¡Bravo maestro!
A los 15 años lo expulsaron del colegio
describiéndolo como una manzana podridaFernando Botero cumple 80 años. El mundo celebra una vida artística que le ha dado gloria a Colombia.
Revista Semana Portada, Sábado 24 Marzo 2012
Hace casi diez años, la revista Art Review se puso a la tarea de hacer una lista con los diez artistas vivos más cotizados del mundo. Fernando Botero quedó de quinto. Los editores encontraron que sus exposiciones no solo habían llegado a los principales museos del planeta, sino que sus cuadros y sus esculturas habían llegado a mover ya en ese momento casi 60 millones de dólares en el mercado del arte. En la última década esa cifra se ha más que duplicado con el creciente prestigio del maestro. El ranking era apenas una confirmación de lo que ya se sabía: Botero era el primer colombiano en convertirse en un artista universal. ¿Cómo lo logró?
La celebración este mes de sus 80 años constituye una coyuntura oportuna para tratar de dar respuesta a ese interrogante. Porque son pocos los pintores que llegan a tener la gloria. Pero son aún menos los que alcanzan a gozarla en vida como le ha sucedido a Fernando Botero. Este es un privilegio que no tuvieron ni Van Gogh, ni el Greco, ni Rembrandt, ni muchos otros a los que solo les llegó la gloria en la posteridad.
Quienes han seguido la vida del pintor colombiano
explican su éxito con una mezcla entre talento, terquedad y entrega. Él mismo
se define como hijo de una "familia venida a menos". Su papá había
trabajado como arriero para sacar adelante a sus tres hijos, pero falleció
cuando Botero tenía 4 años, y su madre, aunque era una mujer abnegada a la
familia, tuvo muchas dificultades para sostenerlos. La comida y las comodidades
escaseaban a menudo. Por eso, cuando le preguntaron en una reciente entrevista
en la revista Diners por esos años de su vida, el pintor solo se limitó a
contestar que "cuando falta plata no se puede hablar de una infancia
feliz".
Se
encontró con el arte casi por accidente. A los 15 años Botero estudiaba para
ser torero y se le ocurrió vender dibujos a la salida de la Plaza de la
Macarena. Tenía por la fiesta brava un gran encanto, pues
su tío Joaquín Angulo lo llevaba con frecuencia. Le fascinaba el cartelista
mexicano Carlos Ruano Llopis, que en ese momento para él era "como
Picasso", y empezó a imitarlo. Y cuando vendió una de esas obras, ¡a 2
pesos!, comenzó a considerar dejar el toreo y volverse un artista.
Ese cambio no era difícil porque, según cuenta su
hijo Juan Carlos en un libro sobre su vida, la fantasía de ser torero se acabó
cuando en una novillada se enfrentó "a la bestia negra resoplando
fuego". Casi se muere del susto. Consiguió trabajo como ilustrador del
diario El Colombiano y con el sueldo se pagaba el colegio. Pero como pintaba
desnudos y escribía sobre marxismo, el padre Félix Henao lo describió delante
de todo el curso como una "manzana podrida" y lo expulsó. El pintor
se ríe hoy de ese episodio, pues el centro educativo que llevaba el nombre del
sacerdote hoy se llama Fernando Botero, como un homenaje que le hizo la
Alcaldía de Medellín.
Recién salido del colegio, tomar la decisión de
vivir de sus dibujos era difícil. "En Colombia ser artista era como ser el
bobo del pueblo", dijo Botero en alguna oportunidad. Su propia mamá le
advirtió que se iba a morir de hambre. Pero Botero nunca le ha temido a nadar
contra la corriente. Y no solo siguió pintando, sino que en 65 años no ha
dejado de hacerlo. Desde esa época se ha entregado a sus lienzos y a sus
esculturas más de ocho horas diarias, sin importar feriados ni vacaciones.
A los 19 años expuso en Bogotá en la galería Leo
Matiz. Con la plata que se ganó, alquiló un cuarto en Tolú y se fue a trabajar
a las orillas del mar. Cuando volvió a presentar sus cuadros, no solo se
vendieron todos, sino que se ganó un premio nacional de pintura. Ese premio le
cambió la vida. Se ganó unos dólares que le alcanzaron para comprarse un
tiquete para Europa. Se embarcó en Buenaventura en un modesto barco italiano y
llegó a Madrid en 1952 dispuesto a darlo todo por vivir de la pintura y nada
más.
Muchos artistas describen su juventud en Europa
como una época dorada en la que vivieron "muy pobres, pero muy
felices". Esa famosa frase de Hemingway se ajusta a lo que encontró Botero
allí. Para sostenerse en la Academia de San Fernando, en Madrid, vendía
ilustraciones a la salida del Museo del Prado. Luego se trasladó a Italia y
entró como estudiante a la Academia de Bellas Artes de Florencia, en donde
pasaba gran parte de su tiempo "porque daban materiales gratis y porque
había calefacción". Botero vivía en un estudio muy humilde y por eso,
cuando llegaba el invierno, tenía que trabajar y dormir con el abrigo puesto.
Es difícil saber cuándo Fernando Botero, el
estudiante, se convirtió en Fernando Botero, uno de los artistas más famosos
del mundo. La respuesta es compleja, pues como le dijo él a SEMANA "nunca
se es ni demasiado famoso, ni demasiado rico, ni demasiado flaco". Pero su
hijo Juan Carlos describe el momento en que el pintor tuvo la inspiración que
lo habría de hacer célebre. Cuenta que un día en México, en 1956, dibujó una
mandolina (una especie de guitarra). Momentos después decidió pintarle el hueco
del medio no del tamaño normal, sino exageradamente pequeño. Inmediatamente, "la
mandolina multiplicó su tamaño y las proporciones sufrieron un cambio
radical". Ese fue el eureka en la vida del maestro. Botero ha dicho una y
otra vez que "no pinta gordos", sino que trabaja con ese volumen. Y
su hijo agrega que esta es la clave para darles "magnificencia,
plasticidad y sensualidad" a sus trazos.
Con
su estilo propio y algo de éxito, Botero se fue a probar suerte al extranjero.
Vivió un año en México y en 1958 se fue a Estados Unidos.
Para ese entonces ya estaba casado con Gloria Zea, quien contó en una
entrevista que se conocieron en una fiesta cuando ninguno de los dos tenía un
centavo. "Él pasaba a recogerme con unos pantalones de pana en los que
limpiaba los pinceles", dijo. Cuando le anunció el compromiso a su
familia, su mamá se desmayó, pues creía al principio que Botero no era un
artista, sino un pintor de brocha gorda.
La crítica de arte Ana María Escallón cuenta que
el pintor llegó a Nueva York con 200 dólares, tres vestidos, un inglés apenas
para defenderse y ni un amigo. En los años sesenta lo que estaba de moda era el
arte abstracto, pero Botero hacía exactamente lo contrario y ninguna galería
quiso exponer sus 'gordos'. Para sobrevivir, vendía sus cuadros en el Greenwich
Village por 200 dólares. "Un día en la calle encontró una silla deshecha
que él mismo remendó y fue el único mueble que tuvo durante meses. Por esas
vueltas que da la vida, hace unos años un amigo que heredó aquella silla
ruinosa se la regaló y hoy es la que usa, en su taller de Nueva York, para
estudiar el cuadro que está creando", escribió su hijo Juan Carlos.
Dio el salto a los principales museos en Estados
Unidos gracias a un extranjero. Se trata de Dietrich Malov, el director del
Museo Alemán. Al hombre le gustó tanto la obra de Botero que en 1970 hizo en su
país cinco exposiciones. De ahí empezaron a llamarlo de todas partes. La
novedad que representaba Botero no solo estaba relacionada con sus 'gordas',
sino con el hecho de que, en un momento en que el arte era abstracto, el pintor
logró reflejar la cotidianidad de una época. Pintaba desde las prostitutas de
Medellín hasta las frutas del trópico, las madres superioras del colegio y las
corridas de toros de su juventud. "En vez de darle la espalda a sus raíces
y a sus orígenes, él prefirió convertirlos en el tema central de su obra
artística", explica su hijo Juan Carlos.
Pero no todo en la vida de Botero ha sido de
colores alegres. El pintor ha sufrido dos golpes que lo marcaron profundamente.
En unas vacaciones en 1974, cuando iba con su familia en el carro entre Sevilla
y Córdoba, un camión perdió el control y los estrelló. Su hijo Pedrito, de 4
años, murió inmediatamente y el pintor perdió la falange del meñique derecho.
El dolor que le produjo la muerte del niño fue tan desgarrador que duró
encerrado durante meses en su estudio en París solamente pintándolo. Su segundo
matrimonio con Cecilia Zambrano no pudo sobrevivir a la tragedia. Hoy Botero no
duda en decir que el mejor cuadro que ha hecho en su vida es el retrato Pedrito
a caballo que está en el Museo de Antioquia. Y que por eso la pintura es
sagrada para él, pues es "una tabla de salvación en medio de los
dramas".
El maestro tuvo que cargar otra cruz cuando su
hijo con Gloria Zea, el exministro Fernando Botero Zea, fue involucrado en el
proceso 8000. En los 30 meses que estuvo recluido en la Escuela de Caballería
-por el delito de enriquecimiento a favor de terceros- solo lo visitó una vez.
Transcurrieron más de cuatro años para que pudieran volver a hablarse. Hoy todo
ese doloroso capítulo quedó atrás y la relación de los dos es excelente.
Su arte no ha estado exento de crítica. Sus
críticos dicen que es muy comercial y que sus obras ya no sorprenden. Joe La
Placa, un importante experto londinense de arte, le dijo hace poco a la revista
Time que al principio creían que era "un innovador", pero que ahora
apenas "logra una pálida imitación de lo que hacía en el pasado". Y
en Colombia, incluso hay un grupo de rock que se llama Odio a Botero que ha
logrado tener un relativo éxito burlándose del pintor. Sin embargo, todas esas
opiniones quedan neutralizadas ante la realidad no discutible de que cada día
aumenta la demanda por las obras de Botero, así como las invitaciones por parte
de museos y ciudades que quieren exhibirlas.
Ninguna de sus exposiciones generó tantos
comentarios como la que hizo sobre los abusos de los soldados norteamericanos
en la prisión en Abu Ghraib en Irak. Según el pintor, quería "dejar un
testimonio contra el horror". Los cuadros fueron vetados en un principio
en los museos de Estados Unidos, pero luego de que una galería y la Universidad
de Berkeley los exhibieron, fueron reseñados como la exposición más recomendada
por The
New York Times. Botero se negó a venderlos porque creía que no era
ético hacer un negocio del dolor y por eso permanecen en la Universidad.
Pero esa controversia fue simplemente un hito más
en una vida llena de éxitos. La mayoría de estos han sido reseñados en las
primeras planas de los medios, que han celebrado cada logro del artista como un
acontecimiento nacional. En la década de los setenta entró a formar parte de
las galerías más importantes de Europa y expuso desde en el Grand Palais de
París hasta en el Museo Hishborn, en Washington. Desde ahí sus pinturas han
viajado a las principales capitales del mundo, desde Roma hasta Shanghái. Su
obra Adán y Eva se ubicó a la entrada de Expo Sevilla 92. Y recibió homenajes
sin precedentes cuando sus esculturas ocuparon las aceras de los Campos Elíseos
y después decoraron los alrededores de las pirámides de Egipto. Además, los
visitantes a cada una de sus muestras y retrospectivas se cuentan por cientos
de miles: 218.000 visitantes en Ciudad de México o 110.000 en Estocolmo, el 10
por ciento de los habitantes de la ciudad. Y sus cuadros, que valían apenas 200
dólares, hoy están en la lista de los mejor vendidos en Latinoamérica. El más
caro, Los músicos, llegó al histórico precio de 2,3 millones de dólares. Su
talento es reconocido más allá de Colombia. Tanto que Peggy Guggenheim, sobrina
del fundador del Museo Guggenheim de Nueva York, y quien descubrió al artista
Jackson Pollock, aseguró una vez que los tres pintores más importantes del
siglo eran Bacon, Picasso y Botero.
Fernando Botero, además de ser un gran pintor, es
un hombre muy generoso. Las colecciones de arte que le ha regalado a Bogotá y a
Medellín, no solo de sus propias obras sino de los grandes maestros de la
historia como Picasso, Matisse, Renoir y Dalí, lo convierten en el mayor
filántropo del país. El valor de esas obras superaría en el mercado los 200
millones de dólares. Y otro dato curioso es que él es de lejos el mayor
coleccionista de su propia obra. Tiene almacenados en diversas bodegas
alrededor del mundo no menos de 300 cuadros y docenas de esculturas que él
considera sus mejores trabajos. El destino final de semejante patrimonio artístico
todavía no se sabe.
Al cumplir 80 años, Fernando Botero lleva una vida
plácida con el fruto de los 65 años de trabajo sin tregua que ha tenido. Su
principal residencia es París, pero tiene otras en Nueva York, en Mónaco, en
Bogotá y en Rionegro (Antioquia). Pasa los veranos en Pietrasanta, en la
Toscana italiana, donde se unen los dos elementos que han marcado su vida: el
arte y la familia. En ese pueblo encantador, situado al lado de las canteras de
mármol con las cuales trabajaba Miguel Ángel, hace sus esculturas rodeado de
tres generaciones de Boteros que pasan las vacaciones allá. Con Sophia Vari, su
compañera desde hace 37 años, ha creado un núcleo familiar compuesto por tres
hijos (Lina, Fernando y Juan Carlos) y varios nietos, ante los cuales cumple el
papel de un venerable pater familias. Esa es la mayor satisfacción de un hombre
que llega a los 80 años rodeado del amor de su familia, del afecto de sus
amigos, del reconocimiento de sus compatriotas y de la admiración del mundo
entero.
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