De su sitio oficial..
En
Roma había conocido al Padre Antuña, estudioso prelado de Argentina, quien me
presentó al Padre Wenceslao van Lun, un holandés con quien nos entendíamos en
un italiano básico pero eficaz, y al mismo tiempo bastante divertido. Van Lun
me llevó a Holanda y desde allí me recomendó a un convento en Würzburg, una
pequeña y hermosa localidad a unos 100 km. de Franckfurt. Todos los
seminaristas hablaban alemán, salvo dos monjitas que estaban a cargo de la
cocina y a quienes el Padre van Lun me presentó para ayudar a comunicarme, pues
suponía que entendían español.
La
realidad era que las hermanas Elizabeth y Regina Brückner habían vivido en
Portugal, y algo de español entendían, lo cual fue para mí una salvación en
todo sentido: por fin podía dialogar y, por añadidura, desde ese día, empecé a
comer con ellas, directamente en la mesa de trabajo de la cocina.
Frecuentemente,
desde la ventana de la cocina, contemplaba el magnífico paisaje semiboscoso,
gloriosamente verde, con una enorme casona que a lo lejos se dibujaba de blanco
con las últimas nieves de la primavera. Tanta belleza me producía sentimientos
exultantes y, desde mis jóvenes años, me parecía estar un paso más arriba de la
tierra.
Ellas
no compartían mi entusiasmo. No podían olvidar que esa casona y las tierras más
distantes habían sido parte de un campo de concentración donde hubo alrededor
de mil judíos prisioneros.
Desde
la distancia, las monjitas me contaron, podían imaginar el horror y el miedo.
Sólo en voz muy baja llegaban noticias acerca del frío y del hambre. Una
estricta regla castigaba con la horca -sin más trámite- a cualquiera que
ayudara o simplemente tomara contacto con aquellos que esperaban su trágico
destino.
Durante
ocho meses ese paquete desapareció cada día. Hasta que un día nadie retiró el
paquete y tampoco los siguientes, que se fueron acumulando. La casa estaba
vacía y los rumores esparcieron la noticia acerca del traslado de los
prisioneros. El temido viaje se había iniciado una vez más.
Al
finalizar el relato de mis queridas protectoras, sentí que tenía que escribir
una obra, algo profundo, religioso, que honrara la vida, que involucrara a las
personas más allá de sus creencias, de su raza, de su color u origen. Que se
refiriera al hombre, a su dignidad, al valor, a la libertad, al respeto del
hombre relacionado a Dios, como su Creador.
Un
día de 1954, tal vez del mes de mayo, estando en Liverpool, no puede resistir
la tentación de subir a un barco, el Highland Chefstein, que iba a Buenos Aires
donde me esperaban mi hija Laura, de cinco años y mis viejos, que superaban los
setenta. Me había convencido que en dos meses regresaría al lugar donde ya
había decidido afincarme para siempre, pero el destino me reservaba otro rumbo.
En aquel barco que atravesaba el Atlántico hacia el sur, empecé a rememorar el
relato de las hermanitas Brückner y a pensar en toda la solidaridad humana,
todo el amor que había recibido, de parte de gente extranjera con la que apenas
podíamos comunicarnos por el desconocimiento mutuo de nuestras lenguas. Me
conmovía pensar en que todo lo que recibí fue exclusivamente por amor a mi
música y a mi persona, hasta que comprendí que sólo podía agradecerles
escribiendo en su homenaje una obra religiosa, pero no sabía aún cómo
realizarla.
Al
regresar a Argentina, todo se transformó en mi vida, mi carrera había crecido y
mis canciones comenzaron a ser muy populares, poco a poco comencé a ser Ariel
Ramírez... con el tiempo Europa quedó muy lejos... pero mi pensamiento seguía
centrado en la idea surgida en el Atlántico. En esta búsqueda comencé a reunir
información, y es así que tiempo después me encontré con el Padre Antonio
Osvaldo Catena, amigo de la juventud en Santa Fe, mi ciudad
natal, quien fue realmente el que transformó la base de lo que yo había escrito
pensando en una canción religiosa, en una idea increíble: la posibilidad de
componer una misa con ritmos y formas musicales de esta tierra. El padre
Osvaldo Catena era en 1963 Presidente de la Comisión Episcopal para Sudamérica
encargada de realizar la traducción del texto latino de la misa al español,
según el Concilio Vaticano de 1963 que presidió SS Pablo VI. Cuando ya tenía
terminados los bocetos y formas del ordinario de la misa el mismo Catena me
presentó a quien realizaría los arreglos corales de la obra: el Padre Segade.
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