con
catequistas apasionados por Cristo, que, habiéndose encontrado personalmente
con Él, sean capaces de cultivar una fe sincera, libre y gozosa en los niños y
en los jóvenes.
No
quiero dejar de destacar la importancia que tiene la parroquia para vivir la fe
con coherencia y sin complejos en la sociedad actual. Ella es “la misma Iglesia
que vive entre las casas de sus hijos y de sus hijas” (Juan Pablo II, Exhort.
ap. postsinodal Christifideles laici, 438), el ámbito eclesial
que asegura el anuncio del Evangelio, la caridad generosa y la celebración
litúrgica. En esta tarea, los sacerdotes son sus primeros y más preciosos
colaboradores para llevar a Dios a los hombres y los hombres a Dios. Además de
promover espacios de formación y capacitación permanente, no olviden el
encuentro personal con cada uno de ellos, para interesarse por su situación,
alentar sus trabajos pastorales y proponerles una y otra vez como modelo, de
palabra y con el ejemplo, a Jesucristo Sacerdote, que nos invita a despojarnos
de los oropeles de la mundanidad, del dinero y del poder.
No
se cansen de sostener y acompañar en su camino a los consagrados y consagradas.
Ellos, con la riqueza de su espiritualidad específica y desde la común tensión
a la perfecta caridad, pertenecen “indiscutiblemente a la vida y santidad” de
la Iglesia (Lumen Gentium, 44). Por tanto, su integración
en la pastoral diocesana es también incuestionable, como ‘centinelas’ que
mantienen vivo en el mundo el deseo de Dios y lo despiertan en el corazón de
tantas personas con sed de infinito.
Finalmente,
pienso con esperanza en los jóvenes que sienten el llamado de Cristo. Cuiden
especialmente la promoción, selección y formación de las vocaciones al
sacerdocio y la vida consagrada. Son expresión de la fecundidad de la Iglesia y
de su capacidad de generar discípulos y misioneros que siembren en el mundo
entero la buena simiente del Reino de Dios.
Queridos
hermanos, me alegra ver que, en sus planes pastorales, han asumido las
indicaciones de Aparecida, de la que en estos días se cumple el 7º aniversario,
destacando la importancia de la Misión continental permanente, que pone toda la
pastoral de la Iglesia en clave misionera y nos pide a cada uno de nosotros
crecer en parresía. Así podremos dar testimonio de Cristo con la vida también
entre los más alejados, y salir de nosotros mismos a trabajar con entusiasmo en
la labor que nos ha sido confiada, manteniendo a la vez los brazos levantados
en oración, ya que la fuerza del Evangelio no es algo meramente humano, sino
prolongación de la iniciativa del Padre que ha enviado a su Hijo para la
salvación del mundo.
Antes
de despedirme, les ruego que lleven mi saludo al pueblo mexicano. Pidan a sus
fieles que recen por mí, pues lo necesito. Y también les pido que le lleven un
saludo mío, saludo de hijo, a la Madre de Guadalupe. Que Ella, Estrella de la
nueva evangelización, los cuide y los guíe a todos hacia su divino Hijo. Con el
deseo de que la alegría de Cristo Resucitado ilumine sus corazones, les imparto
la Bendición Apostólica.
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