Columna PLAZA PÚBLICA / Obispos
Por Miguel Ángel Granados Chapa
Reforma, 17-Ago-2010
Tiempos hubo en que abundaban los sacerdotes cultos, espíritus selectos de entre los cuales el Vaticano escogía a quienes formarían parte del Episcopado. Don Sergio Méndez Arceo, por ejemplo, además de ser un innovador revolucionario como obispo de Cuernavaca, fue miembro de la Academia mexicana de la historia. En la arquidiócesis primada de México don Miguel Darío Miranda y Gómez fue un promotor de la música y el arte sacro en general. Salvo que mi ignorancia y mis registros me hagan desconocer casos semejantes, no hay entre los obispos y arzobispos personas de talla similar.
Al contrario, se han colado a la condición episcopal sacerdotes que, escudados en una supuesta campechanía, dan frecuente muestra de vulgaridad y estolidez. A menudo, las formas de expresión soeces y corrientes revelan personalidades de peor catadura todavía. Lo he pensado respecto del cardenal Juan Sandoval Íñiguez a propósito de su reacción ante los fallos de la Corte relacionados con el matrimonio entre personas del mismo sexo y su capacidad de adopción. Y sobre todo lo he tenido presente respecto del obispo de Ecatepec, Onésimo Cepeda, que la semana pasada festejó los 15 años de su diócesis, que comprende algunas de las colonias más pobres de la República.
Cepeda comparó a su feligresía con el paciente al que se le aplica una lavativa, de la que ya está harto y sin embargo se le advierte que "todavía le falta un litro". Fue su modo de explicar que todavía tendrán que soportarlo dos años más, ya que a sus 73 años le resta ese lapso para la jubilación forzosa de los prelados de su rango.
No es extraño que ese pastor de almas incurra en conductas o emita dichos que distan de ser los esperables de un hombre que gobierna espiritualmente a cientos de miles de creyentes. Menos aún se condice con su posición el estar siendo sujeto de una averiguación previa en un caso que, por dondequiera que se examine avergonzaría a una Iglesia menos acomodada como la mexicana. Existe un pagaré por 130 millones de dólares, firmado por la señora Olga Azcárraga, ya fallecida, en que ella se obliga a pagar aquella enorme suma que le fue prestada por Cepeda. Se le acusa de falsificar la firma de la acreditada.
Cualquiera de los dos extremos en que se puede resolver esa situación debería haber provocado un llamado del Vaticano para que el obispo se explique. Si se produjo en efecto ese préstamo, Cepeda está obligado, en su condición de hombre público que maneja recursos de una asociación religiosa, a hacer saber el origen de esa fortuna entregada en préstamo. Si no lo hubo, su responsabilidad es quizá más grave pues habría participado en la falsificación de un documento para obtener un provecho.
Por su parte, el cardenal arzobispo de Guadalajara acudió a un festejo a Aguascalientes. Allí se pidió su opinión sobre decisiones de la Suprema Corte, una ya tomada el martes pasado y la otra esperada para el comienzo de esta semana. El purpurado se manifestó contrario a las resoluciones y, sin el menor asomo de caridad cristiana, que fuerza a no atacar la buena fama de una persona, expresó su convicción de que Marcelo Ebrard u "organismos internacionales" a los que no identificó, "maicearon" a los ministros de la Corte. No dijo que los sobornaron, que a eso equivale la expresión popular, sino que empleó esa forma que denigra doblemente a los imputados: los animaliza y los tilda de corruptos.
Supongo que los jueces supremos pasarán por alto esta diatriba, que de tan burda no habrá de causar mella en su prestigio. Supongo que también la ignorará el jefe de Gobierno de la Ciudad de México, a menos que quiera aprovecharla para ganar espacios en su actual afán de consolidarse como el posible candidato de las izquierdas.
El consejo nacional contra la discriminación, en cambio, no debería soslayar otras expresiones del cardenal arzobispo, que deturpan a las parejas de homosexuales que según lo que determine la Corte estarían en posibilidad de adoptar niños. Con chabacana camaradería preguntó a los reporteros con quienes conversaba si querrían ser adoptados por "un par de lesbianas o un par de maricones". Y luego pasó a expresar su condolencia por los "pobres niños" adoptados por un matrimonio de personas de un mismo sexo:
"No es natural, claro que no. Imagínate a la pobre criatura que esté allí: ¿a quién le dice papá y a quién le dice mamá?". Y en el colmo de la expresión morbosa, anunció sin ambages que "cuando los vea en sus prácticas, pues él también se va a pervertir, va a seguir ese camino".
Como Sandoval Íñiguez, su colega el cardenal Norberto Rivera Carrera impugnó ásperamente las decisiones de la Corte, que acreditan la constitucionalidad de la reforma al código civil que modificó la definición de matrimonio y, por derivación -al decir que se trata de la unión de dos personas, y no de un hombre y una mujer- autorizó las bodas homosexuales. Ni uno ni otro prelado se atuvieron a los términos en que la, para este efecto muy católica, Procuraduría General de la República inició la acción de inconstitucionalidad contra esa reforma. Aunque frágiles, tanto que no persuadieron a los ministros de la Corte, la postura de Arturo Chávez Chávez contenía argumentos y no sólo prejuicios, ni descalificaciones.
Aunque sea dudoso el derecho de los clérigos a hacer crítica de las instituciones del país, se puede admitir que se expresen contrarios a decisiones legislativas y judiciales. No tienen derecho, en cambio, a promover desprecio u odio a los homosexuales.
Cajón de Sastre
Aunque lo hizo a través de declaraciones uno de sus miembros, a los que se unieron sus compañeros, la Corte reaccionó frente a lo dicho por el cardenal Sandoval Íñiguez. Pienso que los jueces hubieran debido guardar silencio, porque pueden enzarzarse en una controversia en que no cesen los epítetos que conduzcan hacia abajo lo que podría ser un debate sobre el alcance de la actuación del máximo tribunal. Su honra no queda en entredicho por insultos como los proferidos por el cardenal. Y en cambio se acrecienta el riesgo de que la réplica del prelado induzca al odio, a la homofobia, que importa más que la reputación de los miembros de la Corte.
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