El papa Francisco dirigió este lunes 12 de enero de 2015, el discurso
de Año Nuevo al Cuerpo Diplomático acreditado en la Santa Sede, en el cual hizo
un repaso de lo acontecido en el año 2014 y donde denunció las consecuencias de
la cultura del descarte en las relaciones humanas y entre naciones.
Sala
Regia
Lunes
12 de enero de 2015
Excelencias,
señoras y señores:
Les
agradezco su presencia en este tradicional encuentro que, al comenzar el año,
me da la oportunidad de dirigirles a ustedes, a sus familias y a los pueblos
que representan un cordial saludo y los mejores deseos. Particularmente,
agradezco al Decano, el Excelentísimo Sr. Jean Claude Michel, las amables
palabras que me ha dirigido en nombre de todos, y a cada uno de ustedes el
empeño constante y los esfuerzos por favorecer e incrementar, en espíritu de
colaboración recíproca, las relaciones de los países y las organizaciones
internacionales que representan con la Santa Sede.
En
este último año, se han seguido consolidando, ya sea mediante el aumento del
número de Embajadores residentes en Roma, o mediante la firma de nuevos
Acuerdos bilaterales de carácter general, como el rubricado en enero con
Camerún, y de interés específico, como los firmados con Malta y Serbia.
Me
gustaría hacer resonar hoy con fuerza una palabra que a nosotros nos gusta
mucho: paz. La anuncian los ángeles en la noche de la Navidad como don precioso
de Dios y, al mismo tiempo, como responsabilidad personal y social que reclama
nuestra solicitud y diligencia. Pero, junto a la paz, la Navidad nos habla
también de otra dramática realidad: el rechazo.
En
algunas representaciones iconográficas, tanto de Occidente como de Oriente
–pienso, por ejemplo, en el espléndido icono de la Natividad de Andréi
Rubliov–, el Niño Jesús no aparece recostado en una cuna sino en un sepulcro.
Esta imagen, que pretende unir las dos fiestas cristianas principales –la
Navidad y la Pascua–, indica que, junto a la acogida gozosa del recién nacido,
está también todo el drama que sufre Jesús, despreciado y rechazado hasta la
muerte en Cruz.
Los
mismos relatos de Navidad nos permiten ver el corazón endurecido de la
humanidad, a la que le cuesta acoger al Niño. Desde el primer momento es
rechazado, dejado fuera, al frío, obligado a nacer en un establo porque no
había sitio en la posada. Y, si así ha sido tratado el Hijo de Dios, ¡cuánto
más lo son tantos hermanos y hermanas nuestros! Hay un tipo de rechazo que nos
afecta a todos, que nos lleva a no ver al prójimo como a un hermano al que
acoger, sino a dejarlo fuera de nuestro horizonte personal de vida, a
transformarlo más bien en un adversario, en un súbdito al que dominar. Esa es
la mentalidad que genera la cultura del descarte que no respeta nada ni a nadie:
desde los animales a los seres humanos, e incluso al mismo Dios. De ahí nace la
humanidad herida y continuamente dividida por tensiones y conflictos de todo
tipo.
En
los relatos evangélicos de la infancia, es emblemático en este sentido el rey
Herodes, que viendo amenazada su autoridad por el Niño Jesús, hizo matar a
todos los niños de Belén. La mente vuela enseguida a Pakistán, donde hace un
mes fueron asesinados cien niños con una crueldad inaudita. Deseo expresar de
nuevo mi pésame a sus familias y asegurarles mi oración por los muchos
inocentes que han perdido la vida.
Así
pues, a la dimensión personal del rechazo, se une inevitablemente la dimensión
social: una cultura que rechaza al otro, que destruye los vínculos más íntimos
y auténticos, acaba por deshacer y disgregar toda la sociedad y generar
violencia y muerte. Lo podemos comprobar lamentablemente en numerosos
acontecimientos diarios, entre los cuales la trágica masacre que ha tenido
lugar en París estos últimos días. Los otros «ya no se ven como seres de la
misma dignidad, como hermanos y hermanas en la humanidad, sino como objetos»
(Mensaje para la XLVIII Jornada Mundial de la Paz, 8 diciembre 2014, 4). Y el
ser humano libre se convierte en esclavo, ya sea de las modas, del poder, del
dinero, incluso a veces de formas tergiversadas de religión. Sobre estos
peligros, he pretendido alertar en el Mensaje de la pasada Jornada Mundial de
la Paz, dedicado al problema de las numerosas esclavitudes modernas. Todas
ellas nacen de un corazón corrompido, incapaz de ver y de hacer el bien, de
procurar la paz.
Constatamos
con dolor las dramáticas consecuencias de esta mentalidad de rechazo y de la
«cultura de la esclavitud» (ibid., 2) en la constante proliferación de
conflictos. Como una auténtica guerra mundial combatida por partes, se
extienden, con modalidades e intensidad diversas, a diferentes zonas del
planeta, como en la vecina Ucrania, convertida en un dramático escenario de
confrontación y para la que deseo que, mediante el diálogo, se consoliden los
esfuerzos que se están realizando para que cese la hostilidad, y las partes
implicadas emprendan cuanto antes, con un renovado espíritu de respeto a la
legalidad internacional, un sincero camino de confianza mutua y de
reconciliación fraterna que permita superar la crisis actual.
Mi
pensamiento se dirige, sobre todo, a Oriente Medio, comenzando por la amada
tierra de Jesús, que he tenido la alegría de visitar el pasado mes de mayo y a
la que no nos cansaremos nunca de desear la paz. Así lo hicimos, con
extraordinaria intensidad, junto al entonces Presidente israelí, Shimon Peres,
y al Presidente palestino, Mahmud Abbas, con la esperanza firme de que se
puedan retomar las negociaciones entre las dos partes, para que cese la
violencia y se alcance una solución que permita, tanto al pueblo palestino como
al israelí, vivir finalmente en paz, dentro de unas fronteras claramente
establecidas y reconocidas internacionalmente, de modo que “la solución de dos
Estados” se haga efectiva.
Desgraciadamente,
Oriente Medio sufre otros conflictos, que se arrastran ya durante demasiado
tiempo y cuyas manifestaciones son escalofriantes también a causa de la
propagación del terrorismo de carácter fundamentalista en Siria e Irak. Este
fenómeno es consecuencia de la cultura del descarte aplicada a Dios. De hecho,
el fundamentalismo religioso, antes incluso de descartar a seres humanos
perpetrando horrendas masacres, rechaza a Dios, relegándolo a mero pretexto
ideológico. Ante esta injusta agresión, que afecta también a los cristianos y a
otros grupos étnicos de la Región –los yazidíes, por ejemplo–, es necesaria una
respuesta unánime que, en el marco del derecho internacional, impida que se
propague la violencia, reestablezca la concordia y sane las profundas heridas
que han provocado los incesantes conflictos. Aprovecho esta oportunidad para
hacer un llamamiento a toda la comunidad internacional, así como a cada uno de
los gobiernos implicados, para que adopten medidas concretas en favor de la paz
y la defensa de cuantos sufren las consecuencias de la guerra y de la
persecución y se ven obligados a abandonar sus casas y su patria. Con una carta
enviada poco antes de la Navidad, he querido manifestar personalmente mi
cercanía y asegurar mi oración a todas las comunidades cristianas de Oriente
Medio, que dan un testimonio valioso de fe y coraje, y tienen un papel
fundamental como artífices de paz, de reconciliación y de desarrollo en las
sociedades civiles de las que forman parte. Un Oriente Medio sin cristianos
sería un Oriente Medio desfigurado y mutilado. A la vez que pido a la comunidad
internacional que no sea indiferente ante esta situación, espero que los
dirigentes religiosos, políticos e intelectuales, especialmente musulmanes,
condenen cualquier interpretación fundamentalista y extremista de la religión,
que pretenda justificar tales actos de violencia.
En
otras partes del mundo, tampoco faltan parecidas formas de crueldad, que con
frecuencia generan víctimas entre los más pequeños e indefensos. Pienso
especialmente en Nigeria, donde no cesa la violencia que sufre
indiscriminadamente la población, y crece cada vez más el trágico fenómeno de
los secuestros de personas, a menudo jóvenes raptadas para ser objeto de trata.
¡Es un tráfico execrable que no puede continuar! Una plaga que hay que arrancar
y que afecta a todos, desde las familias a la comunidad mundial (cf. Discurso a
los nuevos Embajadores acreditados ante la Santa Sede, 12 diciembre 2013).
Sigo
también con preocupación los no pocos conflictos de carácter civil que afectan
a otras partes de África, como Libia, devastada por una larga guerra intestina
que causa incontables sufrimientos entre la población y tiene graves
repercusiones en el delicado equilibrio de la Región. Pienso en la dramática
situación de la República Centroafricana, en la que constatamos con dolor cómo
la buena voluntad que ha animado los trabajos de quienes quieren construir un
futuro de paz, seguridad y prosperidad, encuentra resistencias e intereses
egoístas de parte que ponen en peligro las expectativas de un pueblo que ha
sufrido tanto y desea construir libremente su futuro. Particularmente
preocupante es también la situación de Sudán del Sur y algunas regiones de
Sudán, del Cuerno de África y de la República Democrática del Congo, donde no
deja de aumentar el número de víctimas entre la población civil, y miles de
personas, muchas de ellas mujeres y niños, se ven obligadas a huir y a vivir en
condiciones de extrema necesidad. A este respecto, espero que los gobiernos y
la comunidad internacional lleguen a un compromiso común para que se ponga fin
a todo tipo de lucha, de odio y de violencia y se apueste por la
reconciliación, la paz y la defensa de la dignidad transcendente de la persona.
No
podemos olvidar que las guerras llevan consigo otro horrible crimen: la
violación. Se trata de una ofensa gravísima a la dignidad de la mujer, que no
sólo es deshonrada en la intimidad de su cuerpo, sino también en su alma, con
un trauma que difícilmente desaparecerá y cuyas consecuencias son también de
carácter social. Lamentablemente, se constata que también allí donde no hay
guerras, muchas mujeres sufren violencia hoy.
Todos
los conflictos bélicos son la manifestación más clara de la cultura del
descarte, pues, en ellos, las vidas son deliberadamente pisoteadas por quien
ostenta la fuerza. Existen, sin embargo, formas más sutiles y veladas de
rechazo, que alimentan también esa cultura. Pienso sobre todo en los enfermos,
aislados y marginados, como los leprosos de los que habla el Evangelio. Entre
los leprosos de nuestro tiempo están también los afectados por esta nueva y
tremenda epidemia del Ébola, que, especialmente en Liberia, Sierra Leona y
Guinea, ha acabado con más de seis mil vidas. Quiero reconocer y agradecer hoy
públicamente el trabajo de los agentes sanitarios que, junto a religiosos y
voluntarios, prestan todos los cuidados posibles a los enfermos y a sus
familiares, sobre todo a los niños que se han quedado huérfanos. Al mismo
tiempo, hago de nuevo un llamamiento a la comunidad internacional para que se
asegure una adecuada asistencia humanitaria a los pacientes y hagan un esfuerzo
común por erradicar el virus.
A
la lista de las vidas descartadas a causa de las guerras y de las enfermedades,
hay que añadir las de los numerosos desplazados y refugiados. También en este
caso podemos sacar luz de la infancia de Jesús, que es testigo de otra forma de
cultura del descarte que rompe las relaciones y “deshace” la sociedad.
Efectivamente, ante la crueldad de Herodes, la Sagrada Familia se ve obligada a
huir a Egipto, de donde regresará unos años más tarde (cf. Mt 2,13-15). Las
situaciones de conflicto que acabamos de describir provocan con frecuencia la
huida de miles de personas de su lugar de origen. A veces ni siquiera en busca
de un futuro mejor, sino simplemente de un futuro, porque permanecer en su
patria puede significar una muerte segura. ¿Cuántas personas pierden la vida en
viajes inhumanos, sometidas a vejaciones por parte de auténticos verdugos,
ávidos de dinero? Ya me referí a esto en mi reciente visita al Parlamento Europeo,
indicando que «no se puede tolerar que el mar Mediterráneo se convierta en un
gran cementerio» (Discurso al Parlamento Europeo, Estrasburgo, 25 noviembre
2014). Hay también otro dato alarmante: muchos emigrantes, sobre todo en
América, son niños solos, más expuestos a los peligros y necesitados de mayor
atención, cuidados y protección.
Cuando
llegan sin documentos a lugares desconocidos, cuya lengua no hablan, es difícil
para los inmigrantes situarse y encontrar trabajo. Además de los peligros de la
huida, tienen que afrontar también el drama del rechazo. Es necesario un cambio
de actitud: pasar de la indiferencia y del miedo a una sincera aceptación del
otro. Esto requiere naturalmente «poner en práctica legislaciones adecuadas que
sean capaces de tutelar los derechos de los ciudadanos y de garantizar al mismo
tiempo la acogida a los inmigrantes» (ibid.). A la vez que expreso mi
agradecimiento a cuantos, incluso a costa de su propia vida, se dedican a
prestar asistencia a los refugiados y a los inmigrantes, exhorto tanto a los
Estados como a las Organizaciones internacionales a actuar decididamente para
resolver estas graves situaciones humanitarias y prestar la ayuda necesaria a
los países de origen de los inmigrantes para favorecer su desarrollo socio-político y la superación de los conflictos internos,
que son la causa principal de este fenómeno. «Es necesario actuar sobre las
causas y no solamente sobre los efectos» (ibid.). Además, esto consentirá a los
inmigrantes volver un día a su patria y contribuir a su crecimiento y
desarrollo.
Junto
a los inmigrantes, a los desplazados y a los refugiados, hay también tantos
«exiliados ocultos» (Ángelus, 29 diciembre 2013), que viven en el seno de
nuestras casas y en nuestras mismas familias. Me refiero a los ancianos y a los
discapacitados, y también a los jóvenes. Los primeros son rechazados cuando se
convierten en un peso y en «presencias que estorban» (ibid.), mientras que los
últimos son descartados porque se les niega la posibilidad de trabajar para forjarse
su propio futuro. No existe peor pobreza que aquella que priva del trabajo y de
la dignidad del trabajo (cf. Discurso a los participantes en el Encuentro
mundial de Movimientos Populares, 28 octubre 2014), y que convierte el trabajo
en una forma de esclavitud. Ya me referí a esto en un reciente encuentro con
los Movimientos populares, que están fuertemente comprometidos en la búsqueda
de soluciones adecuadas a algunos problemas de nuestro tiempo, como la plaga
cada vez más extendida del desempleo juvenil y del trabajo negro, y el drama de
tantos trabajadores, especialmente niños, explotados por codicia. Todo esto es
contrario a la dignidad humana y es fruto de una mentalidad que pone en el
centro el dinero, los beneficios y los intereses económicos en detrimento del
hombre.
No
pocas veces, la misma familia es objeto de descarte, a causa de una cada vez
más extendida cultura individualista y egoísta que anula los vínculos y tiende
a favorecer el dramático fenómeno de la disminución de la natalidad, así como
de leyes que privilegian diversas formas de convivencia en lugar de sostener
adecuadamente a la familia por el bien de toda la sociedad.
Una
de las causas de estos fenómenos es esa globalización uniformante que descarta
incluso a las culturas, acabando así con los factores propios de la identidad
de cada pueblo que constituyen la herencia imprescindible para un sano
desarrollo social. En un mundo uniformado y carente de identidad, es fácil
percibir el drama y la frustración de tantas personas, que han perdido
literalmente el sentido de la vida. Este drama se ve agravado por la
persistente crisis económica, que provoca desconfianza y favorece la
conflictividad social. He podido notar sus consecuencias incluso aquí en Roma,
donde me he encontrado con muchas personas que viven situaciones difíciles, y
en los diversos viajes realizados en Italia.
Precisamente
a la querida nación italiana quiero dedicarle unas palabras llenas de esperanza
para que, en el continuo clima de incertidumbre social, política y económica,
el pueblo italiano no ceda al desaliento y a la tentación del enfrentamiento,
sino que redescubra los valores de la atención recíproca y la solidaridad sobre
los que se funda su cultura y su convivencia ciudadana, y que son fuente de
confianza tanto en el prójimo como en el futuro, sobre todo para los jóvenes.
Pensando
en la juventud, deseo mencionar mi viaje a Corea, donde, el pasado mes de
agosto, me encontré con miles de jóvenes en la VI Jornada Mundial de la
Juventud Asiática y donde recordé que es
necesario valorar a los jóvenes, «intentando transmitirles el legado del pasado
aplicándolo a los retos del presente» (Discurso a las Autoridades, Seúl, 14
agosto 2014). Para eso, es necesario reflexionar «sobre el modo adecuado de
transmitir nuestros valores a la siguiente generación y sobre el tipo de mundo
y sociedad que estamos construyendo para ellos» (ibid.).
Esta
tarde tendré la alegría de volver a Asia, para visitar Sri Lanka y Filipinas, y
mostrar así el interés y la solicitud pastoral con que sigo los acontecimientos
de los pueblos de ese vasto continente. A ellos y a sus gobiernos, deseo
manifestarles una vez más el deseo de la Santa Sede de contribuir al bien
común, a la armonía y a la concordia social. Especialmente, espero que se retome
el diálogo entre las dos Coreas, países hermanos, que hablan la misma lengua.
Excelencias,
señoras y señores:
Al
inicio del nuevo año, no queremos, sin embargo, que nuestra mirada quede
dominada por el pesimismo, los defectos y las deficiencias de nuestro tiempo.
Queremos también dar las gracias a Dios por lo que nos ha dado, por los
beneficios que nos ha dispensado, por los diálogos y los encuentros que nos ha
concedido y por algunos frutos de paz que nos ha dado la alegría de saborear.
Una
clara demostración de que la cultura del encuentro es posible, la he
experimentado durante mi visita a Albania, una nación llena de jóvenes, que son
esperanza de futuro. A pesar de las heridas de su historia reciente, el país se
caracteriza por «la convivencia pacífica y la colaboración entre los que
pertenecen a diversas religiones» (Discurso a las Autoridades, Tirana, 21 septiembre
2014), en un clima de respeto y confianza recíproca entre católicos, ortodoxos
y musulmanes. Es un signo importante de que la fe sincera en Dios abre al otro,
genera diálogo y contribuye al bien, mientras que la violencia nace siempre de
una mistificación de la religión, tomada como pretexto para proyectos
ideológicos que tienen como único objetivo el dominio del hombre sobre el
hombre. Asimismo, en el reciente viaje a Turquía, puente histórico entre
Oriente y Occidente, he podido constatar los frutos del diálogo ecuménico e
interreligioso, además del compromiso a favor de los refugiados provenientes de
otros países de Oriente Medio. He encontrado este mismo espíritu de acogida en
Jordania, país que visité al inicio de mi peregrinación a Tierra Santa, así
como en los testimonios que me llegan del Líbano, al que deseo que pueda
superar las dificultades políticas actuales.
Un
ejemplo que aprecio particularmente de cómo el diálogo puede verdaderamente
edificar y construir puentes es la reciente decisión de los Estados Unidos de
América y Cuba de poner fin a un silencio recíproco que ha durado medio siglo y
de acercarse por el bien de sus ciudadanos. En este mismo sentido, dirijo un
pensamiento al pueblo de Burkina Faso, que está pasando por un período de importantes
transformaciones políticas e institucionales, para que un renovado espíritu de
colaboración pueda contribuir al desarrollo de una sociedad más justa y
fraterna. Quiero destacar también con satisfacción la firma, el paso mes de
mayo, del Acuerdo que pone fin a largos años de tensión en Filipinas.
Igualmente, animo los esfuerzos realizados para lograr una paz estable en
Colombia, así como las iniciativas encaminadas a restablecer la concordia en la
vida política y social de Venezuela. Sin olvidar los esfuerzos realizados hasta
el momento, espero que se pueda llegar cuanto antes a un entendimiento
definitivo entre Irán y el así llamado Grupo 5+1, sobre el uso de la energía
nuclear para fines pacíficos. Me llena de satisfacción también la decisión de
los Estados Unidos de cerrar la cárcel de Guantánamo, para lo cual algunos
países han manifestado generosamente su disponibilidad para acoger a los
presos, lo cual les agradezco de corazón. Finalmente, deseo expresar mi
reconocimiento y animar a todos aquellos países que están comprometidos
activamente en la consecución del desarrollo humano, la estabilidad política y
la convivencia civil entre sus ciudadanos.
Excelencias,
señoras y señores:
El
6 de agosto de 1945, la humanidad asistía a una de las catástrofes más
tremendas de su historia. De un modo nuevo y sin precedentes, el mundo
experimentaba hasta qué punto podía llegar el poder destructivo del hombre. De
las cenizas de aquella terrible tragedia que ha sido la segunda Guerra mundial
surgió una voluntad nueva de diálogo y de encuentro entre las naciones que dio
vida a la Organización de las Naciones Unidas, cuyo 70º Aniversario
celebraremos este año. En la visita que realizó al Palacio de Cristal mi
predecesor, el Beato Pablo VI, hace ya cincuenta años, recordaba que «la sangre
de millones de hombres, que sufrimientos inauditos e innumerables, que masacres
inútiles y ruinas espantosas sancionan el pacto que les une en un juramento que
debe cambiar la historia futura del mundo. ¡Nunca jamás guerra! ¡Nunca jamás
guerra! Es la paz, la paz, la que debe guiar el destino de los pueblos y de
toda la humanidad» (Pablo VI, Discurso a las Naciones Unidas, Nueva York, 4
octubre 1965).
También
yo pido lo mismo para el nuevo año, en el que además culminarán dos importantes
procesos: la redacción de la Agencia del Desarrollo post-2015, con la adopción
de los Objetivos del desarrollo sostenible, y la elaboración de un nuevo
Acuerdo sobre el clima, que es algo urgente. Su condición indispensable es la
paz, que proviene de la conversión del corazón, antes incluso que del final de
las guerras.
Con
estos sentimientos, les deseo de nuevo a cada uno de ustedes, a sus familias y
a sus conciudadanos, un año 2015 de esperanza y de paz.
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