Ucrania lucha por sí misma/ Rémi Brague es profesor emérito de Filosofía Árabe en la Sorbona de París y de Historia de las Religiones Europeas (Cátedra Romano Guardini) en la Ludwig-Maximilians-Universität de Múnich.
Cada nación tiene sus demonios conocidos, y a veces queridos, contra los que tiene el deber de luchar constantemente. Ninguna es una excepción, y mucho menos la mía, Francia. En cuanto a Rusia, sus mentes más lúcidas han sabido ponerles nombre, y no solo a los que componen el título de una de las mejores novelas de Dostoievski, quien, por cierto, también se rindió a otros demonios. Entre los demonios que tientan a Rusia, podemos citar, en primer lugar, su pulsión por soñar un imperio. Hay países que han poseído un imperio, como una buena parte de las naciones de Europa.
Estas reinaron sobre pedazos del Nuevo Mundo, de África o de Asia. Pero lo hicieron a partir de una base original desde la que se formó el dominio ulterior de la nación. Este es el motivo por el que, en el momento de la descolonización, pudieron replegarse sobre esa base original. Esto no se hizo sin traumatismos –en España en 1898, en los Países Bajos en 1949, en Francia en 1963–, pero tampoco se dejaron demasiados pelos en la gatera: el territorio colonizador quedó intacto. Rusia tiene la tendencia de pensar que ella no es un país que 'posee' un imperio, sino que es un país que 'es' un imperio. De ahí viene la capacidad de una buena parte de la población rusa de soportar en el interior una situación material deplorable, siempre que el país siga ejerciendo su dominación y sepa hacerse temer en el exterior.
Está, además, el reinado de la policía secreta, con sus métodos expeditivos y el envenenamiento de quienes resultan indeseables para el régimen. Por último, y tal vez sea lo más diabólico, está el hábito de las mentiras oficiales, que ya escandalizaron a Custine en 1839 y que no han hecho más que crecer y pulirse desde entonces. Aleksandr Solzhenitsyn reconoció en la obligación de mentir el mayor sufrimiento que el régimen soviético infligía a sus súbditos, era algo peor que la opresión policial o la miseria material, que ya eran suficientemente crudas.
Hoy, los rusos no tienen derecho a llamar a las cosas por su nombre, y lo que obviamente es una guerra debe llamarse «operación especial». Se supone que las personas que hablan ruso son de nacionalidad rusa. Como si Francia se concediera el derecho de anexar las partes de Bélgica y Suiza donde se habla francés. Y Ucrania, una democracia imperfecta y ni más ni menos corrupta que los demás países de la región, debe ser sometida a una 'desnazificación'.
Hoy asistimos al regreso de demonios más recientes. Por ejemplo, la práctica que consiste en obligar a los no europeos a hacer el «trabajo sucio» allí donde los rusos se muestran un tanto reacios a matar a sus vecinos. En Budapest, en 1956, fueron las tropas venidas desde las repúblicas soviéticas de Asia Central. Hoy son los chechenos, y quizás los sirios. Hay que exorcizar a los demonios. Es difícil, pero posible. Tenemos un ejemplo de ello: Alemania, después de perder la Segunda Guerra Mundial, pasó por un largo proceso de 'desnazificación'. Este comenzó con los Juicios de Núremberg, donde los principales dirigentes que no habían podido huir o esconderse fueron juzgados, condenados y varios de ellos ejecutados. Se alargó, con resultados ciertamente parciales, sobre todo en Austria. Pero continúa y, en general, podemos decir que Alemania, si bien no es más perfecta que cualquier otro país, al menos ha vomitado con energía el veneno nazi que podría haberla corrompido para siempre. Otros países, incluido el mío, harían bien en aprender de ello.
En Rusia no ocurrió nada parecido. El marxismo-leninismo, con sus versiones estalinista, 'brezhneviana' y otras, fue enterrado bajo un manto de silencio, pero nunca fue objeto de una condena explícita. Los mismos individuos siguieron al mando. Quienes poseían de facto los instrumentos de producción, como las minas, los yacimientos de petróleo y gas o las fábricas, se convirtieron en sus legítimos propietarios, consagrados por la ley. Los instrumentos del poder ideológico –el Ejército y los servicios secretos– han cambiado de nombre, pero apenas han cambiado de función o de métodos.
Algunos incluso han acabado recuperando el nombre de antaño. Como ejemplo tenemos un hecho al que se ha prestado muy poca atención: en 2014, la agencia encargada de difundir la verdad oficial volvió a llamarse TASS, cuya sigla termina en «Unión Soviética». ¿A alguien le extraña que los vecinos del gigante dormido, que han experimentado lo que este hacía despierto, se asusten y traten de protegerse bajo el paraguas de la OTAN sostenido por EE.UU.?
Ahora, el enfrentamiento con la realidad de la resistencia ucraniana ya ha hecho añicos la leyenda de un ejército de libertadores que iba a ser recibido con flores y que es, en cualquier caso, invencible. Nadie sabe lo que saldrá de este enfrentamiento sobre el terreno de juego. No se puede descartar que, a la larga, esa resistencia pueda ayudar a Rusia a vencer a sus demonios y convertirse en una gran nación feliz, una hermana en la familia europea, donde ocupará el espacio que legítimamente le corresponde una vez que haya renunciado a querer todo el espacio para ella.
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