Ignominia anunciada
JAVIER SICILIA
Revista Proceso · 1863, 15 de julio de 2012
La embriaguez electoral pasó y el país se enfrenta, con
una horrenda resaca, a lo que el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad
no dejó de anunciar: la ignominia de las elecciones con su cauda de traiciones,
de corrupciones, fragmentaciones, polarizaciones, violencia, muerte e
impunidad. Nadie, a no ser los corruptos, los traidores, los criminales, los
imbéciles y la lógica de la violencia, ganó. La responsabilidad no sólo es de
las partidocracias que se negaron a hacer, como lo pedimos en nuestras demandas
del 8 de mayo de 2011, una profunda reforma política, una democratización de
los medios –que el movimiento #Yo Soy 132 retomó tardíamente–, una limpieza de
las filas de los partidos y una agenda de unidad nacional, sino de la
ciudadanía que redujo, como querían las partidocracias, la emergencia nacional
y la vida democrática a un proceso electoral que desde un principio, a causa de
la guerra, la impunidad y la corrupción de las instituciones y de los partidos,
estaba podrido.
Bajo el peso de la propaganda, cada ciudadano tachó su
voto en cinco o 10 minutos para, en realidad, acotar su poder y entregárselo a
ciertas minorías que lo ejercerán en representación de todos –Peña Nieto, por
ejemplo, si se valida su ignominiosa elección, gobernará con 30% del
electorado, y no sería distinto si hubiese ganado en las boletas cualquier
otro.
Este absurdo hace que las minorías elegidas le nieguen el
derecho a las minorías perdedoras a protestar, que se genere una polarización
tan atroz como inútil y que la democracia se vacíe de contenido. “Las mayorías
–escribía Gilles Deleuze, señalando la manera en que las democracias se han
corrompido– no son nadie; las minorías son cualquiera”.
Una verdadera democracia no puede prescindir ni de la
proximidad ni de la “projimidad”, como lo hacen las comunidades indígenas y los
movimientos sociales apartidistas; no puede tampoco prescindir de la
proporción, es decir, de tamaños apropiados para ese ejercicio de proximidad.
Cuando se prescinde de ello –de lo que nosotros llamamos tejido social– y la
democracia se reduce al voto y a sus consecuencias: el gobierno de los
intereses de una minoría, la democracia se vuelve una ficción, una cortina de humo,
una simulación en la que lo único que existe es la experiencia de lo
intolerable, cuyo rostro en México son las víctimas tanto de la guerra como de
las comunidades que día con día, bajo el poder de esas minorías y de sus
intereses, van perdiendo su cultura, su tejido social, su capacidad
autogestionaria y su fuerza para limitar el poder, sea del crimen o de los
gobiernos.
Esa forma de la democracia que destruye cualquier
proximidad y “projimidad” es en realidad, dice Jean Robert, una
“teledemocracia”, una ilusión democrática, una democracia corrompida que ya
entró en crisis en todo el mundo, que tiene el rostro de la ignominia anunciada
y que lo único que genera es frustración, encono y resentimiento.
Lo que nos queda, frente a esta realidad, no es la disputa
por el poder –una forma de convalidar el juego corrompido e ignominioso de la
“teledemocracia”–, sino la resistencia ética que exige un ponerse aparte de
todo el juego electoral. No porque se quiera, sino porque la resistencia ante
lo intolerable exige mantener viva hasta donde se pueda la pureza del corazón,
del pensamiento, de la palabra y de la dignidad, con la que, democráticamente
hablando, se puede enfrentar y limitar el poder de la “teledemocracia” y sus
abusos. “Una posición –como lo señala Jean Robert– difícil de sostener porque
sólo pueden asumirla quienes han vivido en carne propia lo absolutamente
intolerable”: la corrupción, la violencia, la impunidad, la muerte, la
persecución, la destrucción de los tejidos sociales y de las culturas, a las
que las partidocracias, el Estado y los medios de comunicación han reducido la
vida del país. Eso intolerable, a lo que muchos comienzan a acostumbrarse, se
llaman “las víctimas” –una palabra oriunda de los sacrificios paganos–, que
continúan aumentando, a las que el poder desprecia y que se expresan como
testigos absolutos del horror y de la fractura que la ignominia de las
elecciones quisieron borrar.
No habrá un regreso a la política mientras no se asuma y
se enfrente, de manera verdaderamente ética y democrática, es decir, con
proximidad, con “projimidad”, con proporción, diálogo y sentido ciudadano, esa
realidad de lo intolerable que la “democracia” de las minorías no ha dejado de
extender por todo el país y a la que una gran parte de la ciudadanía sucumbió
al aceptar que la solución se reducía a la ignominia electoral, a esa ignominia
que sólo convalidó lo que ya estaba allí bajo un disfraz democrático.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San
Andrés, liberar a todos los zapatistas presos, derruir el Costco-CM del Casino
de la Selva, esclarecer los crímenes de las asesinadas de Juárez, sacar a la
Minera San Xavier del Cerro de San Pedro, liberar a todos los presos de la
APPO, hacerle juicio político a Ulises Ruiz, cambiar la estrategia de seguridad
y resarcir a las víctimas de la guerra de Calderón.
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