¿Puede
la marihuana terminar la guerra contra las drogas?/Alejandro Tarre.
En
EE UU hay un creciente consenso en torno a tratar la adicción a narcóticos no
como un asunto criminal sino de salud pública
El País, 28 de octubre de 2015..
En
noviembre los habitantes de Ohio votarán para decidir si se legaliza la
marihuana. Si votan a favor, Ohio se convertirá en el estado más grande de Estados
Unidos donde el cannabis es legal, sumándose a otros cuatro y un distrito donde
ya lo es: Colorado, Washington, Alaska, Oregon y el Distrito de Columbia.
California, el estado con la economía y la población más grandes del país,
podría ser el próximo. En 2016 también celebrará un referendo.
Las
repercusiones son enormes. Las legalizaciones del cannabis han resquebrajado
los pilares de la guerra contra las drogas liderada por Washington y abierto
espacios de acción a los que abogan por una reforma. Lo que está ocurriendo en
varios estados de EE UU podría desembocar en cambios profundos que beneficiarán
a muchas personas en el mundo, incluyendo millones de latinoamericanos.
Para
ser justos, el ímpetu reformista se puede detectar tanto a nivel estatal como
federal. Durante décadas, la guerra contra las drogas se ha basado en dos
líneas de acción: tratar como criminales a los consumidores y reducir el flujo
de drogas hacia los lugares con mayor demanda, EE UU y Europa, mediante la
represión de la oferta en los países productores y la interdicción de
importaciones.
En
EE UU hay un creciente consenso en torno a la necesidad de tratar la adicción a
narcóticos no como un asunto criminal sino de salud pública, y de reducir la
altísima tasa de encarcelados que en parte ha resultado de un enfoque
excesivamente punitivo hacia los consumidores. La administración Obama ha
tomado medidas que sintonizan con este consenso e incluso dado pasos tímidos
pero esperanzadores en su política internacional antidrogas como privar de
fondos programas de erradicación de opio en Afganistán.
Pero
más relevantes que estos pequeños avances son los referendos. La legalización
del cannabis en los estados viola claramente leyes federales y tratados
internacionales. Como ha dicho el profesor de UCLA, Mark Kleiman, las
autoridades locales están “entregando licencias para cometer crímenes”
federales. Curiosamente, el Departamento de Justicia ha respondido a las
legalizaciones con una actitud que es a la vez pragmática y acomodaticia. Sin negar
que existen leyes que prohíben lo que los estados están haciendo, ha optado por
evitar la confrontación y permitir la legalización siempre y cuando los
cultivadores, vendedores y consumidores de marihuana se adhieran estrictamente
a las regulaciones estatales.
El
problema es que, conforme más estados legalicen el cannabis, más absurda se
vuelve la aquiescencia del Gobierno federal, más flagrantes las violaciones a
los tratados, y más irreversible todo el proceso. A menos que la legalización
sea un desastre, las leyes federales terminarán amoldándose a las estatales. Y
esto, por supuesto, infligiría un duro golpe al statu quo.
Lo
cual es una buena noticia. La guerra contra las drogas ha sido un fracaso. A
pesar de los inmensos esfuerzos, no se han alcanzado los objetivos de disminuir
la producción y el consumo de drogas. La guerra además ha provocado perniciosos
efectos secundarios como altísimas tasas de encarcelados y violaciones de
derechos humanos, y con frecuencia ha exacerbado la violencia y la corrupción,
a veces creando inestabilidad política.
América
Latina ha padecido más que ninguna otra región las consecuencias de esta
guerra. Y no solo por culpa de Washington. Varios gobiernos de la región han
sucumbido ante la ilusión de que campañas represivas para reducir el flujo de
drogas pueden tener un impacto en el consumo en EE UU y los volúmenes de
sustancias ilícitas que llegan a ese país.
A
menudo, el costo de esta represión ha sido un brutal aumento de la violencia y
la corrupción, como se ve ahora en México. ¿Y los beneficios? Casi nulos en EE
UU. Los flujos y el consumo de drogas se han mantenido relativamente estables
durante décadas. Es decir: los países productores o de tránsito han adoptado
políticas increíblemente autodestructivas y contrarias a sus intereses que
además no han siquiera beneficiado a los estadounidenses. Y lo peor es que
algunos países aún no han advertido que reducir el tráfico de drogas es
muchísimo más difícil y muchísimo menos urgente que disminuir la violencia.
Todo
el mundo acepta que la legalización de la marihuana no es una panacea. A menos
que se legalicen otras drogas que no se van a legalizar, los mercados ilícitos
seguirán existiendo y lo carteles seguirán gozando de un extraordinario poder.
Pero la legalización en los estados de EE UU ha tenido un efecto positivo:
socavar los postulados de la guerra contra las drogas.
El
principal promotor y policía mundial de esta guerra ha pasado en poco tiempo de
tener una posición certeramente dogmática a una insosteniblemente ambivalente.
Esto ha creado un ambiente internacional más favorable para impulsar políticas
mucho más sensatas.
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