BBC, Jueves, 09/Ene/2020
La eliminación del general de la Guardia Revolucionaria iraní Qassem Suleimani realizada por drones estadounidenses en Irak ha convulsionado de nuevo el ya de por sí conflictivo escenario de Oriente Medio. Aunque en principio un ataque frontal de esta contundencia -Suleimani estaba considerado el segundo hombre más poderoso de Irán después del líder supremo Alí Jamenei- puede parecer una muestra de imprudencia por parte de la Casa Blanca, conviene, con el fin de hacer una evaluación completa, conocer bien en primer lugar la biografía del personaje y su función en la dictadura religiosa fundada por el Ayatolá Jomeini y, en segundo, situar lo acaecido en el presente contexto geoestratégico de la región.
Qassem Suleimani nació en 1957 en una pequeña localidad de la provincia sudoriental de Kerman y no llegó a terminar sus estudios primarios ni tampoco tenía formación militar previa, con lo que su rápido ascenso en la Guardia Revolucionaria se debió a su fidelidad incondicional al sistema y al líder supremo y a su absoluta carencia de escrúpulos, que le permitió cometer las más terribles atrocidades sin vacilación alguna. Como máximo responsable de la Fuerza Al Quds, la rama de la Guardia Revolucionaria para actuaciones en el exterior, intervino decisivamente en Siria, Irak, Líbano y Yemen, bien de forma directa o mediante milicias chiitas bajo su control. En el transcurso de las diferentes guerras en las que tuvo a su mando a decenas de miles de guardias revolucionarios o a paramilitares de diversos orígenes, su brutalidad era proverbial. Con el pretexto de cooperar en el combate contra Estado Islámico, arrasó numerosas zonas sunitas en Irak y Siria que dejó sembradas de cadáveres de civiles inocentes. Tampoco fue menor su papel en la represión de las sucesivas protestas ocurridas en Irán y en Irak contra el régimen teocrático de Teherán. En las recientes manifestaciones en ambos países contra el régimen al que servía, el escalofriante resultado ha sido de mil quinientos muertos en Irán y varios centenares en Irak, así como siete mil heridos y doce mil detenidos y posteriormente torturados en su país.
Su crueldad en los intentos de liquidar al principal grupo de oposición, los mujaidines del pueblo de Irán, fue asimismo ilimitada. En varios ataques a sus bases situadas en Irak dirigió el asesinato de casi dos centenares de sus integrantes y en un ataque en particular perecieron cincuenta y dos de ellos a los que sus esbirros remataron heridos en el hospital en el que se refugiaron. Para tener una idea de la vesania de la dictadura fundamentalista de Irán basta recordar la matanza ordenada por Jomeini en 1989 de treinta mil prisioneros políticos enterrados tras las ejecuciones en fosas comunes. Se estima que en total desde que se implantó este régimen inicuo, del orden de ciento veinte mil opositores han perdido la vida a manos de sus verdugos. Qassem Suleimani fue un protagonista destacado de toda esta barbarie. Por tanto no fue un soldado que cumplía con su deber, sino un auténtico criminal contra la humanidad, un carnicero implacable que promovió los más abominables atropellos a los derechos humanos.
En cuanto a la supuesta temeridad del Gobierno norteamericano al decidir su neutralización definitiva, se debe contemplar como la elección de una estrategia de dureza para contener la peligrosidad de un enemigo mortal al que décadas de negociación, diálogo y apaciguamiento no han conseguido aplacar. Se ha dicho, además, y resulta bastante verosímil a la luz de la trayectoria del extinto general, que Suleimani estaba preparando atentados contra las fuerzas norteamericanas en Irak. No se puede minimizar el hecho de que el asedio a la embajada de Estados Unidos en Bagdad de estos días pasados fue preparado y tutelado por el mismo Suleimani, tal como rezaban los grafiti en farsi -«Suleimani es nuestro líder»- que los hostigadores escribieron en los muros de la legación.
Cuando se declara la guerra a una gran potencia sería ingenuo creer que ésta va a soportar pacientemente los daños que se le inflijan sin responder con la firmeza proporcional adecuada. Y la ONU y la Unión Europea, en lugar de entonar sus habituales cantos plañideros, deberían ejercer una firme presión política y diplomática sobre un régimen que de manera tan inhumana trata a su pueblo, que no cesa de exportar terrorismo y que amenaza sin disimulo a Israel y a nuestros aliados en el Golfo. Así se tendría que enviar con premura a Irán una Comisión de Investigación de Naciones Unidas sobre los miles de muertos, heridos y detenidos de las últimas protestas y exigir que los responsables de tales abusos sean puestos ante un tribunal internacional. Si un transgresor se considera impune persistirá en sus fechorías. La Historia nos ha demostrado hasta la saciedad que el pacifismo pusilánime acaba siendo la causa de las conflagraciones más destructivas.
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